M. ZAHER SAHLOUL

Una zona de exclusión de bombardeos podría evitar mayor catástrofe civil.

“Digan su oración final,” susurró el conductor de la camioneta médica mientras ingresábamos a Alepo, Siria, a fines de junio. El hedor a muerte llenaba el aire espeso mientras corríamos sobre una ruta accidentada para llegar al hospital subterráneo, llamado M10, antes que oscureciera. Era mi quinta misión a esta ciudad antigua, acompañado por otros dos doctores de Chicago. Sabíamos que habían sido atacados hospitales por el régimen sirio y aviones rusos, y esperábamos mostrar solidaridad con los valientes doctores y enfermeras.

M10, donde trabajé y dormí, es el mismo hospital que trató a Omran Daqneesh, el niño de 5 años de edad cuya imagen se hizo viral después de su rescate. El hospital mismo ha sido bombardeado más de una docena de veces, me dijeron. El piso se estremecía con frecuencia por las explosiones en las cercanías.

Médicos para los Derechos Humanos informa 373 ataques contra 265 instalaciones médicas en Siria entre marzo del 2011 y mayo pasado, y 750 muertos del personal médico. La mayoría de los doctores de Alepo han partido. En la parte oriental sitiada de la ciudad, apenas permanecieron unos 35.

La unidad de terapia intensiva estaba llena de víctimas de bombas barril baratas y fabricadas localmente. Cada barril es llenado por media tonelada de explosivos y objetos metálicos afilados. Pero los pacientes a los que vi no eran terroristas. Cuidé a Ahmad Hijazi de 5 años de edad, herido por esquirlas que cortaron su médula espinal y penetraron un pulmón. Él estaba respirando mal, lo tuve intubado y colocado en soporte vital. El cirujano dijo que debía ser evacuado a Turquía, pero el camino era muy peligroso.

Miles de civiles han muerto en Alepo desde que comenzó la crisis. En Chicago ellos apenas llegaron a las noticias. Pero son también víctimas inocentes del terrorismo, como las de Niza, Orlando y San Bernardino. Los pacientes y doctores con los que me reuní hablaban de familiares que habían sido torturados, asesinados, mutilados—o que habían huido.

Una semana después de que milagrosamente dejamos la ciudad, el régimen sirio cortó la última ruta a Alepo. Nadie pudo ingresar o salir por semanas. Hubo escasez crucial de alimento, agua, leche para bebés, combustible, medicina—incluso productos sanguíneos después que el régimen bombardeó el banco de sangre.

Luego de cada misión, informo a mi senador estadounidense. Le muestro fotos de los niños que traté y le ruego que haga algo para proteger a los civiles. Estados Unidos podría imponer una zona de exclusión de bombardeos, como hizo en Sarajevo. Eso podría evitar el desastre en ciernes sobre cientos de miles de personas sitiadas. “En Alepo,” advirtió el lunes el principal humanitario de las Naciones Unidas, “corremos el riesgo de ver una catástrofe humanitaria sin paralelo en los más de cinco años de derramamiento de sangre y carnicería en el conflicto sirio.”

Mientras nos despedíamos de la ciudad, mi colega, un pediatra retirado de Chicago, dijo a los doctores que él había venido para dar testimonio.

“Quiero hacerles saber que ustedes les importan a los doctores estadounidenses”, dijo con lágrimas en sus ojos. “Tal vez no podamos cambiar la política de nuestro gobierno, pero podemos extender una mano de ayuda.”

La semana pasada la clínica donde él había trabajado fue atacada por un misil y convertida en escombros. Ahmad, el niño pequeño con apoyo vital, no fue tan afortunado como Omran. Su corazón delicado dejó de latir un día después que yo partí. Muerto a los 5 años de edad. Él, como muchos otros, pudo haber sido salvado si la ruta a Alepo hubiese estado abierta.

 

 

El Dr. Sahloul, especialista en cuidados intensivos, es voluntario en la Sociedad Médica Sirio-Estadounidense.

 

Fuente: The Wall Street Journal
Traducido por Marcela Lubczanski para Enlace Judío México