ALAN GRABINSKY

Varios domingos por la tarde, Pedro Friedeberg gasta alrededor de 50 a 100 pesos comprando objetos olvidados en la Lagunilla, el mercado de cosas usadas más grande de la Ciudad de México. Sea lo que sea que encuentre ahí, un Superman, por ejemplo, o un ajedrez de los Simpson será desmembrado o colocado en cualquier rincón dentro de la casa que no haya sido ocupado por cabezas de muñecas, dibujos cabalísticos, libros de I-Ching, sillas con forma de mano u otros objetos que rondan su casa. A los 82 años de edad admite que jamás será capaz de organizar su “colección.” Tal vez su hijo quiera hacerlo, o quizás cuando llegue el momento “tiré todo a la basura”.

Friedeberg es uno de los artistas latinoamericanos más reconocidos. Su arte se encuentra entre las colecciones del Museo de Arte Contemporáneo en Chicago y ha realizado exposiciones en el MOMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) y en el Museo de Arte Moderno de San Francisco. Sus pinturas surgen de una mezcla variada entre influencias místicas indígenas y modernas. Sus escenas al estilo Escher y estilo Bárroco están saturadas con cartas de Tarot, símbolos hebreos y tipografía china. Su obra más conocida es una silla con forma de mano; consiste en una palma dorada colocada hacia arriba con dedos largo estirados hacia el techo. Esta obra se produce en serie, sin embargo las ediciones especiales y firmadas llegan a venderse dentro de mercados artísticos como 1stDibs en más de 20,000 dólares. “mano – silla” es la forma en que Google termina la frase del buscador cuando uno escribe el nombre de “Friedeberg”.Pese a todo, Friedeberg, odia como la popularidad de la silla ha opacado al resto de su obra; lo hace parecer como un artista primerizo que tuvo un sólo éxito importante.

Recientemente, Friedeberg realizó una exposición en el Museo Franz Mayer de la Ciudad de México, donde presentó 40 años de trabajo con esculturas y muebles. Fue llamada con el nombre de “La casa irracional” que también podría ser usado para describir la casa donde vive en la colonia Roma.

Hace unos días cuando timbré la puerta de una casa color crema, esperaba encontrarme con un hombre vestido extravagantemente, con una capa morada y serpentinas, o algo por el estilo. En su lugar descubrí que Friedeberg viste un estilo más parecido al de un abuelito cascarrabias. Taría puesto un suéter color caqui, pantalones y calcetines del mismo color; frunció el ceño cuando una motocicleta pasó por donde estábamos y dijo: “Detesto esas fregaderas”, ésas, fueron sus primeras palabras.

Una vez adentro era difícil no tropezarse con las sillas en forma de patas de elefante llenas a reventar de esculturas estilo Vishnu, o evitar pisar las pinturas de castillos y visiones psicodélicas que se encontraban regadas por el suelo y recargadas en la pared. La casa estaba repleta de cosas: sillas con cabezas flotantes, dibujos de árboles con laberintos extendiéndose hacia el cielo; vehículos pequeños, compuestos de pedazos de cuerpos, que caminaban a través de un suelo de ajedrez como un ejército preparado para el ataque. Encogiéndose de hombros, Friedeberg confesó que necesitaba más espacio para su “chatarra”, tal vez un día, compre las dos casas adyacentes, dijo, o quizás, toda la cuadra.

El estudio de Friedeberg, que se encuentra en el segundo piso, es un cuarto espacioso repleto de arte y miles de libros. Se sienta todos los días de 6 a.m. a 2:30 p.m. a esbozar o retocar pinturas y diseñar juguetes extravagantes. Un esqueleto humano negro y brillante cuelga del techo. Durante la hora que duro nuestra conversación, permaneció atrás de una mesa larga de madera saturada de acuarelas, recortes de revista, libros y cuadernos, mientras un gato pequeño jugaba con un dibujo en el suelo; habló todo el tiempo sin subir la mirada de su libreta, donde dibujaba la fachada griega de un edificio griego.

Si bien las pinturas de Friedeberg nunca han sido políticas, parece sentir cierta nostalgia por artistas comunistas como Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros, quienes usaban su arte como un vehículo para hacer críticas sociales. “La pintura ha perdido mucha de su influencia,” dice “Me encantaría pintar un retrato de la casa Blanca con un cerdo adentro, pero luego, si quiero ir a Estados Unidos podrían decirme: ‘Usted pintó esto, no puede entrar?” agregó mientras se reía: “Vamos a dispararle.”

Friedeberg me contó que no sabe buscar cosas en el Internet, pero que ama leer enciclopedias. Su hijo le acaba de conseguir la Enciclopedia Británica de 1911. No tiene televisión, no tiene celular y no tiene computadora: detesta las máquinas, excepto su sacapuntas eléctrico. Cuando acaba su sesión ocho horas diarias de trabajo, a Friedeberg le gusta involucrarse en placeres triviales: “como el alcohol, conversaciones y ¡la educación de los gatos!” gritó, mientras un gato pequeño brincaba a su regazo.


