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SALOMÓN LEWY PARA ENLACE JUDÍO

Enlace Judío México | En el peregrinar del escribidor para encontrar la ayuda médica necesaria en sus dolencias, y luego de haber pagado miles de pesos de tratamientos en hospitales particulares, llegó a lo que eufemísticamente se llama medicina social.

Luego de haber cumplido con los trámites burocráticos – que no fueron pocos – y que acudió a ciertas “conexiones” para que sirvieran de respaldo y apoyo a su ingente necesidad, logró ser incorporado a la red médica y hospitalaria de la mayor institución del País.

La clínica a la que fue asignado es una de grandes contrastes. Situada en el corazón de una colonia proletaria, de calles angostas y llenas de baches – como el resto de nuestra ciudad – se alza en los antiguos terrenos de unas canchas deportivas. Es una edificación que demuestra que mi México sí sabe construir sedes dignas para sus requerimientos.

En su interior, y particularmente en lo que se llama especialidades, se encuentran los equipos médicos más avanzados. En mi caso, las máquinas de hemodiálisis más modernas con los enfermeros técnicos mejor preparados. Es natural que los procedimientos burocráticos normen las funciones del hospital y sus empleados, lo cual quita algo del “glamur” a la institución, mas es un inconveniente que se debe aceptar como parte de la cuota de atención hospitalaria.

El escribidor no estaba preparado para recibir un golpe como el que le dio encontrarse con la gente – hasta que D-os los llame – que sería su compañera durante lo que será el resto de su vida, personas modestas de nivel económico muy bajo, tanto así que algunas no tendrían dinero “para amanecer” al día siguiente.

Una experiencia como esa me abrió los ojos a un panorama muy diferente a lo vivido a lo largo de mis años. Sí, está bien, me pasé treinta y dos años tratando con chatarreros de las más diversas extracciones, gente “humilde” en su mayoría, mas nunca fui testigo de su modo de vivir, de su filosofía de vida.

En el hospital me encontré con ese mundo que ignoré, no sé si voluntariamente o no, de gente que, como yo, recibía su última oportunidad. Gente que, en un puesto a media calle, frente a la clínica, tomaba lo que probablemente sería su único alimento del día: la famosa – entre ellos – guajolota, que es un tamal dentro de una telera remojada con un refresco de cola.

Debo advertir que provengo de una familia de recursos modestos pero que, apegada a los usos y costumbres de su segmento económico, procuró siempre ocultar sus carencias y en la que mi padre (z”l) no tuvo el dinero necesario para atender su enfermedad, falleciendo antes de cumplir cincuenta años, pero eso sí, desprendiéndose de todo con tal de dar a su esposa y a sus tres hijos todo lo que su esfuerzo podía conseguir. Su casa nunca tuvo un refrigerador, mucho menos un auto, ni conoció Acapulco, y sin embargo, en mi niñez y adolescencia no desee ni envidié lo que otros sí tenían.

En medio de sus carencias, mi padre tenía principios. Recuerdo que unos señores llegaron a la casa para ofrecerle a mi padre la distribución de máquinas de coser alemanas, a lo que él rechazó por tratarse del origen de las mismas. Imagínense, luego de haber perdido en el Holocausto más de la mitad de la familia, cómo aceptaría tratar con gente que tal vez fueron autores o cómplices de esa tragedia.

En ese marco, mis andanzas en el hospital me hicieron relacionarme con mis “vecinos de dolor”.

Debo confesar que la actitud de los mandos inferiores e intermedios de la institución deja mucho que desear por indiferente o descarnada. La mayoría de ellos otorgan un trato a los “derecho –habientes” que raya en el desprecio. Se entiende, más no se justifica, tienen que atender a una enorme cantidad de pacientes todos los días, pero ellos lo sabían al aceptar su puesto.

En descargo de ellos debo reconocer que sus pacientes, en su mayoría, es gente que no tiene el menor nivel intelectual y no sabe cómo hacer valer sus derechos, Es esa enorme mayoría la que me rodea al someterme al tratamiento que me sostiene con vida y la cual yo ignoraba durante toda mi vida, al igual que muchos de mis amigos y conocidos.

La interacción con quienes están en tratamiento y sus familias me enseñó que existen dos mundos que, sin contraponerse, coexisten. Los “have” y los “have not”, los que tienen mucho y los que se aferran a lo poco que tienen.

Esta es la disparidad. Por supuesto que unos no son responsables por lo de los otros, pero la diferencia duele cuando uno se sumerge en la realidad, cuando, como en mi caso, tres de mis “vecinos” fallecen acompañados del silencio estoico de sus familiares, a diferencia de las manifestaciones de solidaridad colectiva que se dan en los casos del otro grupo al perder a uno de los suyos.

¡Ah, mi México! Hay momentos en los que estoy seguro que esta disparidad existirá por siempre, junto a otras en las que deseo que la brecha se reduzca, haciendo que todos aquellos que pertenecen al segmento de mis vecinos asciendan a un nivel mejor.