GABRIEL ALBIAC

Blaise Pascal describía, en el siglo XVII, la ilusoria estrategia de los humanos como un correr “precipitadamente hacia el abismo, una vez que hemos puesto ante él algo que nos impida verlo”. La Francia de esta víspera electoral es un calco exactísimo de su intuición. En el instante preciso en el que el velo ha sido desgarrado y el vacío se abre.

Hace seis meses sólo, en el inicio del otoño pasado, cuando Emmanuel Macron acababa de fundar su movimiento En Marche, las presidenciales se anunciaban como anodinas. Una rutina automática y tediosa. Ni siquiera sería justo decir que entonces se juzgaba previsible el resultado. No, no previsible: previsto, hecho, sellado. Los cinco años de François Hollande hacían inviable la continuidad socialista. No hay precedente cercano de una gestión tan desastrosa. Su primer año puso a Francia en la frontera de la bancarrota. Si logró salvarla, fue sacrificando el programa con el que fue elegido. Colocando al frente del gobierno a un primer ministro, Manuel Valls, lo bastante duro como para afrontar la guerra que el ala izquierda del partido iba a desencadenar contra su propio gobierno. Y ofreciendo el ministerio de economía a un joven liberal, brillante y políticamente inexperto: Emmanuel Macron.

Valls y Macron salvaron lo que parecía insalvable. A un precio: el estallido del partido socialista. Y, una vez que Macron, ya fuera del gobierno, formó su organización propia y Valls se creyó lo bastante fuerte para optar a la jefatura del PS, Hollande hizo pública su renuncia a ser reelegido. Era una confesión de derrota: nunca en la Vª República, ha renunciado un presidente tras su primera legislatura. Pero era también una derrota bien medida: Hollande dejaba dos herederos sólidos. Uno dentro del partido: Valls. Otro, Macron, como red de seguridad para el caso de que, en las guerras internas socialistas, Valls fuera derrotado.

En la jugada de Hollande, no es verosímil que se plantease siquiera la hipótesis de ganar estas elecciones de 2017. La izquierda francesa estaba obligada a pagar su fracaso y a ceder la alternancia a los conservadores. Tampoco le vendría demasiado mal: abriría el necesario momento de reflexión, sin el cual el deterioro del partido acabaría por ser irreversible.

Formado a la medida personal de François Mitterrand en el Congreso de Épinay de 1971, el PS ha sobrevivido mal a la figura casi monárquica de su fundador. Los desgarros entre tendencias y el permanente conflicto parlamentario de los frondeurs socialistas con el gobierno de su partido acabaron por crear un horizonte insostenible. Era hora de pasar a la oposición, salvando una correlación de fuerza electoral lo bastante sólida como para tejer un partido nuevo. Hasta ahí, todo entraba en la normalidad de un sistema de alternancias que, desde que el General De Gaulle constituyera la Vª República en 1958, ha garantizado una continuidad estable a la política francesa.

La alternancia, en el otoño de 2016, parecía garantizada, pues, sin problemas. La derecha, en su presente advocación Los Republicanos (en Francia, la derecha se compone y recompone bajo nombre variable, al ritmo de las convocatorias electorales), disponía de un hombre fuerte y con experiencia de gobierno, Nicolas Sarkozy. Si Valls parecía, por aquellas fechas, estar destinado a ser el jefe de la oposición, Sarkozy era el casi seguro presidente.

El Frente Nacional de Marine Le Pen se limitaría, así, a seguir siendo la desazonadora constatación de cómo pervive en Francia un núcleo anacrónico de irracionalidad nacionalista, en el cual se traslucen viejas añoranzas del Vichy de Pétain junto con variedades más modernistas de populismo. Su arraigo, en un porcentaje alto de la población, alarmaba. Pero parecía aún bien bloqueado por el juego institucional de la doble vuelta electoral. En los automatismos republicanos, un consenso no escrito lleva a los partidos de izquierda y derecha a concentrar el voto en la segunda vuelta contra un hipotético candidato anticonstitucional. No hay excepciones. Marine Le Pen, en tal hipótesis, chocaría, como ya chocó su padre, con la concentración del voto conservador y socialista. Todo estaba resuelto.

Y, de repente, en esa calma chicha apaciblemente tediosa, alguien tuvo la luminosa idea de ponerle un adorno al sistema, una tilde decorativa y perfectamente innecesaria. E inventó unas elecciones primarias en las que cada partido eligiese a su candidato. Todo saltó por los aires.

Las primarias fueron una improvisación infecta. Se llamó a votar candidatos en cada partido. Sin normativa clara, sin filtro de los votantes. Cualquiera que pagara una módica suma y firmase un papel diciéndose seguidor del partido podía participar en ellas. Fueron un inmenso fraude. Nadie se privó de la ocasión para quitarse de en medio al más odiado de los líderes de su partido adverso, votando bajo máscara. El resultado fue este que hoy se paga en las elecciones: socialistas y conservadores concurren a las presidenciales con los peores candidatos imaginables.

Hamon, por el PS, es un alucinado que ha conseguido ponerse en los sondeos por debajo del cómico Mélenchon. Hasta Valls y Hollande le han retirado su apoyo; defienden ambos que, a estas alturas, ya sólo Macron podrá salvar a Francia del desastre.

Fillon, candidato de una derecha que hubiera debido ganar apabullantemente estas elecciones, se ha enredado en una corrupción aún más ridícula que delictiva. Asalariar a toda su familia con cargo al erario público es algo que no se perdona con facilidad. Y la imagen de hombre de orden y equilibrio que pretendió dar en su campaña, difícilmente borrará ese estigma.

De pronto, todo se ha volcado. No son ya socialistas y conservadores quienes protagonizan las presidenciales francesas. Las protagoniza un tercero: el Frente Nacional. Y todo, en la primera vuelta, se ha acabado por reducir a un enigma y una consigna: ¿quién puede ser el mejor candidato para vencer a Marine Le Pen en la segunda vuelta? La gravedad de lo que ha sucedido está en la predominancia de esa pregunta en todos los debates. Da igual, en estos días, con quién hables: profesores o tenderos, libreros o camareras de restaurante, estudiantes o jubilados. Todos te plantean –se plantean– la misma pregunta: ¿cuál puede parar al FN? Sin parecer darse cuenta de que, de ese modo, han acabado por convertir las presidenciales en un envenenado plebiscito sobre Marine Le Pen.

Y es esa justamente su victoria. Aunque no gane –y yo pienso que no ganará– en esta ocasión, Le Pen ha logrado erigirse en referencia única de la política francesa. Es la apertura a una lógica nueva e impredecible. El fin de medio siglo de estabilidad en Francia. Sí, “corremos precipitadamente hacia el abismo, una vez que hemos puesto ante él algo que nos impida verlo”.