VICKY JERADE

Una máxima que la mayoría de nosotros recordamos es: “plantar un árbol, escribir un libro y tener un hijo”. Logrando estas tres demandas se consideraba posible convertirse en un hombre pleno y trascender: dejar parte de nosotros, a pesar de la muerte.

A través de los años nos hemos dado cuenta de que esta sentencia no es suficiente. Han trascendido sólo aquéllos cuyas obras permanecen desafiando el tiempo. Hombres extraordinarios como Shakespeare, Dante, Homero, Beethoven, sin olvidar a Mozart, quien sigue dando sorpresas, como la de que su música ayuda a la recuperación del bebé prematuro.

El asunto es que todos queremos trascender, lo que parece imposible.  Todos necesitamos ser recordados y buscamos distintas maneras de hacerlo, como aquéllos que inscriben su nombre en una piedra milenaria de la pirámide del sol y son mal llamados vándalos, cuando lo único que buscan es dejar un retazo de ellos mismos.

Este es el caso de nuestros amigos Juan y Pepita Lelos. Ellos se conocieron en Acapulco en 1999, su encuentro auguró una feliz entrada al nuevo milenio. Entre beso y beso, juraron regresar cada fin de año al bello puerto y declararse su renovado amor, el que nunca moriría. Así es como nos los encontramos en el 2010, al lado de Pepita y Juanito, además del vientre abultado de Pepa, porque se le olvidó tomar las anticonceptivas y le falló la cuenta.

La pareja sigue unida, mas no ha sido fácil. Con la crisis, varias veces se quedó Juan sin trabajo, Pepita ha engordado; nada en común con la beldad de la que él se enamoró. La esposa también tiene de qué protestar. El hombre de su vida es cada vez más ausente, se la pasa en el billar con sus amigotes, mientras ella permanece en casa con todas las obligaciones. En fin, el mar los acoge de nuevo y echados en la playa, ven a sus vástagos corretear felices. Su voz interior les dice que deben dejar algo, un recuerdo de su permanencia en el lugar. Él opta por cuatro botellas de cerveza, una bolsa de papas fritas y otra de churritos. Ella se decide por la bolsa de plástico del supermercado, con cáscaras de fruta, y varios envases de Coca Light, así como las cajitas de cereal, desayuno de los niños.

La hija, después de terminar el helado y depositar el vaso en la arena, llega corriendo con La Pigüi, su perrita, compañera incondicional de la familia: “¡Mamá! ¡Mamá! A La Pigüi ya le anda de la popó… ¡¿A dónde la llevo?!”

La madre levanta la cabeza una milésima de segundo y continúa displicente, untándose  bloqueador por todo el cuerpo. “Llévala al mar a que haga, mi hijita,  sirve  que le echas agua para que se refresque”. Pepita sigue el consejo materno y realiza así, su primer acto de trascendencia personal.

El mar todo lo absorbe sin discriminación alguna: desde pañales desechables, colillas de cigarro, excremento, botellas de plástico, aceite, latas, detergente,  hasta el petróleo, que la mano del hombre desecha a mares. Daño irremediable. Hasta que el océano, agotado, lanza un escupitajo impresionante convertido en tsunami, huracán, o al menos, en una rara infección en la piel como la que tendrá Pepita al regresar a la ciudad, sin que nadie imagine la causa.

Ya en el paisaje urbano, encontramos otras trascendencias. Extrañas palabras pintarrajeadas en los muros, montañas de basura en las esquinas que perros famélicos se encargan de desperdigar, rayones permanentes en los elevadores y de nuevo todo lo desechable que no es desechable. Y si los seres terrenales como nosotros, no podemos dejar gran cosa, me pregunto ¿qué dejan en este país los dioses del Olimpo?

Los hombres del poder trascienden con miles de fotografías sonrientes que desaparecerán después que ellos y al final, dejarán una ola de promesas que jamás serán cumplidas, además de mansiones, autos de lujo y cuentas bancarias en otros países a las que no tendremos acceso y que darán para vivir cómodamente a varias generaciones de sus familiares.

Aquellos con una sed de trascendencia más creativa, nos legarán centros de convenciones y bibliotecas inservibles, carreteras y puentes que no llegan a ninguna parte o que no pueden ser utilizadas por la mayoría de la población; calles con su nombre mientras arrasan árboles y jardines para dejar su huella incrustada en concreto, como artistas de Hollywood.

Los burócratas ofrecerán la sensación de descontento y humillación de millones que dependen de su trabajo, el que no realizarán a menos de que fluya un interés de por medio.

Los jefes sindicales, el abuso y el empobrecimiento de sus agremiados, se mantendrán preocupados en mejorar la economía familiar, de los suyos, por supuesto.   Los narcotraficantes y secuestradores, una estela de horror, violencia y muerte.

Tal vez habría que hacer el menor ruido posible, abandonar este mundo como si no lo hubiéramos habitado jamás. Marcar nuestra huella en el silencio, evitar ser recordados .  “Lo único que dejas es tu  buen nombre”, dijo alguna vez un rabino.