Friedeberg nació en 1936 en Florencia, Italia. Nunca conoció a su padre, pero su madre que era judía y alemana, tuvo que huir de Europa en uno de los últimos barcos que zarparon de Hamburgo a México en 1939. Llegó al puerto de Veracruz, que estaba abarrotado de refugiados españoles de la Guerra Civil Española.

Su madre y su padrastro odiaban el judaísmo. Eran ateos orgullosos, provenientes de una línea larga de judíos asimilados que miraban con desprecio a lo que ellos consideraban la actitud anticuada y elitista de la comunidad judía. Nunca le dijeron que era judío. Se enteró mucho después cuando su maestro de escultura, y posterior amigo, Mathias Goeritz se lo dijo.

La mezuzá que se encuentra a la entrada de su puerta fue dada a Friedeberg por un rabino que intentaba reconectarlo con sus raíces y le compró al artista un millón de pesos en obra. Las letras hebreas que aparecen en sus pinturas no tienen significado particular. Son seleccionadas al azar. El pensamiento religioso es irrelevante para él, según me dijo: “No soy muy místico.”

La abuela materna de Friedeberg escapó del nazismo en 1941. Huyó de Alemania; cruzó Polonia, Rusia, Manchuria, Corea, Japón y el océano pacífico cargando por todo el mundo 30 baúles atiborrados de alfombras persas y sillas plegables de arte Deco. En el barco en el que cruzó todo el océano, no había que comer “excepto 10,000 huevos duros que se podrían y apestaban”. Cuando finalmente llegó, bajó en el puerto equivocado y tuvo que comunicarse con señas para llegar a la capital del país. Uno de los pocos recuerdos que tiene Friedeberg de la magnitud de la tragedia europea, es ver a su abuela buscando en los periódicos alemanes los nombres de sus familiares y amigos muertos.

El padrastro de Pedro había emigrado con su familia a México en 1920 y se enriqueció a través del comercio. De acuerdo a su biografía oficial, De vacaciones por la vida, él y su madre se aseguraron que la disciplina europea floreciera en la tierra de los aztecas. Friedeberg creció en un ambiente bastante riguroso e intelectualmente exigente. Asistió a las mejores escuelas privadas del país, que habían sido formadas por republicanos españoles y algunos estadounidenses.

Como otros inmigrantes europeos, los Friedeberg se involucraban activamente en la vida intelectual de México, y fue a través de esta élite que eventualmente se hicieron amigos de artistas y diseñadores bien colocados. Con el tiempo, compraron una propiedad que se encontraba en las afueras de la ciudad. Para construir su casa pidieron el trabajo del arquitecto Max Cetto; mientras que los jardines fueron diseñados por la gran estrella arquitectónica Luis Barragán.

Al igual que Cetto, Pedro Friedeberg deseaba ser arquitecto: Se inscribió a la Universidad Iberoamericana, para estudiar la licenciatura en ésta área. Ahí conoció a Goeritz quien lo empujó a participar en la revista México/este mes editada por Anita Brenner. Ilustrando los artículos que se mostraban mensualmente Friedeberg encontró su verdadera vocación. Sin embargo, no fue sino hasta 1959 en que presentó su primer exposición de arte, cortesía de Remedios Varo quien impulsó su obra recomendándola a los dueños de la Galería Casa Diana.

En la década de 1960, cuando el surrealismo mexicano estaba en su apogeo, el joven Friedeberg, entabló amistades con Leonora Carrimgton; la gran pintora mexicana aclamada por sus escenas mágicas, conocida por sus neurosis extrema, y con Sir Edward James, el aristócrata inglés que construyó un escondite ecológico surrealista llamado Las Pozas, todavía de pie en Xilitla, a 250 millas al norte de la Ciudad de México

En esas épocas, él estaba produciendo arte con su propio estilo, sin embargo, el surrealismo estaba cediendo el paso al modernismo y el arte abstracto con esculturas como las de Sebastián, y Goeritz dominando el terreno. En este contexto, dijo, su arte fue desechado como demasiado barroco, e incluso anticuado: piensa que el interés reciente que está surgiendo nuevamente hacia su obra, se debe a que la gente “ya está harta del arte abstracto.”
En la realidad, el interés en l obra de Friedeberg nunca se desvaneció por completo: Sólo por mencionar algunos de sus premios ha ganado son la Trienal del Grabado en Argentina en 1979 y la XI Bienal de Artes Gráficos (Premio Especial) de 1984 en Tokio. En el 2009, el Palacio de las Bellas Artes en México lanzó un exposición retrospectiva de su trabajo y hasta la fecha, la obra de Friedeberg ocupa un lugar especial en la feria de arte más conocida de México: la Zona MACO.
Tal vez, el interés renovado por la obra de Friedeberg, podría relacionarse con el absurdo que vivimos en estos tiempos. Sus escenarios desastrosos podrían estar más cerca de nosotros ahora que el mundo parece estar fuera de quicio para su autor. Después de afilar su lápiz para continuar con su dibujo verbalizó una última puntada: Trump, él cree, es el más dadaísta de los presidentes. “Eso es lo que el dadaísmo era” dice “Confusión absoluta.”

Traducción: Aranza Gleason

Fuente: Tablet