Enlace Judío México –  Floretta Mayerson es una joven mexicana que estudia en Israel y cuyas inquietudes la llevaron a unirse a un programa de Cadena. La misión se desarrollaría muy lejos de su casa en México, de Israel, de su familia y de la realidad que cotidianamente disfruta en Hertzeliaj, donde estudia. Su relato está lleno de fuerza, reflexión, esperanza, y especialmente, de vida.

Fotografías cortesía de Beatriz Sokol – Texto, Floretta Mayerson

¿Y entonces cómo acabó? Estoy a minutos de haber vuelto, sentada en mi cama, limpia, comida y lista para descansar.  Si me dijeran que la semana pasada fue un sueño hasta podría poner a prueba lo que según yo sé que viví. De vuelta a la realidad, pero ésta parece menos real que nunca. Qué vidas paralelas, mundos desconocidos, inmensidad absoluta del universo. Cada rincón del planeta Tierra se forma a partir de magia que dejamos que se nos escape por imposición humana y una vida construida, prefabricada e inercial. Es este momento donde me obligo a hacer una pausa, a bajar mi respiración, nivelar mi pulso y escuchar lo que mi alma implora sacar.

Salimos de Nairobi, la ciudad de la conformidad, “Hakuna Matata” es su lema y, sin preocupaciones, la vida corre y funciona. Esta frase utópica me hace ruido al ver la cantidad de problemas a los que sus ciudadanos se enfrentan todos los días. Los kenyanos la han mamado, adoptado, la traen en el ritmo de cuerpo y vida, pero si te detienes a analizar, solo por un momento, podríamos argumentar que es un mecanismo de defensa para sobrellevar y poder ser feliz en una realidad de pobreza, corrupción, inseguridad y desigualdad social grave y alarmante.

El tráfico no avanza, los semáforos son sugerencia y el policía, quien tiene la última palabra, decide quién entra primero a la rotonda. Titán, el chofer de la Van en la que venimos, malabarea y toma atajos para hacernos llegar a tiempo. Y por a tiempo me refiero a media hora antes de que salga el vuelo. Nos reunimos con el grupo en el aeropuerto, más caras nuevas que conocidas. Con nervios de cómo se fuera a formar el grupo, desde el primer instante todos entendimos que cada quien es una pieza vital para el éxito de la misión. Sin conocernos todos teníamos en común un objetivo, y toda la preparación detrás hasta ese momento para llegar a él.

CADENA llenaba todos los asientos de la avioneta, se cerró la puerta dejando entrar como último pasajero la sensación de que algo grande comenzaba. Después de unas escalas, turbulencia y la notoria diferencia de climas, aterrizamos en Lodwar. Desde el avión empezamos a notar el cambio de suelo, de verde a árido, y el silencio nos invadía, un agujero en el estómago. A un vuelo y otro mundo.

Pasamos la noche en el hotelito. Calor, moscos y un agujero en el piso como escusado. Sudor y tierra, y por primera vez me dio gusto escuchar que no hubiera agua caliente. Despertamos antes del amanecer, para dar inicio a la racha de días en los que trabajaríamos de sol a sol. Empapada y mal descansada pero más energetizada que nunca. Lista para emprender la aventura y entregar el alma. Cargamos el safari bus y a darle. Viento de ese que cansa los ojos, pero alivia el calor. La transición de pobreza a la nada. De estar en una ciudad de escasos recursos, empezamos a entrar a la inmensidad del cuerno de África y el panorama se ve completamente diferente. Algo que nunca había visto jamás.

Unas casitas (si es que les podemos llamar así) por aquí y otras por allá. Nunca más de diez juntas, ninguna pista de civilización como la conocemos, ni de organización bajo nuestro contexto. Aquí más que nunca se pone a prueba lo que damos por hecho como objetivo y se desnudan nuestras ideas establecidas, comprobando una vez más que todo es relativo a su contexto. Entre más nos adentramos, más trabajo me cuesta ver. Niños chiquitos y flaquitos corren hacia el camión gritando y haciendo señas con la mano, moviéndola hacia su boca, pidiendo comida.

No hay pasto, solo tierra y nidos de termitas, kilómetros y kilómetros de desierto, surcos en el piso y ríos secos. De vez en cuando, la gente se junta a excavar en búsqueda de agua. Los niños se meten a los agujeros con cubetas para sacar agua, varios no logran salir después.

