IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – Llegas a su casa. Tocas la puerta. Te abre, y te observa con desconfianza, pese a que eres su hijo menor. Cierto, traes la mirada un poco apagada porque tienes sueño, pero no pasa de allí.

“¿Estás borracho?” Ni siquiera te dijo “hola”. No, el primer disparo es un reproche a quemarropa. Tampoco te invitó a entrar. Sigues parado en el quicio de la puerta, y lo único que atinas a hacer es pelar los ojos y decir, con tono dubitativo injustificado, “no…”. Sigue el examen visual, como si fueras un trozo de carne del supermercado y esa venerable mujer estuviera decidiendo si es el más adecuado para el chont (guiso tradicional yiddish).

“¿Estás drogado?” Es el colmo. Sigue sin invitarte a entrar. Sigue sin decirte hola. Y ahora te está preguntando por vicios que nunca has tenido, y que a tus más de 40 años ya no vas a adquirir. Ahora tu respuesta es categórica y convincente. El “no” que sale de tu boca ya no sólo es un rechazo a tanta imaginación, sino también una bomba de contenidos. Mal que bien, has crecido con esa mujer y has aprendido a cargar una sola palabra, dos letras, con muchas ideas. Es un “no” que dice “no vengo borracho, no vengo drogado, y ya deja de hacerme preguntas fuera de lugar; me invitaste a cenar y a eso vengo…”.

Pero no se va a rendir. Si no gana, empata: “¡Estás gordo!”

Diablos. Eso no se lo puedo negar. Ni caso tiene discutir. Es cierto. He subido de peso últimamente y mi abdomen acumula más átomos que durante los diez años anteriores. Entras a la casa, aunque no te invitaron a hacerlo. Pasas a la mesa, escuchando lo que parece que se va a convertir en una interminable perorata sobre la obesidad, los programas del IMSS para bajar de peso, esa amiga que es nutrióloga y a la que debería visitar, y que la diabetes, el Parkinson, el Alzheimer, la gota, el glaucoma y hasta el mal humor, se derivan de la gordura. No importa que señales que no hay estudios científicos que afirmen semejante cosa. Tu mamá lo dice y ya. Punto.

Estás sentado a la mesa, y desde allí la observas en la cocina. Te pregunta con un tono sorprendentemente amable, como si de pronto hubiera olvidado toda la escena anterior: “¿Quieres pollo con caldo?”

Respondes: “Pollo, nada más. No le pongas caldo”. Pero es muy tarde. Ya ha puesto la primera cucharada de caldo, y te dice, con mejor humor todavía: “¡Pero el caldo está buenísimo!”. Bueno, está bien. Aceptas un poco de caldo. “Muy poco”, enfatizas.

Otra cucharada. Ya van dos. Estamos en el límite de “muy poco”. Señalas que no más caldo, y no hay reacción. La mujer de aspecto bíblico parece sorda, y su rostro severo sigue clavado en el plato donde una pieza de pollo nada en todavía poco caldo, mientras su indestructible mano derecha pone otra cucharada.

“¡Ya! Te dije que poco caldo”.

Otra más. Va la cuarta. “Es poquito”, dice. Mientras, con terror ves como esta volviendo a meter el cucharón en la cacerola. Van a ser cinco.

“Mamá, te dije que no quería caldo…”
“Pero es poquito”.

Cinco. Y no se va a detener. Van a ser seis. Es demasiado. Te levantas, vas a la cocina, le quitas el plato después de la sexta y cuando ya hacía ademanes para buscar una séptima, y todavía se te queda viendo con cara de “¿Cómo te atreves?”.

El pollo está chapoteando en una piscina de caldo, zanahorias y chayotes. Casi un puchero. Grasa, colesterol, y eso que hace unos minutos te habían lanzado una diatriba contra la obesidad.

“Bueno, supongo que significa que goza de perfecta salud…”, es lo único que piensas cuando te sientas otra vez a la mesa con tus dos pucheros, el que llevas en el plato y el que vas haciendo en la cara sólo de pensar en todo lo que vas a tener que comer, porque ella estará allí sentada junto a ti, platicándote todas las tzures (calamidades) de la familia, pero cerciorándose en todo momento de que no dejes nada en el plato.

La charla fluye. Por fin terminas el mitológico plato de comida, y antes de que puedas responder (porque no te preguntaron) ya tienes enfrente un pequeño plato con dos gelatinas: una de jerez, otra de leche.

