FRANCISCO PASCUAL

El nazismo dio uno de sus mayores golpes propagandísticos en 1941 al lograr que el campeón del mundo ruso compitiera bajo su bandera.

Alexander Alekhine era aún campeón del mundo en los días en que Stefan Zweig se asomaba al suicidio en su exilio brasileño. El autor judío intentaba vadear la depresión jugando sobre 64 escaques con su esposa Lotta. Poco antes de quitarse la vida junto a ella, desesperados ambos por el avance de Hitler, escribió Novela de Ajedrez. Es la historia del Señor B., un vienés tal que él, que narra durante su exilio a Buenos Aires cómo la Gestapo le torturaba mediante el confinamiento a la más estricta incomunicación: “Se trataba del aislamiento más refinado que pueda imaginarse. No nos hacían nada, se limitaban a situarnos en el vacío más absoluto, y es bien sabido que nada puede oprimir más el corazón de un hombre que la nada”.

El Señor B. logra robar a sus carceleros un libro con 150 partidas que repite de manera incesante hasta terminar jugando contra sí mismo, en la antesala de la esquizofrenia. “Alekhin, Lasker, Bogollubov, Tartakover, se convirtieron en amables pobladores de mi soledad”, relata Zweig en boca del Señor B. “Allekhin”, Alekhine o Ajiolin, como se le conoce hoy, está aún considerado como uno de los mayores talentos de la historia y, también, uno de los más miserables. Es llamativo que Zweig lo ensalce en su novela tardía cuando fue el elegido por el nazismo para denigrar a los judíos. Igual no lo sabía porque, si existe un antagonista de su Señor B. -y de él mismo-, ése es el ruso.

Alekhine fue inmensamente popular en España. Hijo de un aristócrata, recibió del zar Nicolás II su primer trofeo y huyó de la Unión Soviética tras salvarse de milagro del pelotón de fusilamiento. Colaboró con los nazis en Alemania y Francia y, cuando la contienda se torció para Hitler, consumió sus últimos días vagando por las dictaduras franquista y salazarista. O más bien bebiéndoselas, porque su dipsomanía era tan conocida como su virtuosismo.

En 1944 un mallorquín de 12 años llamado Arturo Pomar le hizo tablas durante una exhibición en Gijón. El régimen adoptó al balear como ejemplo de la potencia intelectual de la raza hispánica. Lo convirtió en el tercer niño prodigio junto a Marisol y Joselito, y lo abandonó poco después, pese a que demostró que su talento no era pasajero al lograr unas tablas tremendas ante Bobby Fischer en 1962.

 

Pero esta es otra historia. La de hoy es la que novela el autor italiano Paolo Maurensig en “Teoría de las sombras” (Ediciones Gatopardo, 2017). La del Alekhine repudiado, insomne, ulceroso, esquizofrénico y recluido en un hotel portugués. La de un campeón reducido a escombros físicos y éticos, que de ser paseado a hombros por Buenos Aires tras derrotar al invencible Capablanca pasó a ser vetado en todos los grandes torneos.

Maurensig investiga en su obra si Stalin ordenó a sus servicios secretos asesinar a su compatriota en el Hotel do Parque de Estoril en 1946 para dejar el camino despejado en su lucha por el mundial a Mijaíl Botvinnik, patriarca del ajedrez soviético. Pero la trama se convierte en un mcguffin para explorar los confines del aislamiento, la culpa y el antisemitismo.

Cinco años antes, en 1941, cuando el ajedrez era tan popular como el fútbol, Alekhine había proporcionado al nazismo una de sus mayores victorias propagandísticas al competir bajo la bandera de la esvástica. El campeón ruso, que había ganado el título en 1927 y que se negaba a darle la revancha a Capablanca por miedo, se convirtió así en estandarte de la supremacía intelectual germana.

Maurensig duda de las motivaciones de Alekhine: “Era muy individualista, un monomaníaco del juego y un gran oportunista. Por todo ello, es difícil de creer que hubiese podido casarse realmente con una ideología, a no ser que eso le resultase lo más cómodo”.Su búsqueda de ese confort le llevó, en lo sentimental, a casarse cinco veces con la fortuna de su pretendida como criterio básico, y en lo político, a introducirse en el círculo de Hans Frank, gobernador de Hitler en la Polonia del exterminio hebreo. Escribió varios ensayos antisemitas, entre ellos El ajedrez ario y el ajedrez judío. Con su habitual desapego a los escrúpulos, renegó de su autoría tras la guerra, pero el hallazgo de los originales de su puño y letra no deja lugar a dudas.

Fuese por convicción o por oportunismo, la personalidad de Alekhine fue perfecta para enfrentarla a la de los pujantes campeones hebreos. Era una figura aristocrática y artística. Frente a ella se situaban la de Wilhelm Steinitz, padre de la escuela científica; la de Emanuel Lasker, campeón mundial en 1894 y 1921 e hijo de un cantor de una sinagoga, o la de Aron Nimzowitsch, autor de Mi Sistema e impulsor de la escuela hipermoderna. Para ellos, el ajedrez poseía una lógica inherente que la despojaba de parte de su creatividad. Steinitz y sus seguidores habían superado a la escuela romántica de ataque y combinación imponiendo un juego posicional y lento. Hasta que llegó él.

“El concepto judío de ajedrez se puede reducir a dos principios fundamentales”, afirma el personaje de Alekhine en la novela, “(…) la ganancia de material a toda costa y un oportunismo extremo que, proponiéndose evitar cualquier posible situación de peligro, llega a formular la idea, si es que se puede llamar así, de la defensa por la defensa”. La aversión al riesgo de los teóricos hebreos erradicaba el arte del tablero. El ruso abrazó el romanticismo -una de las bases míticas del nazismo- como contraposición al catenaccio judío.

Maurensig considera que Alekhine conocía “perfectamente la extraordinaria aportación de los jugadores judíos a la teoría del ajedrez” y que sentía “una profunda admiración por alguno de ellos, como Lasker”, por lo que “los últimos artículos que escribió sobre él le fueron impuestos a la fuerza por el régimen”. Esos artículos a los que se refiere el italiano están recogidos en La partida inmortal, una historia de ajedrez (Turner Noema, 2006), de David Shenk, y ésta es una de sus citas: “¿Podemos albergar la esperanza de que tras la muerte de Lasker, segundo y probablemente último campeón del mundo de ascendencia judía, el ajedrez ario encontrará su camino, tras haber estado desorientado por la perniciosa influencia del pensamiento defensivo judío?”. Shenk recuerda que al antisemitismo palmario del artículo se añade la crueldad de que la hermana de Lasker murió asesinada en un campo de concentración.

De la lectura de Teoría de las sombras no se desprende una redención del personaje, aunque sí cierta conmiseración. “No intento rehabilitar su figura, sino presentarlo sencillamente bajo un enfoque más favorable, el de un hombre en declive, abandonado por todos y acusado injustamente. Por otra parte, su figura pertenece al romanticismo, porque es la de un genio desordenado, una personalidad fascinante en las páginas de una novela, pero muy poco edificante en la vida real”, zanja el italiano.

Oficialmente, Alekhine se atragantó con un trozo de carne (una de sus leyendas negras es que comía con las manos para no levantar la vista del tablero) días después de que se anunciase que jugaría contra Botvínnik. Investigaciones posteriores apuntan a que fue apuñalado. Nada de esto se sabrá. Lo que se conoce es que Alekhine murió abatido en el exilio, como Zweig y su Señor B., aunque su caso se parezca más al de Bobby Fischer, el último gran campeón antisemita. Pero la suya también es otra historia.

 

Fuente:elmundo.es