RAÚL TORTOLERO PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

En Occidente tenemos la consciencia anestesiada e insensible. Las decenas de noticias relacionadas con crímenes terroristas, llámense atentados suicidas, artefactos explosivos, disparos contra ciudadanos, decapitaciones, no nos movilizan a hacer algo concreto. Vemos todo esto en las imágenes de los noticiarios, pero no movemos un dedo, a menos que la violencia haya alcanzado a alguien cercano a nosotros. No parece que estemos haciendo mucho como sociedad para prevenir y combatir estos embates de los grupos delictivos que enarbolan alguna ideología extremista. Y no todo es un asunto que deba ser enfocado sólo desde la óptica de la seguridad.

Conocí en México a una familia que provenía del lejano oriente, hace unos 15 años. El padre de familia trabajaba y era un hombre honesto y amable. Su esposa, sin embargo, no había sido escogida por él, sino por sus padres. Su hijo estaba en el kinder. Mientras él era un tipo confiable y respetuoso, y hablaba ya español, y se integraba cada vez mejor a la sociedad mexicana, su esposa no hacía el menor intento de aprender español, no contaba con estudios, y tampoco le interesaba relacionarse con nadie en nuestro país.

La señora lloraba con las telenovelas mexicanas aún sin entender una palabra de lo que en ellas se decía; alimentaba a su hijo casi con puros dulces y chatarra, y no parecía tampoco que le preocupara mucho su educación. Todo esto era producto de la ignorancia y de la ausencia de educación… Pronto ese matrimonio terminó y ella se regresó a su país, llevándose a su hijo.

Me comentaron otros vecinos que ella deseaba que su hijo de grande se convirtiera en un “mártir”, lo que debe ser entendido como un deseo de que su hijo cometiera un acto violento en contra de otras personas, muriendo como resultado de su accionar. Eso, supuestamente, le haría sentir orgullo por él. Para un occidental con estudios esto es por supuesto inaceptable y resultado de la ignorancia.

Las víctimas de actos terroristas no sólo son los muchos que mueren como consecuencia de la violencia, sino por supuesto, sus deudos, familiares y seres queridos. Pero no sólo eso, sino en realidad, es víctima todo aquel que conoce del acto terrorista, que lo presencia, que lo tuvo cerca, aún cuando su vida no haya corrido peligro directo.

Incluso es víctima el que conoce de estos hechos violentos a través de los medios de comunicación, que ve las imágenes de destrucción, a veces de escuelas con niños, de periodistas, de civiles desarmados e inocentes en cafeterías, en mercados, en transporte público. Todo esto deja una huella en las emociones.

Y aunque pareciera extraño decirlo, no es nuevo: las primeras víctimas del terrorismo son los propios terroristas. Muchos de ellos, niños o jóvenes que fueron secuestrados, arrancados a sus padres o familiares, y que fueron expuestos a severos “adoctrinamientos” en los que les inculcaron conceptos totalmente sociópatas. Fueron transvalorados sus valores. Fueron pervertidos sus principios religiosos, si los tenían, sus principios sociales, familiares, de sana convivencia, de armonía social.

Todo en un terrorista consumado -enviado a cometer un atentado-, ha tenido que ser derruido durante un cierto periodo de tiempo. Es obvio que nadie en su sano juicio pueda imaginar siquiera en explotarse con una bomba para asesinar inocentes, sin importar la justeza de la causa que los motiva.

Los valores verdaderos, religiosos y civiles, como el respeto a los demás; la libertad, la igualdad, la solidaridad, el apoyo, el amor, el perdón, la honestidad, la justicia, tienen que haber sido totalmente destruidos para que alguien pueda ser capaz de atentar contra la vida y la dignidad de otros seres humanos, y contra la suya propia, como lo hace un terrorista.

¿Quién se convierte en terrorista? La inmensa mayoría son jóvenes de emociones inestables, con graves problemas con su familia, familias disfuncionales en gran cantidad de casos, jóvenes que no están bien enfocados en el estudio, o más tarde, en el trabajo, y ambas actividades no están siendo vistas como un servicio a la comunidad, como una aportación individual o familiar a la sociedad, léase familia, vecinos, amigos, gente cercana.

