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MOISÉS NAÍM/EL TIEMPO.COM

La palabra ‘sanción’ es antipática. En las relaciones internacionales las sanciones tienen una bien ganada mala fama. Las naciones más poderosas las usan para forzar cambios de políticas -o incluso de líderes- en otros países. Casi nunca lo logran. Lo usual es que terminen penalizando a la ya muy sufrida población del país sancionado más que a los tiranos que lo malgobiernan. El irracional y contraproducente embargo de EE. UU. a Cuba es un ejemplo. El embargo, que comenzó en 1960, solo ha servido para dar a los hermanos Castro medio siglo de excusas con las cuales justificar la bancarrota de su isla. Uno de los muy pocos casos de sanciones internacionales que lograron su objetivo ocurrió en Sudáfrica en 1986. El Congreso de EE. UU. impuso severas sanciones económicas a ese país hasta que abolió el apartheid y liberó a Nelson Mandela, entre otras condiciones. Europa y Japón se unieron al castigo. El embargo causó estragos en la economía sudafricana, lo que llevó al Gobierno de entonces a reformar sus leyes segregacionistas. Pero esta es una excepción.

¿Y si hubiese un nuevo tipo de sanciones más eficaces, mejor enfocadas y de gran impacto en los dirigentes del país cuya conducta se desea cambiar? En Irak, ¿no hubiese sido mejor contar con esta alternativa y evitar esa guerra y sus espantosas secuelas? En Irán, ¿no es mejor dejar que las sanciones obliguen al Gobierno a limitar su programa nuclear a usos pacíficos en vez de embarcarse en una guerra con consecuencias nefastas para el mundo? ¡Sí! La buena noticia es que ha habido mucho progreso en el desarrollo de esta clase de sanciones.

Las sanciones que la comunidad internacional ha impuesto a Irán son las más sofisticadas, precisas y económicamente devastadoras de la historia. Su eficacia se debe en parte al uso de nuevas tecnologías de información y medidas financieras que no tienen precedente. Pero también al hecho de que nunca antes tantos y tan diversos países se implicaron tan metódica y activamente en sancionar a otro país. Estas sanciones van desde el embargo a la exportación de petróleo a la exclusión de los bancos iraníes del SWIFT, sistema que permite las transferencias de fondos entre bancos, así como todo tipo de obstáculos al transporte de carga y pasajeros, a las importaciones y exportaciones y a las inversiones en ese país.

El impacto ha sido enorme. Las exportaciones petroleras han caído a la mitad, la moneda se ha devaluado en otro tanto en los últimos meses y la inflación se ha disparado. Si bien el Gobierno dice que la economía creció el año pasado cerca del 2%, un funcionario del FMI me aseguró, extraoficialmente, que estima que en 2012 la economía iraní sufrió una contracción del 10%. Y según la revista Iran Economics el ingreso per cápita caerá casi un tercio en 2013.
¿Bastará todo esto para llevar al gobierno iraní a la mesa de negociación? Por ahora parece que no. “… La nación iraní no va a negociar bajo presión”, acaba de declarar el líder supremo de Irán, el ayatolá Alí Jamenei. Y añadió: “Las negociaciones directas no resuelven ningún problema”.

Quedan tres posibilidades: la primera, que el líder supremo no conozca en detalle los daños que están causando las sanciones a la economía de su país y las consecuencias que están pagando los iraníes. La segunda: que las sanciones aún no hayan tenido todo su impacto y que pronto sea imposible para Jamenei seguir ignorándolas, lo cual lo obligará a negociar. La tercera, y la más horrible: que el líder y sus asesores se hayan convencido de que les conviene una guerra. Un bombardeo a sus instalaciones nucleares por parte de Israel o EE. UU. movilizaría a la población en apoyo del gobierno y le ganaría enormes simpatías en el mundo islámico. Para lograr esto, el líder supremo debe seguir con su programa nuclear y acercarse cada vez a la fabricación de bombas atómicas.
Ojalá funcionen las sanciones.