JULIÁN SCHVINDLERMAN

Hace unos años, al disertar en la Universidad de Columbia, el presidente de Irán Mahmoud Ahmadineyad aseguró que no había homosexuales en su país. Anteriormente, desde su tierra natal, había afirmado que el Holocausto judío no existió. También puso en duda que los perpetradores de los atentados del 11-S hubieran sido musulmanes.

Durante su último discurso ante la Asamblea General de las Naciones Unidas ha dicho que las potencias se han entregado al diablo. Días atrás prometió la cooperación de su nación con la Argentina en lo referido al atentado contra la AMIA y subrayó ante la CNN que “Irán no tuvo ninguna participación en estos eventos y eso quedará claro”.

Puesto a especular sobre los autores del atroz atentado, Ahmadineyad puntualizó: “Cualquier persona que sea culpable debe ser enjuiciada: sionistas, no sionistas, estadounidenses, iraníes, argentinos, africanos, asiáticos” (nótese a los “sionistas” encabezando el listado). ¿Puede concedérsele a este sujeto y a su gobierno teocrático alguna credibilidad?

A juzgar por la decisión del gobierno argentino de acceder a negociar con Teherán “hasta encontrar una solución mutuamente acordada para todos los asuntos, entre ambos gobiernos, sobre el caso AMIA”, conforme indicó un comunicado oficial argentino, pues sí. Pero en rigor, siendo el gobierno K todo menos ingenuo, es más razonable asumir que Buenos Aires no confía en los juramentos de Irán. Tan sólo finge creer en ellos pues le es funcional a una estrategia mayor: remover el escollo de la causa AMIA de la relación bilateral en vistas a un sustantivo intercambio comercial. Como ha plasmado una máxima de la política estadounidense, “es la economía, estúpido”.

Desde el momento que el gobierno decidió excluir a la dirigencia judía de la AMIA y de la DAIA de la delegación que viajó a Nueva York, desde el momento en que hizo público el pedido iraní de entablar un diálogo, y desde el momento en que Sergio Burstein, representante de los familiares y nuevo vocero extraoficial del Kirchnerismo, dijo en las vísperas de la partida que Argentina debería negociar con el régimen Ayatollah, las señales estaban echadas para todo aquél que quisiera ver. La reunión entre Héctor Timerman y Alí Akbar Salehi fue la culminación de un proceso iniciado en una furtiva reunión en Alepo y cristalizado en los amagues discursivos de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner el año pasado cuando aseveró que la Argentina “ni puede ni debe” rechazar una oferta de diálogo de Irán, así como en su orden dada al embajador argentino ante la ONU de permanecer en el recinto al disertar el presidente iraní.

Al gobierno K la causa AMIA le fue útil para distanciarse del Menemismo. Él y Ella le mostrarían al mundo que la Argentina buscaría la verdad, que la justicia sería redimida del maltrato de su cuestionado antecesor. Y por un cierto tiempo así fue. Néstor y Cristina, cada cual a su turno, denunciaron la falta de colaboración de Irán, designaron a un fiscal probo para rescatar una causa judicial bastardeada y persuadieron a INTERPOL de emitir circulares rojas para la captura internacional de funcionaron iraníes de alto rango implicados en el ataque. Sus palabras en las conmemoraciones de varios aniversarios del atentado en la calle Pasteur trasladaban sinceridad, compromiso, seriedad. Pero la causa parecía demasiado justa y la situación demasiado ideal como para que durara y, finalmente, las prerrogativas de la realpolitik se impusieron.

En un sentido, Cristina Fernández ha arribado a un destino concordante con su ideología. Ella parece sentirse más cómoda entre autócratas que entre demócratas. Su figura de referencia en Latinoamérica es Hugo Chávez. Se la vio más distendida en compañía de Muhamar Gaddafi que de Barack Obama, más a gusto en Angola que en Europa. La careta ha caído; en sociedad con Ahmadinejad Cristina rebosa de autenticidad. A Timerman, de fe mosaica, le tocará un papel no menor como el canciller que estrechará las manos de su contraparte de Irán que niega el exterminio de seis millones de judíos en Europa durante la Segunda Guerra Mundial mientras clama por eliminar a los seis millones de judíos que viven en Israel en la actualidad. Hacen un buen dúo, Héctor y Cristina.

Si alguna vez existió una remota esperanza de que la justicia llegaría para las víctimas, sus familiares y los sobrevivientes de aquél lejano 1994, a partir de este 2012 ya no nos podemos engañar más. Eso no sucederá. Y no es que no sucederá porque el régimen Ayatollah sea hábil en el arte del engaño, que lo es, o experto en el campo de la mentira, que también lo es. La justicia jamás llegará porque nuestro gobierno decidió que así será.

*Analista político internacional, escritor y conferencista.Autor de Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío y Tierras por Paz, Tierras por Guerra