DANIEL GERSHENSON

Son escasos los verdaderos héroes ciudadanos. En tiempos complicados se cuentan con los dedos de la mano. Es una tragedia olvidar sus inmensos aportes.

¿Cómo esquivar los tentáculos del Mahahemoth trumpiano?

Los de ahora son tiempos aciagos, que requieren dosis extremas de participación social y grandes exigencias.

Como en anteriores oportunidades, los premios Óscar ofrecen una ventana posible -en la diversidad creadora y propositiva- que se traducen en rutas de escape al monolito trumpesco que busca imponer la Verdad Única e Inobjetable del Kukuxklanismo (encarnada en selectos e importantes operadores de la Casa Blanca: Steve Bannon o Jeff Sessions, por ejemplo), caminos que deberán plantear salidas al desastre de consecuencias imprevisibles.

En la categoría de cortometrajes destaca el trabajo dirigido por Kahane Cooperman, una exproductora del Daily Show, programa cómico-político que tuvo en Jon Stewart a uno de los críticos más certeros y mordaces de la era Bush Jr. Ahora y ya con Donald J. Trump a la cabeza de la intentona neofascista -desde el mismísimo centro de poder político en Washington, Distrito de Columbia- el filme Joe’s Violin, estrenado en 2016 vía el Festival Tribeca de Nueva York, es un alegato a favor de la memoria y solidaridad que se despliega en 24 minutos magistrales, conmovedores y sin desperdicio.

La historia aborda el periplo vital de dos personajes, y el instrumento musical que los une. Joseph Feingold es arquitecto norteamericano en retiro, nacido en Polonia en 1923 que sobrevivió los embates de la Segunda Guerra Mundial; que fue enviado por el gobierno de Stalin a Siberia a los diecisiete años con su padre (su mamá y un hermano menor murieron en el campo de exterminio de Treblinka, y otro hermano sobrevivió como Joseph, pero en el campo de concentración y exterminio de Auschwitz); que fue repatriado a su país natal seis años más tarde, en 1946, donde tuvo que huir hacia un campo de personas desplazadas cerca de Frankfurt tras el pogromo en Kielce, perpetrado por polacos contra la población judía que buscaba sentar raíces en su patria, sin éxito, tras el final de la guerra; que compró un violín a cambio de una caja de cigarrillos, y que terminó donándolo –gracias a un programa de promoción del uso y disfrute de instrumentos musicales en escuelas públicas, con fondos reducidos, de la Unión Americana- a un colegio de niñas en una de las comunidades más empobrecidas de los Estados Unidos, en el borough o condado de Bronx.

El relato paralelo pertenece a la alumna Brianna Pérez, hija de migrantes dominicanos; al Instituto para el Aprendizaje Global para Niñas, en la ciudad de Nueva York, elegida para hacer uso del violín epónimo durante su estadía en ese plantel, y dotada de una madurez y sensibilidad apabullantes. A La Canción de Solveig del compositor noruego Edvard Grieg (1843-1907), tomada de la música incidental de Peer Gynt (obra teatral de Henrik Ibsen nacido en 1828 y muerto en 1906), transcrita para violín, cuya letra fue enviada a Feingold por su madre cuando éste se encontraba internado en Siberia, y que la niña interpreta para Feingold más de siete décadas más tarde, en una secuencia imborrable.

Ensalza el filme la difícil experiencia migrante, y la intrínseca grandeza de espíritu de personajes como Joe, Brianna y Kokoe Tanaka-Suwan, educadora y violinista profesional; la directora musical de institución, y maestra de la dominicana.

 

 

Fuente:animalpolitico.com