LUIS RUBIO/REVISTA NEXOS

Un viejo axioma señala que la Edad de Piedra no terminó por la ausencia de piedras. Muchos de los problemas actuales de México —como la violencia y la lucha contra el crimen organizado y el pobre desempeño económico que hemos experimentado— parecen abrumadores, sobre todo si nos guiamos exclusivamente por los titulares de los medios. Sin embargo, contrario a lo que podría parecer a primera vista, nuestros problemas no son irresolubles.

El solo hecho de que la naturaleza de los mismos haya venido cambiando a lo largo del tiempo sugiere que hay vías de solución e, incluso, que muchos de ellos se deben a procesos de reforma que no han llevado al país a buen puerto pero que, con un mejor enfoque y mayor comprensión de sus causas y dinámica, podrían logarlo. La Edad de Piedra terminó cuando el cambio tecnológico permitió abandonar las piedras. Lo mismo podría ocurrir con el país en su integridad.

En los ochenta y noventa el país comenzó un proceso de profunda transformación en el ámbito económico y, poco después, en el político. La apertura de la economía abrió enormes oportunidades, aunque incompletas y no siempre coherentes, para el crecimiento de la planta productiva y puso al ciudadano y consumidor, al menos en concepto, en el corazón de la estrategia de desarrollo. México se ha convertido en una potencia exportadora y ha logrado consolidar una incipiente clase media. Por su parte, las reformas políticas, sobre todo en el ámbito electoral, hicieron posible la alternancia de partidos en la presidencia y en otros niveles de gobierno, crearon un entorno de mayor transparencia y hasta un bosquejo de rendición de cuentas.

La transformación ha sido por demás profunda y, sin embargo, no ha conseguido los objetivos que se esperaban: no se han logrado las elevadas tasas de crecimiento que se habían prometido y el sistema político dista de ser democrático, representativo o gozar de los mínimos consensos necesarios para funcionar con normalidad. Estos problemas surgen en buena medida de la forma en que se llevaron a cabo muchas de las reformas.

Los cambios han sido cataclísmicos en muchos sentidos. La planta productiva fue obligada a competir, aunque no de manera integral y en condiciones poco propicias, en tanto que los cambios políticos se dieron sin construir los consensos necesarios incluso sobre los objetivos que se perseguían. Esta situación ha arrojado debates con frecuencia cómicos respecto a si México es una nación democrática: para los priistas siempre lo ha sido, para los panistas lo es desde 2000 y para los perredistas todavía no lo es. Pero el fondo del asunto no tiene nada de cómico: muchas reformas fueron profundas y trascendentes pero no integrales y eso nos dejó a la mitad del camino.

Más allá de las reformas específicas, en retrospectiva resulta evidente que no hubo una estrategia de reforma ni hubo una visión integral de lo que pretendía lograr. Estos factores llevaron a que se descentralizara el poder sin institucionalizarlo, abriendo la puerta tanto al crimen organizado como a la dispersión del gasto público. No sólo se debilitó el gobierno central, sino que se fragmentó el poder y se crearon espacios para el nacimiento de lo que hoy llamamos “poderes fácticos”. En el mismo sentido, se crearon enormes distorsiones en la economía, sobre todo con la privatización de entidades productivas sin consideración alguna de la estructura de los mercados que resultarían.

En una palabra, ha habido profundos cambios, muchos de ellos de gran calado que, sin embargo, no han logrado el objetivo central que se proponían, que era el de lograr tasas elevadas de crecimiento económico y un sistema democrático de gobierno. Aunque se ha avanzado en ambos frentes, la evidencia muestra que nuestros problemas yacen en nuestro propio fuero interno y no tienen que ver con lo que ocurre en otras latitudes. Es decir, no hay a quien culpar, más que a nuestras propias carencias y miopía, de los resultados que se han alcanzado.

En nuestra economía perviven dos mundos contrastantes: el de un sector hipercompetitivo y exitoso que exporta, compite con importaciones y se desarrolla como los mejores del mundo, y una economía vieja y anquilosada que a duras penas sobrevive. Los primeros generan riqueza, los segundos viven de las migajas que sobran. La existencia de estos dos mundos en buena medida explica nuestra realidad económica: cuando las exportaciones crecen, como este año, el resto de la economía comienza a funcionar; cuando las exportaciones declinan, como ocurrió en 2009, la demanda interna se colapsa. Como en Japón, el 20% jala al 80% restante. Pero ese 20% produce mucho más, a menor precio y de mejor calidad que todo el resto.