El aprendiz de terrorista –y hay muchas historias que así lo confirman- posee un perfil antisocial, lejano a las necesidades de otros, aún a veces de los más cercanos. Siente un rechazo por parte de sus familiares, de sus padres y hermanos, de sus compañeros de escuela o trabajo, y tiene problemas con su pareja, si es que tiene una.

Sólo un perfil psicológico que al paso de los años ha ido siendo erosionado por la falta de valores, por la falta de apoyos, de amor, de protección, de educación, y que por lo mismo ha ido incubando un profundo sentimiento de venganza, un resentimiento, puede ser presa de las garras de alguna agrupación terrorista.

Porque ¿qué puede tener de atractivo inmolarse asesinando familias, o gente inocente? Es, por supuesto, una manipulación que opera un grupo terrorista en la mente de su nuevo prosélito, para canalizar su odio social latente, y alimenta su sentido de venganza, revistiéndolo de un aura supuestamente gloriosa, y que lo llevará, incluso, a un presunto “paraíso” celestial, según ciertas lecturas cuestionables de los libros sagrados de algunas religiones.

Lo que tiene de atractivo es que al adolescente o joven que ya ha sido largamente herido y despreciado desde su familia, desde su ámbito social cercano, en su entorno escolar o laboral, siente que al asesinar a otros, se venga de todo lo que “la sociedad” le ha hecho, pero no reconoce que lo haga por esa razón, sino que ahora lo hace por una “causa”, la causa que enarbole el grupo terrorista que lo haya devorado.

En todo esto juega, por supuesto, un papel muy predominante una aberrante interpretación religiosa, ya que ninguna religión que aspire a serlo, y a perdurar, podría sugerir que haya que destruir a gente inocente para alcanzar algún fin, y mucho menos el paraíso.

La psicología de un terrorista ha sido profusamente estudiada por expertos de diferentes ramas de estudio de la conducta humana. Y si hay algo que hay que entender, es que lo que genera a un terrorista es el mismo caldo de cultivo que el de un criminal común y corriente. Es tan criminal un terrorista que dice “defender una causa”, por sagrada que a él le parezca que sea, como un narcotraficante, un homicida o un secuestrador, que sólo opera por dinero. No nos engañemos, unos y otros son seres profundamente destruidos, muy alejados de los valores que, en cambio, nos unen, nos hacen ser parte de una comunidad a la que aspiramos a servir con nuestro trabajo, con nuestras acciones, y a la que debemos proteger.

Conocedores de este contexto, hay que entender que el terrorismo, en cualquiera de las muchas vertientes en que se expresa, no debe sólo ser combatido en términos de seguridad, sino también, en términos de educación en valores, poniendo como eje principal la familia y la comunidad, a las que nos debemos.

Pero no sólo se trata de una educación formal y escolar, sino de una actitud social de inclusión de todas sus diferencias, y de inculcar el aprecio por la civilización y los valores democráticos que vivimos y que la caracterizan. A las nuevas generaciones ya les quedan muy lejos los movimientos sociales, las luchas, que han librado los países de Occidente para conquistar la libertad de reunión, de expresión, de manifestación; el derecho a elegir a nuestros gobernantes o a revocarles el mandato; el derecho a la educación, a la salud, al respeto, a la tolerancia.

Sin duda, las primeras víctimas del terrorismo son los propios terroristas que son embaucados, que son reclutados mediante mentiras y manipulaciones ideológicas y religiosas, ya que ofrendan su vida por nada, por una causa a todas luces injusta e inviable, sin futuro, y sumergen a sus familias en un profundo sentimiento de culpabilidad y vergüenza; porque nadie dentro de una sociedad puede vanagloriarse de que valga asesinar inocentes desarmados, incluyendo niños o enfermos hospitalizados.

Por lo tanto, la educación ha de transformar esos pensamientos de aquellos que suponen que es mejor tener un hijo “mártir”, que uno con estudios, apreciado por la comunidad, integrado, valioso, respetuoso, ciudadano ejemplar. Y esta educación de la que hablo la debemos profesar todos, en todo lugar, y no sólo en las escuelas. No tiene valor destruir gente inocente y ninguna causa justifica la barbarie. En cambio, el camino de la comunidad, de la educación, de los valores, enriquece nuestro mundo y nuestras vidas. Podemos entonces, ayudar a construir un mundo mejor, desde nuestras vidas cotidianas. Eduquemos, participemos.