MARIO NUDELSTEJER

Para quienes hemos nacido en este país y especialmente en el Sector Ashkenazí de la comunidad judía de México, los primeros impactos de la cultura y las tradiciones quedan grabados en la memoria, indeleblemente. Aunque no es privativo de este Sector, sino generalizado a todos ellos.

Esas celebraciones familiares multitudinarias en casa de alguna de las tías, donde en tropel se reunían los abuelos, los padres, los hijos… ¡y los primos!, algunos más grandes y otros más chicos que uno mismo, eran motivo de una extraña pero motivante algarabía. Las risas tras los chistes que contaban los mayores, los llantos de los bebés que apenas irían conociendo a la familia, los gritos de niños en juegos de pequeños, pero lo que más recuerdo eran los relatos y las anécdotas que describían los mayores de su experiencia de vida en Europa, antes y durante las Primera y Segunda Guerra Mundial.

No faltaban las remembranzas de quienes habían dejado este mundo por diversas razones, los recuerdos de ancestros que hacían y deshacían por vivir en un poblado mayoritario judío, y ahí escuché por primera vez el vocablo shtetl que definía ese terruño tan descrito magistralmente, años después, con Tevie Der Milchiker en el Violinista Sobre el Tejado.

La mesa del festejo, esa mesa plena de viandas la mayoría preparadas el mismo día por la tía y algunas de las abuelas, a quienes se sumaban las mujeres casaderas para capacitarse en esa alquimia gastronómica yidish que capturaría al jatán, porque por el estómago atraerían sus sentimientos.

Esos platillos que desprendían su característico olor, y la vista: como el guefilte fish que, con su rodajita de zanahoria a manera de corona tenía aspecto, tal vez ¡extraterrestre! Pero se adhería uno al sabor característico que le añadía la raíz fuerte, el famosísimo jrein que cada quien se despachaba a discreción desde varios receptáculos con sus respectivas cucharitas, de plata.

Qué días esos en que la familia se veía crecer en número, y también en los volúmenes de sus integrantes, y uno se sentía orgulloso de ese crecimiento, de ambos crecimientos, porque denotaba prosperidad, aunque la vida fuera tan difícil como que gran parte de las unidades familiares, por su lado, habitaban en apartamentos de “renta congelada”, que sin embargo subarrendaban, pero todavía a bajo costo.

Experiencias también lo eran aquellas caminatas de las familias que se trasladaban a pie hasta los templos, las sinagogas en la colonia Hipódromo de la Condesa. Y por lo regular terminábamos en la Yeshivá de Bnei Akiva sobre la avenida Ámsterdam, que en sus tiempos fue precisamente la pista de carreras de caballos, donde los judíos se aglomeraba para escuchar aquellos cánticos característicos, las responsas de los yeshive bojer que me impresionaban seriamente. Los niños por lo regular salíamos a la calle a jugar con ligas de hule a manera de resortera, que nos colocábamos entre dos dedos, para lanzar unos a otros pedacitos de cáscara de naranja.

Sin embargo, la solemnidad la imprimía el momento en que se tañía el shofar; esos instantes que a todo judío le abren el corazón cuando en el cielo, según lo que me comentaba mi padre, estaba por cerrar sus puertas al ingreso de nuestras plegarias. Y la oración del jazán se tornaba en lamento… Suplicaba a nombre de la congregación que en las entrañas del “lugar” se apiadaran de los que rezábamos con fervor, por un año de salud y bendiciones.

Yom Kipur era todavía más entrañable, la dedicación judía a la oración y a la reflexión se podían palpar en el ambiente. Había quienes se quedaban en el templo todo el día y, con la tonada monótona y rítmicamente solemne, junto a la abstinencia del alimento que provoca sueño, me impresionaba que algunos viejo (niño los veía así), sorbían “rappé” por la nariz, un polvo oscuro que tomaban con la punta de sus dedos de un pomito que llevaban en el bolsillo del chaleco del traje, y eso les devolvía a la vigilia para no perderse en el rezo.

