Enlace Judío México.- Del viejo Baruch de Spinoza –y quizá aún más de los años– he ido aprendiendo una norma moral básica: “no reír, ni lamentar, ni maldecir las acciones humanas; sólo entenderlas”. Ayer, en la calma tensa de la jornada electoral francesa, más que nunca, percibí que sólo en esa firmeza fría puede asentarse la prudencia política.

GABRIEL ALBIAC

La última vez que estuve en Saint-Denis, la gendarmería acababa de tomar al asalto el piso de la célula islamista que ejecutó la matanza del Bataclan. El edificio, en la esquina de la calle Corbillon con la de la République, tenía sus paredes acribilladas, carbonizadas las ventanas por los explosivos. Y la población de esta ciudad musulmana, en torno al corazón cristiano de Francia, la Basílica de Saint-Denis, se mantenía esquiva y silenciosa. La gran explanada de la basílica se había transformado en plataforma de todas las cadenas de televisión, cuyas cámaras apuntaban al lugar en donde se dirimió el combate. Los vehículos blindados de la policía se apelmazaban en la plaza contigua. Ha pasado un año y medio de aquello.

Hoy, no son las furgonetas policiales las que se conglomeran en la plaza. Ni hay unidades móviles obstruyendo el acceso a la basílica. La plaza es la del mercado de todos los domingos. Y, en ella, campea la indolencia bulliciosa del Saint-Denis norteafricano. La basílica del siglo XII se asienta como un milagro de sosiego a la luz del mediodía. Me pierdo unos minutos en su interior. Sería un delito no hacerlo. Como cada vez, doy vueltas a la fantástica paradoja de que el sepulcro del Charles Martel que cortó la progresión árabe sobre Europa en el año 732, esté aquí. Y, alrededor de él, la más importante ciudad árabe de la Europa del siglo XXI.

Mi visita al bello templo gótico es hoy muy breve. Apenas una concesión estética, antes de volver a la poco bella realidad política. El ayuntamiento de Saint-Denis cierra el costado izquierdo de la explanada. Basílica y ayuntamiento: dos emblemas de Francia. Los locales municipales cumplen la función de colegio electoral. No demasiado concurrido, éste. Las mujeres veladas y los hombres ociosos se atarean con bullicio en el mercado. Puede que la política no pese mucho en esta población que se sabe sólo a medias parte de la República francesa. Puede que muchos de ellos, ni siquiera tengan el estatuto legal que permite hacer uso de las urnas.

“Para nosotros, los extranjeros, sería una tragedia que Le Pen ganara”. El camarero de esta pequeña tasca, en la que sirven un cuscús estupendo, es un tipo locuaz. Me pregunta de dónde vengo. Y, antes de que yo responda, me cuenta que él nació aquí, pero que su familia viene de Argelia. Un tonto pudor me impide preguntarle por qué, entonces, dice “nosotros, los extranjeros”. Los dos sabemos la respuesta. Y encadena su preferencia: él votará a Fillon, pero no le importa si es Macron quien gana. “Lo esencial es que alguien pare a Le Pen en la segunda vuelta. Ni Hamon ni Mélenchon servirían para eso”. Un musulmán, que sabe lo difíciles que pueden ponerse las cosas en Francia si el Frente Nacional gana, apuesta por votar a un político tan confesionalmente católico como Fillon, porque es “lo más seguro”. Me digo que esa paradoja debía estar recorriendo a una buena parte de la sociedad francesa. El voto del miedo fue ayer la clave de la primera vuelta.

Dedico la tarde a pasear por los alrededores del parque de Luxemburgo. Los colegios electorales de la orilla izquierda están calmos. No hay colas excesivas. Se controla la entrada con mayor cuidado, eso es todo. En algunos, el carné de prensa me abre paso. En otros, no. La preocupación por la seguridad es lógica y no insisto. En la calle Claude Bernard me cruzo con cuatro soldados, en despliegue de combate y con el subfusil ametrallador en posición de tiro. Nadie se alarma. La posibilidad de un atentado yihadista estaba descontada desde mucho antes de las elecciones. Las matanzas de Charlie Hebdo, del Bataclan, de Niza… son lección aprendida. Y el asesinato del jueves en los Campos Elíseos no habrá modificado en nada las intenciones de voto. También esa posibilidad estaba descontada.

La abstención no ha subido gran cosa. Pese al poso de amargura con el cual los ciudadanos ven a sus políticos, pocos han considerado que fuera el momento de abofetearlos. Se ha votado contra el peligro mayor de un populismo que promete sacar a Francia de la UE en seis meses. Lo cual equivale, sencillamente a volar la UE. Se ha votado con resignación. Aunque no se apreciase especialmente al hombre al cual se votaba. Se ha votado el mal menor. Y, en principio, ha funcionado.

Todas las combinatorias daban el paso de Le Pen a la segunda vuelta. De sus posibles contrincantes, Emmanuel Macron es, con diferencia, el que mejor puede concitar la unidad nacional frente al peligro populista. Su perfil es transversal a izquierda y derecha: puede acumular el voto de ambas. Frente a Le Pen. Y da igual que nos guste o que no nos guste. Como, nos guste o no nos guste, hay que constatar que Fillon ha aniquilado a la derecha. Sus votantes podrán replegarse sobre un Macron cuyo perfil amalgama retóricas socialistas y prácticas liberales. Como, nos caiga Hamon simpático o antipático, debemos tomar nota de que la destrucción a la cual ha llevado al PS es absoluta: ha tenido la grandeza, nada fácil, de reconocer eso; Hollande aún no lo ha hecho. La herencia de la izquierda queda en manos de un alucinado Mélenchon. No es trágico; es ridículo.

Los dos pilares de la Vª República se han desmoronado: izquierda como derecha. Toca ahora preparar sin ellos una segunda vuelta en la cual en Francia se jugará el futuro de Europa. No es tan malo, pese a todo, el horizonte. La que anoche se proclamó “candidata del pueblo”, Marine Le Pen, perderá. Da igual si es alguien tan confuso como Macron quien gana. Es la hora para una prudencia fría: no nos regocijemos, no reprochemos ni maldigamos. Hagamos el esfuerzo de entender cómo se extingue un mundo.