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YUVAL NOAH HARARI

 

El terrorismo sabe que no puede derrotar a sus enemigos por sí solo. Su táctica es sembrar el pánico entre la población con acciones espectaculares y provocar una reacción excesiva que se vuelva contra su adversario.

Así, en la Argelia de los años cincuenta a los franceses no los derrotó el FLN, el Frente de Liberación Nacional, sino su errónea reacción al terrorismo del FLN. Las debacles estadounidenses en Iraq y Afganistán fueron el resultado del mal uso que hicieron los estadounidenses de su inmenso poder, no de que Al Qaeda flexionara sus diminutos músculos.

Los terroristas calculan que, cuando un enemigo airado usa un poder enorme contra ellos, eso generará una tormenta militar y política mucho más violenta que la que podrían crear los propios terroristas. En todas las tormentas ocurren cosas inesperadas. Se producen errores, se cometen atrocidades, la opinión pública vacila, se hacen preguntas, los neutrales cambian de posición y el equilibrio de poder cambia. Los terroristas no pueden prever cuál será el resultado, pero tienen muchas más oportunidades pescando en un río revuelto que cuando las aguas están en calma.

El terrorismo es una estrategia militar muy poco atractiva, porque deja todas las decisiones importantes en manos del enemigo. Como los terroristas no pueden infligir daños materiales graves, todas las opciones que el enemigo tenía antes del ataque terrorista quedan a su disposición y es libre de elegir entre ellas. Por lo general, los ejércitos intentan evitar una situación de ese tipo a cualquier precio. Cuando atacan, no tratan de provocar la respuesta del enemigo, sino más bien reducir su capacidad de contraataque y, en particular, eliminar sus armas y opciones más peligrosas. Por ejemplo, cuando los japoneses atacaron la flota de Estados Unidos en el Pacífico en Pearl Harbor en diciembre de 1941, podían estar seguros de una cosa: cualquiera que fuese la decisión que tomaran los estadounidenses, no podrían enviar una flota al sureste de Asia en 1942.

Provocar la acción del enemigo sin eliminar ninguna de sus armas u opciones es un acto de desesperación al que solo se recurre cuando no existe otra manera. Si causar daños materiales está al alcance, nadie abandona esa posibilidad a cambio del mero terrorismo. Habría sido una locura que, en diciembre de 1941, los japoneses hubieran lanzado un torpedo contra un barco de pasajeros para provocar a Estados Unidos y hubieran dejado la flota del Pacífico intacta en Pearl Harbor.

Quien recurre al terrorismo lo hace porque sabe que no puede entablar una guerra y opta por producir un espectáculo teatral. Los terroristas no piensan como generales del ejército sino como productores teatrales. La memoria pública de los ataques del 11-S es una prueba de ello: si le preguntas a la gente qué ocurrió el 11 de septiembre de 2001, probablemente responda que Al Qaeda destruyó las torres gemelas del World Trade Center. Pero el atentado no solo fue contra las torres, sino que incluyó otras dos acciones, en particular un ataque exitoso al Pentágono. ¿Por qué es algo que pocas personas señalan? Si la operación del 11-S hubiera sido una campaña militar convencional, el ataque al Pentágono habría llamado más la atención. En este ataque, Al Qaeda logró destruir parte del cuartel general del enemigo, y mató e hirió a comandantes y estrategas importantes. ¿Por qué la memoria pública considera más relevante la destrucción de dos edificios civiles, y el asesinato de contadores y agentes de bolsa?

Esto se debe a que el Pentágono es un edificio relativamente plano y modesto, mientras que el World Trade Center era un tótem alto y fálico cuyo desmoronamiento creó un inmenso efecto audiovisual. Nadie que haya visto las imágenes de su colapso las olvidará. Entendemos intuitivamente que el terrorismo es teatro, y por tanto lo juzgamos por su impacto emocional en vez de material. En retrospectiva, es probable que Osama bin Laden hubiera preferido estrellar el avión que alcanzó el Pentágono contra un objetivo más pintoresco, como la Estatua de la Libertad. Es cierto que poca gente habría muerto y que no se habrían destruido activos militares, pero habría sido un gesto teatral extraordinariamente poderoso.

Como los terroristas, los que combaten el terrorismo deberían pensar más como productores teatrales y menos como generales del ejército. Si queremos luchar contra el terrorismo de manera efectiva debemos darnos cuenta de que nada de lo que hacen los terroristas nos derrota. Somos los únicos que podemos derrotarnos a nosotros mismos, si reaccionamos de modo excesivo y erróneo a las provocaciones terroristas.

Los terroristas afrontan una misión imposible: cambiar el equilibrio de poder político cuando apenas tienen capacidad militar. Para alcanzar ese objetivo, presentan al Estado un desafío imposible: demostrar que puede proteger a todos sus ciudadanos de la violencia política, en cualquier lugar y en cualquier momento. Los terroristas esperan que, cuando el Estado intente realizar esa misión imposible, baraje las cartas políticas y les entregue un as inesperado.

 

 

Fuente:letraslibres.com