ILAN EICHNER W.

Estando cada vez más cerca de la culminación de la segunda década del siglo veintiuno, parece que será cada vez más complejo establecer tendencias –o en todo caso fijar cualquier clase de parámetro–, para lograr de alguna forma avistar lo que podría ser la situación geopolítica global a corto plazo. Claro ejemplo de lo anterior es el histórico e inhóspito triunfo del magnate Donald Trump en la contienda presidencial de los Estados Unidos de América, está de sobra hacer algún comentario sobre el poderío multifacético de tal Nación. Ha lugar cuestionarse: ¿No parecía que los discursos de odio y el racismo habían quedado superados en los Estados Unidos? ¿Fue demasiado atrevido para los norteamericanos poner a una mujer en la casa blanca? ¿Dónde ha quedado la presunta integración multicultural a la que parecía apuntar el sueño americano?

Ante lo anterior, existen una serie de respuestas variadas, mismas que destapan una exploración sociológica profunda, que admite una importante cantidad de vertientes ideológicas, sin embargo, debe puntualizarse un común denominador que comparten la mayoría de los análisis al respecto: cada vez más, lo políticamente correcto queda amarrado al discurso político y alejado de la acción concreta. El siglo veintiuno se mofa del intento de preservar una línea “políticamente correcta”, si tal cosa existe, en la geopolítica mundial. En contradicción a la tesis postulada inicialmente –en la ironía de hacer una predicción–, todo apunta a que la bruta idea de lo políticamente correcto será desplazada por una serie de acciones controversiales, que cada vez más son aceptadas en lo privado y en algunos casos extrañamente–, en paralelo, condenadas en lo público, como dilucida el caso del presidente electo Trump.

Es en el espíritu de lo anterior que debe estudiarse la promesa de la nueva administración estadounidense de trasladar la embajada de los Estados Unidos de América en Israel a su eterna e indivisible capital: Jerusalén. El mundo aguarda expectante y Trump parece estar preparado para una vez más sorprender al público llevando a cabo un acto por demás controversial pero que de una vez por todas reconocería la soberanía israelí sobre su capital en el panorama internacional, sentando un precedente sumamente significativo en el rumbo que ha de tomar el conflicto palestino-israelí en los próximos años, tal vez, aportando a la construcción de una solución definitiva.

Respecto de aquello, John Kerry, el secretario de Estado de los Estados Unidos de América en funciones, en entrevista con CBS el viernes pasado, declaró que de llevarse a cabo el traslado de la sede de la embajada se “desataría una explosión, una absoluta explosión en la región, no sólo en Cisjordania y quizá en Israel mismo, sino en toda la región”. Dejando aquello de lado, y considerando el legado de fracasos que deja la administración Obama en términos de su política exterior, en especial en temas de Medio Oriente, (i.e.: el desastroso pacto nuclear con la República Islámica de Irán, la notoria falta de los altos funcionarios estadounidenses en la comparecencia de Netanyahu ante las Naciones Unidas, el desarrollo de la crisis humanitaria y el conflicto armado en Siria y la falta de la prometida acción estadounidense tras el cruce de ciertas “líneas rojas”, el apoyo de Estados Unidos a las descabelladas resoluciones de las Naciones Unidas que buscan deslegitimar al Estado de Israel, etcétera) debe ponerse en tela de juicio el valor del consejo del secretario Kerry e incluso del mismo Obama. Claramente Trump y su equipo optan por la acción concreta y deseada –aprobada en lo privado–, mientras que Obama y sus secuaces aconsejan nuevamente lo políticamente correcto, lo que puede decirse y hacerse ante la comunidad internacional, nada muy arriesgado.

La realidad del asunto es que quizá a lo largo de la historia ha sido sumamente difícil para la diplomacia estadounidense, sujeta a las directrices de la casa blanca, consolidar en todos los aspectos su renombrada alianza con el Estado Judío, situación en la que seguramente ha tenido un peso importante la tendencia descrita ante lo geopolíticamente controversial. ¿Será que el presidente electo tendrá las agallas de reconocer de una vez por todas la inevitable realidad de que Jerusalén es y por siempre será la capital indivisible de Israel? Todo apunta a que así será, mas aún tras la omisión respecto del exhorto que Mahmoud Abbas hizo llegar a Trump de abstenerse de llevar a cabo el movimiento de la embajada. Aunado a la declaración de Netanyahu de que se trataría de una “estupenda” decisión.

La discusión respecto de la soberanía de Jerusalén no debería tener cabida frente al hecho de que tal ciudad es la capital consolidada de un próspero, democrático y desarrollado Estado de Israel. Quitándose las ataduras de la antigua diplomacia “políticamente correcta” es lo más congruente, lo más justo y, extrañamente, lo más vanguardista llevar a cabo el movimiento en aras de construir una paz duradera. Es momento de que la comunidad internacional reconozca de una vez por todas la soberanía que al Estado de Israel corresponde, tal vez, siendo el catalizador de aquella directriz el atrevido movimiento de Trump.