ESTHER SHABOT

Como aliados cercanísimos, manifiestan la firmeza de los lazos que los unen, a pesar de los desacuerdos en los últimos tiempos.

Es casi un lugar común decir que Estados Unidos e Israel constituyen una fuerte mancuerna, políticamente hablando. Como aliados cercanísimos que son, manifiestan una y otra vez la firmeza de los lazos que los unen, a pesar de los desacuerdos entre ellos, que en los últimos tiempos se han vuelto cada vez más frecuentes. El más reciente desencuentro no ha sido, sin embargo, producto de diferencias en cuanto al tema del conflicto israelí-palestino —como usualmente ha ocurrido—, sino que tiene que ver con el enojo de la Casa Blanca por las reacciones oficiales del gobierno israelí ante la anexión rusa de Crimea.

En este tema crucial para Washington había, al parecer, la expectativa y aun la certeza de que Israel se incluiría automáticamente dentro del bloque de países occidentales que condenarían con firmeza el despojo del que fue objeto Ucrania con la anexión de Crimea por Moscú. Pero las primeras señales de “corto circuito” se hicieron visibles cuando, hace poco más de dos semanas, Israel no se presentó a la reunión de la Asamblea General de la ONU, donde se votó y aprobó una condena a Rusia, lo mismo que el apoyo a la integridad territorial ucraniana. A pesar de que la explicación oficial dada por el ministro de Relaciones Exteriores israelí, Avigdor Lieberman, fue que la inasistencia se debió a la huelga que por aquellos días sostenía el personal del servicio diplomático de su país, el malestar de Washington no disminuyó, en vista de que la declaración del primer ministro israelí, Netanyahu, con respecto a la crisis de Crimea, fue intencionalmente cauta al no condenar a Rusia de manera alguna, mantener un tono de absoluta neutralidad y sólo señalar que esperaba que esta situación fuera resuelta por los medios diplomáticos apropiados.

¿Qué es lo que ha motivado esta disonancia israelí respecto a la postura general de EU y la Unión Europea? La respuesta de altos funcionarios del gobierno de Jerusalén se centra primordialmente en los intereses de seguridad de su país. ¿Por qué? Porque más allá de afectaciones posibles en áreas económicas, se considera que enemistarse con Rusia puede resultar riesgoso, en la medida en que Moscú es un actor central en los temas de las armas químicas sirias y del arsenal nuclear iraní, temas de enorme relevancia para la seguridad de Israel. Por tanto, irritar a Putin no les parece una mejor opción que irritar en esta coyuntura a los estadunidenses y los europeos (incluidos los países de Europa Oriental), con quienes los israelíes suponen que hay muchas vías para solicitar comprensión y restañar heridas. Y los gestos simbólicos, tanto como los ingeniosos malabarismos de la retórica diplomática, son, en estos casos, útiles a fin de reconstruir un cierto equilibrio que saque del apuro. Por lo pronto, Netanyahu, quien habló telefónicamente con Putin el martes pasado, canceló ya una visita a San Petersburgo que tenía programada para junio próximo. Se trataba de un concierto de gala al que el premier israelí estaba invitado para celebrar los lazos culturales entre las dos naciones.

Una conclusión evidente de todo este embrollo es que las alianzas entre naciones, por más firmes e incondicionales que parezcan, siempre pueden dar sorpresas. A fin de cuentas, sigue siendo vigente la afirmación de Perogrullo de que generalmente los países no tienen amigos, sino intereses. Y el caso reseñado lo ilustra con claridad.

Fuente: Excelsior