POR RABINO YERAHMIEL BARYLKA

Fue Marcel Duchamp quien en 1917 tomó un urinario de loza  y lo colocó sobre un pedestal en una exposición de arte moderno. Reclamaba una mirada estética para un objeto cuya función era otra. Hoy, los neodadaístas proponen como obra de arte una plancha o un teléfono.

Casi por la misma época y hasta hoy, otros intentaron popularizar el conocimiento judío y acercarlo a los alejados, con el mismo proceso de romper los límites entre lo sagrado y lo profano, pero ya no en el arte, sino en la vida cotidiana. Así lo hicieron y lo hacen con principios y valores judíos, con los contenidos de las festividades y con los textos venerables, con los servicios religiosos y los festejos. Les quitan todo significado y los ubican en contextos ajenos y alejados. Rebajan el sentido de lo excelso, elevan la estética de la nada. El resultado es desastroso. No podía ser de otra manera.

Hoy, cuando las personas inquieren  lo auténtico, cansados de las pirotecnias mimetizadoras y de las soluciones fáciles y descomprometidas, debemos perder la timidez y recuperar la imaginación. A la descontextualización de lo judío, debemos responder re-descontextualizando. Es decir, colocando nuevamente las cosas y los conceptos en su lugar.

Janucá nos permite un adiestramiento edificante. Conmemora la victoria de la gesta por los auténticos valores judíos en contra de la corriente de abandonar la fe y el cumplimiento de los preceptos, que profesaban propios y extraños. O, lo que no es menos grave, de diluirlos en el océano de la cultura ajena, creyendo que aun así se podía seguir siendo fiel. Janucá puede entrenarnos a  eludir las intentadas globalizaciones que siempre se presentaron en la historia para imponer hegemonías anulando el sentimiento y la identidad de las minorías.

El Templo de Jerusalem había sido profanado por la práctica pagana, después de luchas sangrientas. Y, fueron los macabeos quienes consiguieron derrotar a los seléucidas que regían en Siria  para purificarlo. Antíoco Epifanio se había propuesto unificar a todos los pueblos que dominaba bajo su cultura. Estética del triunfador, la griega, que se había expandido triunfante.

A pocos kilómetros de Jerusalem, en una comunidad pequeña, Modiín, estaba Matitiahau, un anciano que pudo reunir a sus hijos y convocar a quienes deseaban seguirlo, para emprender una empresa desproporcionada que parecía  irremediablemente destinada al fracaso. Sin mucho debía enfrentarse a la fuerza del conquistador. Sin embargo, y contradiciendo la aparente lógica de las proporciones, los hermanos, hijos del viejo sacerdote, consiguen el triunfo. Su fuerza provenía de la llama de la fe y el orgullo por la supervivencia judía. Por ello, el veinticinco del mes de kislev se inicia el festejo de esta conmemoración post-bíblica. Tienen en su centro, la última acción de la gesta macabea, ir en búsqueda de aceite y encender un candelabro durante ocho días, celebrando la libertad con cantos de alabanza y gratitud, absteniéndose de duelo público y de ayunos.

Es que el día 25 del mes noveno, se ofrecieron las ofrendas sobre el nuevo altar, con cánticos, laúdes, liras y platillos y celebraron su dedicación con alegría infinita. Se había producido el milagro. Un milagro en el que se unen varios portentos: que el escaso aceite purificado encontrado entre las ruinas del Templo,  bastara hasta la confección de una nueva partida que alcanzaría para ocho días; que un puñado de valientes pudiera derrotar a la potencia de su época y el no menos importante: el poder rescatar incólumes los valores de un pueblo amenazado por la invasión cultural de la descontextualización.

Janucá nos permite unirnos a aquellos que tenían claros los valores judíos y gracias a su amor a ellos, no concebían helenizarse como deseaban más de un propio ilustrado y todos o casi todos los ajenos.

“La luz de Janucá debe ser colocada del lado exterior de la puerta del hogar, pero en caso de peligro es suficiente sobre la mesa” nos prescribe el Talmud. Cuando estamos seguros de nuestros valores, debemos atrevernos sin temores a iluminar el exterior. Cuando hay vientos y amenazas de apagar nuestra luz, debemos protegerla intramuros.

En nuestros días más que nunca debemos encender las luminarias, liberando la vivacidad de unos sentimientos que no se deben reprimir  ni se pueden olvidar jamás. Y colocar a Janucá en el contexto de la lucha por nuestra supervivencia.

El judaísmo no necesita de un Duchamp, porque la ignorancia de la Halajá y de la Hagadá, de la Mishná y el Talmud no es acreedora de reconocimientos, ni su reemplazo por banalidades, una muestra de arte.

No comunicarse con  los textos del sidur y desconocer el alef bet no da honores al ignorante. Tampoco, desplazar el Tanaj por el Talmud ni el Talmud por el Tanaj.

Quien está seguro de la verdad del judaísmo no teme del encuentro enriquecedor con la cultura universal, pero sabe reconocer los límites y las falsificaciones, de manera de tomar lo coherente y ofrecer lo propio generosamente.

Janucá nos lleva a una Torá vital, en la cual se estudia, en la que se combina la acción y el trabajo con los libros y la discusión, donde lo material y lo espiritual están integrados armónicamente, de personas de acciones que son talmidei jamamim, sabios en el más amplio sentido de la palabra, también en ciencias y humanidades. Que colmados de lo propio, resisten los embates sutiles y las agresiones de lo distinto.