Un desgarrador informe de Naciones Unidas critica la “política de tierra quemada” del Gobierno de Sudán del Sur.

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ALBERTO ROJAS

La primera víctima de la mayoría de las guerras es la verdad. En Sudán del Sur, es la indiferencia. Desde 2013 este conflicto avanza casi en silencio para el mundo, mientras que en su interior se cometen incontables atrocidades con total impunidad. Se conocen con goteo y sin documentación fiable, debido a su subdesarrollo endémico y la dificultad para acceder a determinadas áreas sitiadas. Pero cuando la información emerge al fin, es criminalmente reveladora. Y tiene un nombre: “Limpieza étnica”.

Las mujeres del este del Congo llevan décadas sufriendo la violación como arma de guerra. En el norte de Nigeria Boko Haram usa la violación religiosa como fábrica de nuevos yihadistas. Ahora, Naciones Unidas ha documentado con detalle otra versión de este crimen: la violación como salario en Sudán del Sur. Son más de 1,300 violaciones de mujeres y niñas en el disputado estado de Unity, que chapotea sobre enormes bolsas de petróleo. Los autores de estos crímenes son milicianos enrolados no sólo con los rebeldes, sino con el propio gobierno de Sudán del Sur.

La guerra civil en el país más joven del mundo (nacido en 2011 de la independencia con su vecino del norte) está provocando un inmenso catálogo de ataques contra una población civil que ya arrastraba un enorme subdesarrollo de comenzar el conflicto. Desde la quema de personas vivas, incluyendo niños, asaltos sexuales en grupo,canibalismo tribal o el uso de contenedores metálicos para asfixiar a los prisioneros y matanzas masivas en los conocidos como campos de la muerte de Sudán del Sur, lugares llenos de cráneos y esqueletos, en mitad de ninguna parte, rodeados de buitres y hienas, a imagen y semejanza de los usados por los Jemeres Rojos. Uno de ellos fue localizado por The New York Times cerca de la aldea de Leer, un bastión de los rebeldes.

¿La magnitud? Nadie la sabe. No hay una contabilidad fiable de los muertos. En los primeros meses de 2013, Naciones Unidas habló de 1,000 muertos. Después, el International Crisis Group lo elevó a 50,000. Ahora, este nuevo informe habla de “cientos de miles”, aunque sigue sin dar una cifra aproximada. Para hacerse una idea de la catástrofe en un país de 12 millones de habitantes, en Siria han muerto más de 366,000 personas según el Observatorio Sirio de Derechos Huamnos. Pero no hay nadie que cuente a los fallecidos en Sudán del Sur. No es casual: en las zonas en guerra han muerto 30 trabajadores humanitarios, mientras que varias organizaciones han tenido que evacuar sus hospitales por ataques contra los médicos y los pacientes.

 El estado ha dejado de existir en gran parte del país, salvo para las ejecuciones. No existe un ministerio de Sanidad, de Educación o de Industria, pero los grupos armados se mueven con facilidad en un terreno sin infraestructuras básicas. En Sudán del Sur sólo hay unos 50 kilómetros de carretera asfaltada.

Más de 2,3 millones de personas ha huido de sus hogares, aunque no hay sitios seguros donde esconderse. El campo de desplazados de Malakal, con 45.000 almas malviviendo en su interior, y protegido por un grupo de cascos azules, fue asaltado y quemado hace dos semanas por unos 50 soldados del ejército de Sudán del Sur, que entraron corriendo y a tiros por la conocida como “Avenida de la Miseria”, el pequeño mercado del campo, donde se vende nada y se compra aún menos.

No son las balas, en cualquier caso, los principales objetos de muerte. En Sudán del Sur se mata a la gente con el hambre desde los años 90. Cuatro de sus 12 millones de personas sufrirán malnutrición, según el Programa Mundial de Alimentos, que está lanzando sacos de comida en las zonas a las que es imposible acceder por carretera.

No hay nada sagrado en Sudán del Sur, salvo los rebaños de vacas, el bien más preciado de los pastores Nuer y Dinka, las etnias mayoritarias y rivales en disputa. La guerra es entre ellos y sus dos líderes, el presidente Salva Kiir y su vicepresidente Riek Machar, políticos y señores de la guerra.

El panorama recuerda al terrorífico conflicto del vecino Darfur, donde milicias enviadas por el gobierno de Sudán, como los janjaweed, arrasaban aldeas rebeldes con la firme intención de vaciar enormes áreas de terreno y dejar morir de hambre a los que huían, el arma de destrucción masiva más usada en estos conflictos.

 

Fuente:elmundo.es