JULIETA RIVEROLI

Su popularidad entre los jóvenes de Israel, revela el cuentista Etgar Keret (Tel Aviv, 1967), se debe a que ha quebrantado la típica relación entre el escritor y el lector que prevalecía en su país.

El narrador israelí es visto comúnmente como un profeta, entre otras razones porque emplea el hebreo, el lenguaje en el que está escrita la Biblia. Al escritor usualmente se le coloca en un pedestal y se convierte en un líder espiritual.

“Para muchos jóvenes fue una nueva experiencia encontrarse con un escritor que se presenta tan trastornado como ellos, que tiene los mismos problemas que ellos. Estaban habituados a que el escritor fuera un maestro o un padre, no un amigo.

“No estoy seguro si soy un buen amigo de mis lectores, pero intento serlo”, admite vía telefónica Keret, cuyo libro, Un hombre sin cabeza, acaba de ser publicado en español por la editorial Sexto Piso.

El autor de Extrañando a Kissinger se reconoce a sí mismo como un hombre tan disfuncional como los personajes que a menudo crea en sus cuentos.

“Usualmente uno escribe del mundo que conoce y me temo que soy una persona a la que le cuesta trabajo integrarse”.

De ahí que no sea raro encontrar en sus historias a personajes como el hombre que siempre termina sus relaciones de pareja en un taxi, los padres de Liam Goznik que se encogen constantemente, una chica que da a luz a un pony o el músico al que encierran en una botella.

Keret pertenece a una familia “un tanto extraña”, ni sus abuelos ni sus bisabuelos murieron de causas naturales, todos fueron asesinados. “Tiene que ver con que no siempre entendemos la situación que nos rodea y por lo tanto no actuamos en función de ella”.

Ahí está el caso, cuenta, de su bisabuelo judío que vivía en Rusia. Cuando se atrevió a callar a un grupo de cosacos borrachos, que viajaban en el mismo tren que él y no lo dejaban leer tranquilamente, perdió la vida.

También pone de ejemplo a su hermano, el único soldado en la historia del ejército israelí que fue llevado a juicio y encontrado culpable de practicar paganismo.

Para Keret, la ironía y el humor son mecanismos de supervivencia a los que recurre tanto en las historias que inventa como en su vida diaria, pues creció en un barrio duro, donde abundaban los asesinos.

El escritor no es un hombre de rutinas, al grado de que cuando tenía su departamento de soltero siempre dormía en lugares diferentes, el sofá y hasta el balcón hacían las veces de cama.

Su vida es un tanto caótica y a menudo se ve reflejada en sus narraciones, aunque admite que la llegada de su hijo lo ha orillado a levantarse a la misma hora para llevarlo al kínder.

“Es probable que una persona más organizada escriba novelas, pero cuando eres desordenado te inclinas más por los cuentos porque son como una explosión, no son resultado de un proceso continuo”, explica.

El cineasta tampoco tiene el hábito de escribir a diario, pueden pasar meses sin que redacte un cuento y cuando lo hace emplea la computadora porque no puede descifrar su letra, confiesa.

Keret crea historias “minimalistas”, por lo que no tienen cabida las descripciones y es frecuente que sus lectores ignoren la apariencia física de sus personajes.

“Lo que más me interesa es el movimiento y la fluidez, no los detalles sino el cambio de la realidad”, admite el autor, que ha sido traducido a más de 20 idiomas y es considerado un bestseller.

Si tuviera como tema el océano, escribiría sobre las olas y, de inspirarse en un coche, su color y su marca pasarían a un segundo plano para hablar del choque que ocurriría en el siguiente minuto.

Los cuentos de Keret parecen a menudo inconclusos, pero él explica la razón: “cuando escribo quiero transmitir fragmentos de vida que continúan aunque la historia en apariencia se haya terminado”.

Estados Unidos, en todas partes

En los cuentos que integran el más reciente libro de Etgar Keret publicado en español, Un hombre sin cabeza, Estados Unidos aparece constantemente. “Para bien o para mal, muchas veces para mal, Estados Unidos es el poder más fuerte en el mundo no sólo económica sino culturalmente”, dice Keret.

Bastaría ir a la selva africana más remota, añade, para comprobar que sus pobladores conocen tanto a la Coca-Cola como al actor Sylvester Stallone.

“El colonialismo cultural es tan dominante en nuestras vidas que cuando escribo sobre mis experiencias no puedo pretender que no me afecta”.

REFORMA