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ESTHER CHARABATI

Enlace Judío México | Hablar de los demás es un deporte universal. Se practica en los recreos, en las oficinas, en los cafés y, por supuesto, en familia. También lo practican los escritores, recolectores de experiencias propias y ajenas, quienes con tal de contarnos algo, si no lo saben, lo inventan.

Todos disfrutamos de un chisme calientito, sin preocuparnos por la veracidad de la información ni por los efectos que pueda tener sobre los protagonistas.

Creativos como somos, añadimos detalles y precisiones que aumenten el impacto del mismo. El placer es aún mayor cuando somos portadores de esta información novedosa que los demás están sedientos por escuchar. Hay gente reconocida socialmente que ha alcanzado su status porque siempre trae buenos chismes.

El placer ante ellos disminuye cuando se refieren a alguna persona cercana a nosotros y definitivamente los encontramos aberrantes y calumniosos cuando los protagonistas somos nosotros mismos. Cuando, por una vez en nuestra vida ocupamos el primer lugar en el hit parade de la vecindad, preguntamos ofendidos “¡Cómo se atreven a levantarme falsos!”

¿Por qué el chisme (y el chismear) ha sido tolerado, permitido y fomentado por la sociedad? Probablemente porque una de sus funciones es el control social.

En la vida cotidiana, antes de actuar tenemos que preguntarnos por el qué dirán y muchas veces eso nos paraliza. De eso se trata. La rápida e inminente difusión de la información nos hace pensar las cosas dos veces o dejar de pensarlas para renunciar a ellas. Es una especie de medida preventiva que tiene un margen de flexibilidad bastante amplio, pues acepta las apariencias como buenas.

Al chisme y a los chismosos no les importa que los individuos se desvíen de las normas establecidas mientras se mantengan en la clandestinidad. Pero son implacablemente aplastantes cuando tales conductas se vuelven públicas o cuando el Sherlock Holmes que todos llevamos dentro descubre la falta que alguien se ha empeñado en ocultar.

El chisme, pues, previene actos contrarios a las buenas costumbres, pero también los solapa, asumiendo su impotencia para erradicarlos. Por su parte, los chismosos constituyen un verdadero órgano de control social, legitimado y aplaudido por cada uno de nosotros. Reúnen en sus manos —o más bien en sus lenguas— más poder que cualquier otra autoridad, ya que canalizan gran parte de las frustraciones y de la hostilidad que se acumulan en la sociedad. El chisme relaja, desahoga, proyecta, controla y, además, divierte.