ELY KARMON

Matar a Osama Ben Laden es un importante —aunque demorado-éxito político y psicológico en la guerra contra el terrorismo; un éxito para el pueblo estadounidense, para las democracias occidentales y las otras, y un éxito personal para el Presidente Obama. Los líderes y los ideólogos de los grupos terroristas deben saber que, al final, pagarán por lo que hacen.

La desaparición de Ben Laden no va a parar el terrorismo islamista, puede que incluso a corto plazo produzca más ataques en un intento de venganza; pero, a la larga, puede tener un impacto positivo importante.

A nivel operativo, incluso a nivel propagandístico, Ben Laden estaba realmente fuera de juego desde que en 2005 traspasó el liderazgo al último Musab Al Zarkaui en Irak y en Levante (AlSham). Su segundo, el egipcio Ayman Al Zawahiri, es el que mueve realmente la estrategia de los maltrechos restos del núcleo duro de Al Qaeda.

Los americanos han encontrado una mina de documentos y material informático en la casa donde mataron a Ben Laden, que son piezas clave para seguir desmantelando el liderazgo de la organización y su infraestructura operacional (como ya ocurrió en Irak en 2006-2007).

La eliminación de Ben Laden llega tras la derrota de la estrategia yihadista en el mundo árabe. Las revueltas populares en Túnez y en Egipto, Yemen y Libia, Siria y Bahrein han conseguido triunfos políticos importantes, a diferencia del terrorismo practicado por los líderes de Al Qaeda y sus cómplices.

Pero uno de los temas importantes suscitados por la muerte del líder de Al Qaeda es el hecho de que sucediera cerca de Islamabad, capital de Pakistán. Desde 2002, seis de los más importante líderes de la organización, incluido Jaled Sheij Mohamed, el cerebro de los atentados del 11-S, han sido muertos o arrestados en ciudades de Pakistán, no en las grutas de las áreas tribales. Esto implica que, en Pakistán, los servicios de inteligencia y los militares siguen llevando un doble juego, y que no se puede confiar en ellos: ni su aliado, Estados Unidos, ni siquiera China, y mucho menos India, Afganistán y demás vecinos.

Es posible que las mayores repercusiones de este acontecimiento se den en Pakistán, donde los talibanes paquistaníes -ya suponían una amenaza para los líderes estadounidenses y paquistaníes- unidos a otros movimientos islamistas podrían desencadenar una ofensiva subversiva y terrorista, y desestabilizar un régimen civil ya bastante desarbolado.

La amenaza contra objetivos estadounidenses por parte de yihadis para vengar la muerte de Ben Laden será mayor en países árabes como Egipto, Yemen o Siria. Allí la policía y los servicios de seguridad están en alerta por posibles revueltas populares.

En lo que respecta a Israel, conviene recordar que, en 1998, Ben Laden creó “El Frente Islámico Mundial para la yihad contra cruzados y judíos”. El primer ataque terrorista de Al Qaeda tras su desaparición en Afganistán fue un atentado contra la sinagoga de la isla de Yerba en Túnez, en abril de 2002.

Hay que señalar que, bajo la estratégica protección de Hamás, en la franja de Gaza han proliferado los grupos salafistas y yihadistas. En lo que va de año han lanzado a Israel más de 300 misiles y bombas de mortero, unas veces coordinados con Hamás y otras por su cuenta. Estos grupos podrían tratar de vengar la muerte de Ben Laden atacando a Israel, el aliado de Estados Unidos en esta región. El ataque podría provocar una respuesta por parte de Israel y una nueva crisis en un momento especialmente delicado, ahora que Hamás ha llegado a un acuerdo de unidad con la Autoridad Palestina.

Por lo tanto, en las próximas semanas, habrá que seguir con especial atención las repercusiones políticas y estratégicas de la desaparición de Ben Laden, líder de Al Qaeda y figura simbólica.

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