“Mamá, ya estoy lleno…”.

¿Y acaso importa? Por supuesto que no. Las gelatinas están buenísimas. La de jerez es la de rutina, pero la de leche es especial. La preparó para una amiga católica que vive a unas cuadras, creo que por su cumpleaños. Claro, hizo dos: una para ellos, otra para nosotros. Quedaron tan buenas, que el hijo de la amiga católica se robó la gelatina completa, se encerró en el cuarto de la tele a ver una película, y se la comió toda él solo. Así que si un joven católico puede comerse completa tan deliciosa gelatina, es obvio que yo tengo la obligación moral de comerme el pedazo que me acaban de servir, aunque esté lleno casi a reventar.

Está bien. Fue convincente. Le hinco el diente a la gelatina de leche. Y es cierto: está muy buena.

“Oye, tienes razón. Quedó deliciosa”.

A mi mamá se le desencaja el rostro. Las comisuras de los labios y de los ojos caen dos o tres centímetros y parece que va a ponerse a llorar. No entiendo qué le pasa. La observo intrigado, y mientras ronda las fronteras de la depresión, me pregunta: “¿No te gustó la otra?”

Basta. Es demasiado. Golpeo la mesa. Ahora lo yiddish se me sale a mí. ¿Cómo rayos “no me va a gustar la otra” si ni siquiera la he probado? No puedo probar dos gelatinas al mismo tiempo. Y si lo hiciera, no podría decidir qué tan buenas o qué tan malas están. Me siento como en el clásico chiste de la mamá judía y las dos corbatas: una mamá judía le regala a su hijo dos corbatas; el hijo estrena una esa misma noche, y la mamá pregunta “¿No te gustó la otra?”

No hay manera de ganar. No hay manera de hacer las cosas bien.

Después de unos diez minutos de explicarle que probé primero la de leche por todo lo que me contó de los jóvenes católicos que devoran gelatinas de leche, pero que eso no significaba que la otra estuviera fea. Y que si hubiera probado las gelatinas en sentido inverso, de todos modos me hubiera hecho la misma pregunta. Y le recalco que todo eso es injusto.

“Es que pensé que no te había gustado la otra”.

Es absurdo. Es una mugre gelatina de jerez. La comó en su casa todas las semanas. Sabe que me encanta. Y sabe que es imposible que la de esta noche tenga un sabor diferente a las anteriores porque son gelatinas de bolsita. Ella no tiene que preparar la grenetina ni mezclar los saborizantes. Sólo vacía el sobre en agua hirviendo, la revuelve, la pone a cuajar, la enfría, y listo. Sabe a lo mismo que sabe todas las semanas. Y sabe (ella) que me gusta.

Va llegando el momento de despedirnos. He sufrido, he cenado, hemos reído, ya estoy yo también preocupado por todo lo que le pasa a su descendencia, y hasta vimos las noticias y a Leo Zuckerman en la Hora de Opinar.

Me levanto de la mesa. Se acerca, me da un manazo en la panza y me vuelve a decir que estoy gordo. Que no está bien que esté yo tan inflamado del vientre. Que el Alzheimer, el Parkinson, la Diabetes, el catarro, el vitiligo y la demencia senil le dan a los cuarentones gordos.

“¿Y entonces para qué rábanos me pusiste seis cucharadas de caldo colesteroloso en el plato, y luego me metiste muchomil calorías con dos gelatinas que yo no había pedido?”

Por supuesto, sólo lo pienso. Ni loco se lo digo. Sale peor.

Cuando ya voy caminando en la calle y volteó hacia la ventana para saludarla una última vez por esa noche, respiro hondo, miro al cielo, simplemente digo “D-os, cuídala mucho; que duerma bien…”, y entonces digiero de golpe todos los corajes que he pasado en esa visita.

Y entonces recuerdo la vieja canción en Yiddish:

“… Qué hermosa y brillante es la casa cuando mamá está aquí
Qué triste y oscura se vuelve cuando D-os la toma al Mundo Venidero
En agua o en fuego ella correrá por sus hijos
No hablarle con amor es, seguramente, el más grande pecado
Qué afortunado y rico es el que tiene
Un hermoso regalo obsequiado por D-os
Como lo es una mamá judía
Mi mamá judía”

(Tomado de la vida real; todas las anécdotas son históricas y objetivas; me aplican eso y cosas muy similares todas las semanas)