ENTREVISTA

SAMUEL SCHMIDT PARA ENLACE JUDÍO

Le mencioné a alguien que el gobernador del Banco de México, Agustín Carstens, declaró que el aumento del salario mínimo era inflacionario y su primera reacción fue:
– ¿Qué, los salarios inflados de los altos funcionarios no son inflacionarios? Y después habló muy mal del funcionario, pero aquí no es el espacio para reproducir esas palabras.

En 1975 el salario real alcanzó un alto histórico, y de ahí en adelante no ha dejado de caer. La política ha sido aumentar el salario por debajo de la inflación, con lo cual los tecnócratas sostienen que el salario ha aumentado, pero su capacidad de compra se reduce. Dirán los tecnócratas neoliberales que esa declinación ha sido la que ha permitido contener la inflación.

El mexicano promedio de hoy vive peor que sus abuelos, y de hecho, la cantidad y calidad de la pobreza de la actualidad, no se parece a la de los 70s. No en balde hace unos años un campesino sintetizó este cuadro con una frase genial: Estábamos mejor cuándo estábamos pior.

La concepción política que definió al salario como un factor inflacionario, buscaba lograr la competitividad internacional, entendida como lograr un bajo costo de la mano de obra. No hay duda que muchas de las empresas, especialmente las maquiladoras, llegan buscando una mano de obra barata, pero más bien buscan un elevado nivel técnico, esas empresas sostienen que de hecho pagan salarios superiores al mínimo. Luego entonces, si el que viene buscando mano de obra paga por encima del salario, ¿por qué se le niega ese beneficio al resto de la economía?

El empobrecimiento provocado por el gobierno a partir de esta política de reducción salarial, ha provocado desequilibrios estructurales que será muy difícil revertir: El mercado interno de consumo se ha contraído y esto explica en parte que no se puedan alcanzar tasas elevadas de crecimiento económico; se sufren bajas sensibles en los logros educativos de la sociedad, el mexicano promedio no solamente no tiene las habilidades de lenguaje y matemáticas básicas, sino que es incapaz de leer las leyes y normas que regulan la convivencia y su relación con el poder. Y lo que no es poco, la ausencia de oportunidades expulsa población del país sometiéndolos a políticas que degradan su dignidad.

Lo que enfurece a la gente, es que mientras el salario mínimo sigue congelado, los salarios de los altos funcionarios alcanzan dimensiones que rebasan los pagados en los países del primer mundo, donde hay mucha más riqueza. Aunque la comparación sea odiosa, un magistrado gana el doble de lo que gana el presidente de Estados Unidos, el gobernador del Banco de México, tan preocupado por el golpe inflacionario del salario mínimo, gana 8,321,860 anuales, a 13 pesos por dólar son 640,143, comparado con su contraparte en Estados Unidos, aquel gana 201,700 dólares; Carstens gana la friolera de 118,883 días de salario mínimo. Hagamos la salvedad de que se debe agregar los gastos de representación, chófer, gasolina, auto, teléfono celular y viajes pagados por el mundo.

Los tecnócratas salen al paso de la crítica diciendo que la gente ya no gana el salario mínimo y que en realidad es un punto de referencia para multas y el precio de otros servicios gubernamentales; la realidad, siempre tan terca, los contradice porque hay un millón de asalariados que ganan el salario mínimo, y la tragedia reside en que un empleado de tiempo completo con dos salarios mínimos queda por debajo de la línea de pobreza definida por el gobierno, y esto lo dice la OCDE, que está dirigida por uno de los muchachos de esta tecnocracia voraz.

Lo que está en la mesa de discusión es la concepción neoliberal que pone el énfasis en la reducción del déficit fiscal y el control de la inflación; para reducir el déficit optan por recortar programas sociales, especialmente los subsidios, pero no les causa el menor problema el elevadísimo nivel de remuneración de los altos mandos del Estado que sangra a las finanzas públicas y que se destina de una forma improductiva, porque el consumo de esa élite se realiza fuera del país, mientras que el incremento del salario mínimo elevaría la capacidad de consumo doméstico que dinamizaría el mercado, lo que traería como consecuencia una elevación de la recaudación fiscal que ayudaría a reducir el déficit.

Es evidente que la tecnocracia reproduce el régimen de privilegio y aumenta la desigualdad, no les preocupa el aspecto moral de la cuestión, porque son beneficiarios de las políticas que han articulado.

Elevar el salario mínimo implica reconocer el fracaso de un paquete de políticas que después de treinta años ha mostrado su fracaso, y ese es un hueso muy duro de roer.