Las semejanzas con Japón no paran ahí. La razón por la que existen estos dos mundos contrastantes tiene que ver con la protección, explícita o implícita, de facto o de jure, que caracteriza al mercado interno. Algunos de los mecanismos de protección son obvios: aranceles, normas o subsidios que permiten que determinados productos no puedan ser importados o que su costo de importación resulte prohibitivo. Los beneficiarios de estos mecanismos están de plácemes, pero lo interesante es que no hay un reconocimiento, ni siquiera entre los propios empresarios, de que la protección a unos implica la desprotección a otros: si un empresario en el mundo del zapato goza de una protección en la fabricación de suelas, sus productos serán más caros que la alternativa, sacando del mercado a todos los demás zapateros que tienen que competir con productos importados con suelas más baratas. La protección que tanto desean muchos empresarios tiene el efecto de reducir la competitividad de toda la economía. Las empresas y sectores que son exitosos no gozan de protección alguna: por eso son exitosos.

En los ochenta el Instituto Tecnológico de Massachusetts publicó un estudio intitulado Lo Hecho en América en el que se revisaban diversos sectores económicos estadunidenses justo en la época en que Japón parecía estar a punto de conquistar el mundo, como ahora muchos temen respecto a China. En CIDAC tomamos la idea y nos dedicamos a entrevistar a unos 200 empresarios para entender sus proyectos y criterios ante la apertura de la economía que había comenzado a tener lugar unos años antes. El estudio, que se intituló Lo Hecho en México, arrojó muchas lecciones pero sobre todo una gran preocupación.

La principal lección fue que la apertura tuvo un efecto diferenciado sobre las empresas industriales mexicanas. Aquellas dedicadas a la fabricación de productos de fácil importación y absorción (en el sentido de tener amplia disponibilidad en los puntos de venta) impactaron de inmediato y de manera brutal a los fabricantes. El caso típico fue el de los aparatos eléctricos y electrónicos (refrigeradores, televisiones, hornos de microondas) donde las importaciones aparecían colocadas junto a los bienes producidos internamente. Quienes estaban en esas industrias tuvieron que reaccionar de manera inmediata o capitular. El caso prototípico de éxito fue el de Mabe, empresa que no sólo entendió el tamaño del reto, sino que encontró formas por demás creativas de transformarse. Muchas otras desaparecieron del mapa.

Muy distinto fue el caso de los bienes o sectores en que, como en el caso de los spots, la distribución es menos directa. En esos sectores sólo los productores que eran verdaderos empresarios se percataron de la profundidad del cambio y de sus implicaciones. Hay ejemplos notables de empresas pequeñas que se globalizaron y transformaron de manera integral, pero también hay miles de casos de empresas que podían haber fabricado buenos productos pero que no tuvieron la capacidad de entender el tamaño del desafío. Un caso prototípico de lo anterior, un ejemplo que combina el reto del cambio tecnológico y de la apertura, fue el de un fabricante de resortes especializados (usados especialmente en carburadores para automóviles) que, al entrevistarlo, nos demostró que sus resortes eran tan buenos como los japoneses y suizos que tenía en su laboratorio. Se trataba de un gran ingeniero que entendía su producto y era experto en el proceso de fabricación pero que no entendió que los carburadores estaban desapareciendo del mercado porque los nuevos vehículos (esto era a finales de los ochenta) ya no empleaban carburadores. Un gran ingeniero pero no un empresario.

Estos ejemplos ilustran el reto de la economía mexicana: no es que falte capacidad sino que ésta ha sido muy mal encauzada. Miles de empresarios que crecieron al amparo de la protección respecto a las importaciones y de décadas de controles burocráticos no desarrollaron la capacidad para competir ni la comprensión de los cambios que naturalmente ocurren en el mercado. Eso les llevó a producir lo mismo, en casi todos los casos con el mismo equipo, generación tras generación. Inevitablemente, sólo aquellos que no tuvieron alternativa o que se encontraron ante la disyuntiva inexorable de actuar o morir, lograron transformarse. Un poco como todo en México en estos años, el azar, más que una gran claridad de visión, ha dominado el panorama económico. Conceptualmente, esto no es muy distinto a lo que ocurrió en Japón.

