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SARA SEFCHOVICH

La semana pasada hablé en este espacio de la desesperanza que siento por nuestro país. Ayotzinapa permitió ver en toda su magnitud y de un solo golpe, la profundidad de la descomposición. Y es que además de los estudiantes desaparecidos —algo en sí mismo terrible—, salieron a la luz realidades brutales como los montones de muertos aventados a fosas clandestinas, el tamaño de la corrupción y criminalidad de nuestros funcionarios y el hecho de que toda la sociedad está enterada tanto de lo uno como de lo otro, pero guarda silencio por temor o complicidad.

Muchos lectores me escribieron. La mayoría compartía mi perspectiva: “Yo no la considero a usted pesimista sino más bien realista”, me escribe uno, “y es que nuestro futuro es totalmente negro e incierto, el Estado no va a responder y a ayudar, vamos a quedar desamparados, no habrá nadie que venga en nuestro auxilio que no sea la población misma. El ‘Iguala’ mexicano no pasará de una declaración a la que se la lleve el viento. Se trata de un Estado irresponsable (al) que le importa un bledo la población. Por este tipo de cosas, yo también soy del ‘Club de Pesimistas’. Lo malo es que la realidad siempre nos da la razón”.

Otro escribe: “Realmente desalentadora su columna de hoy. Desgraciadamente es el sentir de muchos mexicanos entre quienes me cuento. La sensación de impotencia nos embarga, ante la actitud de la clase política que todo lo corrompe, destruye o modifica a su antojo, siempre ante la abulia, tal vez producto de la desesperanza de un pueblo acostumbrado a vivir con el yugo al cuello, ignorante y pasivo, conformista, abrumado y secuestrado por sus líderes y, lo más triste, sin aliento para buscar el cambio”.

Incluso una destacada activista de los derechos humanos dice: “Realmente me siento sin ánimos de volver a asumir batallas y encuentro al país en una situación de ingobernabilidad y descontrol”. Y otro lector llega demasiado lejos: “Algo sucedió en México que ha salido un monstruo de nuestras entrañas, como con los musulmanes de ISIS”.

Un lector de plano me dice: “Por años he seguido sus artículos con cierto gusto, pero éste de plano me dejó no sólo con mal sabor de boca, sino con una despavorida sensación de derrotismo. Por lo que leo, lo único que a usted le resta, si ha de ser congruente con lo que expresa en él, será renunciar a escribir”.

Por supuesto, el que yo deje o no de escribir es lo de menos en términos del problema en que vivimos, pero sin duda, como individuo, me obliga a cuestionarme, como ya lo hice aquí mismo la semana pasada: ¿Vale la pena seguir en nuestros esfuerzos cotidianos?

Esta es mi respuesta al lector: en una novela de Rodrigo Fresán, el escritor que la protagoniza piensa que dejar de escribir es más sencillo que seguir haciéndolo. Y en efecto, lo es. Porque entonces uno no se tiene que plantear nada ni planteárselo a los demás, se encierra en el silencio, lo cual lo alivia en lo personal y también le quita presión a los interpelados en sus textos, que aunque finjan no darse cuenta de las críticas y acusaciones, al menos saben que hay ruido de descontento y de ira a su alrededor.

Yo he decidido no dejar de escribir (como otros no dejarán de pintar, bailar, poner su puesto de fruta en la esquina o sentarse frente a su escritorio) por dos razones: una, porque es lo que hago y detenerme (detenernos todos en lo que hacemos) es imposible, hacerlo es nuestra vida. Otra, porque como dice el escritor brasileño Rubem Fonseca: “El objetivo honrado de un escritor es henchir los corazones de miedo” y eso es algo que sí puedo hacer y es lo que he venido haciendo. Y, por la respuesta de mis lectores, está visto que lo comparto con muchos.

La pregunta es: ¿Sirve de algo?

Según Elliot Aronson, eminente estudioso de la conducta humana, lo que necesitamos es tener miedo, es lo único que hace que las personas actúen.

 

Escritora e investigadora en la UNAM.
[email protected]
www.sarasefchovich.com

 

 

Fuente:eluniversalmas.com.mx