El Rey y el Ojo

En su viaje de regreso a Macedonia, Alejando Magno se detuvo junto a una corriente de agua dulce y sacó su comida, consistente en pescado salado. Después de enjuagar el pescado en la corriente, su sabor se hizo dulce y fragante, y aquello le llevó a pensar que le vendría bien un refrescante baño, por lo que se pusi en camino corriente arriba hasta el nacimiento del río. Según la leyenda, Alejandro llegó a las mismas puertas del Jardín del Edén.

– Abrid la puerta – ordenó
– Ésta es la puerta de Señor y sólo a los justos se les permite entrar – respondió una voz desde arriba.
– Soy un rey – dijo Alejandro -. Y soy lo suficientemente digno como para que se me dé algo. No me enviés de vuelta con las manos vacías.
Y así, a Alejandro le dieron un ojo humano, ojo que llevó de vuelta a Grecia.

Pensando que el ojo debía ser valioso, lo puso en una balanza para pesarlo con oro y plata pero, a despecho de las cantidades de metales preciosos que se trajeron, fue incapaz de juntar suficiente riquezas como para inclinar la balanza. Alarmado, Alejandro reunió a los rabinos y les pidió que interpretaran aquel misterio.

Los rabíes le explicaron al gran líder que, dado que aquel era un ojo humano, deseaba todo lo que se pudiera ver, y que por tanto, no habría riquezas suficientes para equilibrar la codicia que representaba.

– ¿Y cómo puede ser eso? – les desafió Alejandro.
– – Recoged un poco de polvo y cubrid el ojo con él – le pidieron los eruditos.
– Alejandro hizo lo que le habían sugerido e inmediatamente, la balanza cayó al otro lado. Una vez cegado la codicia del ojo se debilitó.
– En lo tocante a la codicia humana – dijeron los rabinos -, el ojo nunca está satisfecho.

Fuente Talmúdica: Tamid 3b
Fuente Parábolas del Talmud