Por supuesto, la gran diferencia entre Japón y México es que los japoneses tienen un extraordinario nivel de vida, su población no crece y tienen todos los satisfactores que pudieran desear. En contraste, nosotros tenemos una población joven, una elevada tasa de desempleo y una economía que produce bienes con frecuencia inferiores a los que se pueden adquirir de importación. Lo impactante de la economía mexicana es que no faltan personas con un extraordinario espíritu emprendedor: la economía informal es prueba contundente de que el mexicano es sumamente “entrón”, dispuesto, creativo y “movido”. Lo triste es que la economía informal no puede resolver los problemas de desarrollo del país a pesar de emplear a cerca de dos terceras partes de la población económicamente activa.

Hace algunos meses Gordon Hanson publicó un estudio sobre por qué México no es un país rico. Su punto de partida es que el país ha llevado a cabo muchas más reformas y, en general, mucho más profundas que la mayoría de los países de similar nivel de desarrollo pero, a diferencia de aquéllos, no ha logrado elevar su tasa de crecimiento. El análisis es por demás interesante porque excluye de entrada muchos de los clichés y mitos que perviven el ambiente: ¿Corrupción?, sí, pero igual de corruptos son muchos otros países que sí crecen; ¿herencia hispana?, sí, pero, con excepción de Venezuela, es el país que menos crece de la región; ¿paraestatales?, sí, pero hay muchas de ésas en Asia y América Latina y éstas no tienen que ser un impedimento; ¿rechazo cultural?, quizá, pero en nada distinto al del resto del continente que crece con celeridad.

La conclusión de Hanson es interesante porque no pretende lograr la piedra filosofal. Desde su punto de vista, hay cinco factores que interactúan negativamente para impedir el crecimiento de la productividad pero es muy difícil determinar la importancia relativa de cada uno, por lo que existe el riesgo de sobredimensionar una causa específica para luego acabar con que el problema residía en otra parte. Los factores son: la persistencia de la informalidad y de los incentivos que la fortalecen; la disfuncionalidad del mercado de crédito; la distorsión en la oferta de bienes no comerciables (como electricidad o comunicaciones); la falta de efectividad de la educación; y la vulnerabilidad del sector externo (es decir, el riesgo de una crisis cambiaria). Sin embargo, el corazón de sus conclusiones es que las reformas no han logrado su cometido esencialmente porque no hay capacidad de gobierno, es decir, que el gobierno es muy poco efectivo, genera demasiadas distorsiones y no contribuye a resolver los problemas de la economía a pesar de intentarlo con tanto ahínco.

México lleva décadas intentando encontrarle la cuadratura al crecimiento económico. En el camino se fueron probando soluciones que claramente no lo han logrado, pero que tuvieron el efecto de crear una profunda estela de incertidumbre, además de incentivos para intentar regresar al statu quo ante. La única lección que me parece clara es que se requiere un gobierno fuerte con gran capacidad de acción para hacer posible que funcionen los mercados. Hoy sabemos que tenemos un sistema de gobierno débil que se ha abocado a intentar regular, cuando no substituir, el funcionamiento de los mercados. Quizá sea tiempo de hacer posible que éstos funcionen.

Esta descripción no pretende sugerir que los problemas del país sean fáciles de resolver. Sin embargo, la discusión pública se ha concentrado mucho más en la exaltación de los males que en el análisis de las causas y, por lo tanto, sus posibles soluciones. Muchos insisten que los problemas del país son tan conocidos que hasta han sido “sobrediagnosticados”. Yo no estoy tan seguro de que esos diagnósticos sean tan certeros. Muchas de las soluciones que con frecuencia se proponen —en lo político y en lo económico— me recuerdan mucho la manera en que se proponían las reformas de los ochenta y noventa: como soluciones mágicas que transformarían al país de la noche a la mañana.