Algunos salían por momentos al fresco de la tarde, otros recién volvían de dormir una forma de “¿siesta?” para mitigar los entuertos que causa el ayuno. Y los pequeños caminábamos a la par de nuestros padres, sin entender por qué no nos podían cargar en brazos si ya estábamos cansados… “imposiciones que marcan las normas religiosas”, había que entenderlo.

Con el correr de los años, las formas han cambiado aunque no el fondo. Hoy la reunión familiar para celebrar el nuevo año ya no es tan multitudinaria, cada unidad de familia mantiene su exclusividad en la celebración, por la educación de los hijos, y tal vez porque los abuelos viven no solo separados sino lejos de los hijos. Aunque existen grandes excepciones según la orientación religiosa y tradicional.

Además, la cantidad de opciones en cuanto a templos ha crecido. Y no solo que en las sinagogas hay grandes concentraciones en estos días de Fiestas Mayores, sino que en los conjuntos de edificaciones se ha destinado un área que funge como centro de rezo para que no haya necesidad de deambular por las calles. ¿Será por temor a la inseguridad? Tampoco lo creo, sino por la comodidad y la ventaja que da el concepto del Eruv que proporcionan los sitios confinados.

Y dirá el lector: ¿qué es el Eruv? Yo le convoco a buscar la respuesta. Es muy amplia la explicación y, si no me equivoco, una parte de la zona de Tecamachalco está confinada a este concepto tan arcaico y moderno a la vez, que data de los tiempos pre-bíblicos y de la configuración misma de la ciudad y el Gran Templo de Jerusalén.

¡Qué tiempos aquellos en que al término de los rezos era un gozo pasar por el Parque “General San Martín”, conocido como Parque México donde se reunían las familias de quienes iban a uno u otro templo en la Hipódromo Condesa! Esta colonia, por entonces suburbio de la capital que se iba expandiendo desde lo que hoy conocemos como Centro Histórico, fue en verdad una zona donde se generó el desarrollo de la colectividad.

Mi familia vivió muchos años sobre la avenida Pedro Antonio de los Santos, precisamente frente a las famosas “Rejas de Chapultepec”, donde de niño alguna vez metí la cabeza y era imposible sacarme de ahí, hasta que uno de los guardias de Chapultepec, conocedor de los efectos físicos del sol sobre el hierro del enrejado, me sacó fácilmente izándome, porque el paralelismo de los barrotes se perdía hacia la parte alta, donde el claro era más amplio. Excuso decir que, para cuando él ¡acudió al rescate!, ya mi madre había tratado, con ayuda de la sirvienta, de embadurnarme con aceite de cocina, mantequilla y todo lo que pudiera, como la espuma de jabón, para sacarme del atolladero.

Felices aquellos días en que escalábamos mi hermano y yo por esos recónditos parajes del Hemiciclo al Heroico Escuadrón 201 de la Fuerza Aérea Mexicana, que peleó en el Pacífico durante y al final de la Segunda Guerra Mundial, y el área jardinada donde está la estatua de David, réplica pequeña de la de Miguel Ángel. O la fuente donde la estatua de Sansón sosteniendo en la diestra la mandíbula de burro con la que enfrentó a los filisteos, según nosotros lo veíamos, aunque más bien es alguna ecuestre de guerreo romano… no lo recuerdo.

Pero lo tradicional, lo humildemente simple de aquellas prácticas de las tradiciones, lo importante y destacado espiritualmente de las Fiestas Mayores, sigue siendo materia educativa. Jamás como en aquellos tiempos de una gran unidad y cohesión familiar, porque la modernidad nos ha alejado de lo gregario, de la necesidad de mantenernos tan unidos que por momentos ya no huele a familia, ya no existen esas reuniones de algarabía inusitada.

¿Será que tiempos pasados fueron mejores? ¿O es solo la percepción que queda de lo brillante que se ven las cosas en la infancia?