Entramos a las rejas que nos vuelven extraños al lugar. Físicamente no hay nadie como nosotros. La barda del kínder nos acoge y de cierto modo nos protege de esa magnitud e inmensidad desconocida. Para nuestra suerte, los cuerpos de seguridad que viajan a todas partes con nosotros ya habían descargado el camión que llegó en la madrugada, rodando de noche para evitar que sus llantas se derritan con el calor del piso. Incontables costales de arroz, frijol y harina de maíz convirtieron el salón de estudios en una bodega. Y ahí entramos nosotros.

Aprovechando y corriendo contra las últimas horas de luz del día. Tasajeando costales, abriendo bolsas, pesando cuatro kilogramos y dividiendo esas cantidades industriales en porciones familiares. Entramos en un mecanismo automatizado, sin parar, hasta que llegó la segunda parte del grupo que había tenido problemas con los jeeps más temprano.

Nos reunimos todos en la segunda aula, donde se establecería el consultorio, y cada quien con sus provisiones, nos sentamos a compartir, cenar y motivarnos el uno al otro, porque aunque ya estábamos cansados sabíamos que apenas empezaba. Entre atunes, chipotles y barritas de amaranto sacamos las fuerzas para seguir cerrando bolsas, esta vez bajo la luz de las lámparas solares que tenemos para entregar. Se dio por finalizado el día al llegar al 60% de lo que había en costales. Nos sentamos a contemplar el cielo, pensando que podíamos desvelarnos entre pláticas y todo lo que pasaba por nuestra cabeza, pero no. Entre la conmoción de esas estrellas, y lo abrumador de la grandeza del universo en relación a nosotros, nadie encontraba las palabras que cargaran con una proporción justa a los sentimientos.

Nos fuimos a dormir antes de la diez bajo un techo de estrellas. La casa de campaña abierta, solo con el mosquitero encima y una cúpula de constelaciones perfectas y abrazadoras. El viento no era suave, por lo contrario, pegaba con fuerza, volando todo lo nuestro y levantando todo lo suyo. Tormenta de polvo y despertarnos enterrados en tierra, pero no importó, hasta eso es parte de mimetizarnos con el ambiente, el humor y el lugar para encontrar la motivación interna.

Cinco a.m. y el viento sigue corriendo. A nuestro favor, nos da ventaja sobre el calor al momento de prepararnos en la mañana para empezar el día. Un baño de taollitas húmedas que al contacto hacen líneas de lodo en los brazos y la cara. Para desayunar hay agua caliente (café o té), dos huevos duros por persona y pan con bendita mantequilla de cacahuate y Nutella. Nos tomamos un momento para sentarnos y terminar de cargar energía para el día que nos espera. Desayunamos todos juntos, los hombres se paran a rezar y las mujeres terminamos de arreglar lo que hace falta. En un momento, las prisas empiezan, y el frenesí empieza a crecer.

Nos dicen que nos quieren dar la bienvenida, así que nos apuramos y salimos de nuestra área de seguridad dentro de las rejas. Caminamos y de pronto, colina abajo, aparece una escena que no puedo poner en palabras, una imagen que se quedó tatuada en mí para toda la vida. Miles y miles de turkanas reunidos para darnos la bienvenida, agradecernos, bendecirnos, recibirnos. Todos juntos, con su entereza, fuerza y porte a pesar de las situaciones que enfrentan todos los días para meramente sobrevivir. En ese momento entré a otra dimensión. ¿De dónde salieron? ¿Cómo llegaron y qué hacen ahí? Una ola de sentimientos invadió cada espacio de mi cuerpo, poro y célula. Dicen los que ya estaban ahí y nos vieron llegar que nunca jamás habían visto tanta expresión corporal. Había quienes se desbordaban en lágrimas, un llanto que salía desde lo más profundo del alma.

Una escena en el verdadero y más literal sentido de la palabra in-creíble. Esos miles de seres humanos que habían rezado para que llegáramos, nos veían como extraterrestres, me sentía así, pero al mismo tiempo más conectada con lo terrenal que nunca. Decidida a entregar el corazón, el alma y el cuerpo hasta donde aguante por esta gente. Nos rodeaban, bailaban, gritaban y hacían ruidos, las viejitas saltaban, nos escupían en las manos y ponían sus manos en mi cara, miraban al cielo agradecidas. ¿Qué buscaban en el cielo? ¿A qué D-s le hablan? ¿De dónde nace su fe, sale su fuerza? Nos volvimos parte de su todo. Gratitud recíproca. Sus ojos llenaron partes de mí que no sabía que estaban vacías. Sus voces tocaron fibras de mi cuerpo y alma que hicieron despertar sensaciones completamente nuevas y hermosas. Pedirme que describa lo que sentí, es como tratar de pensar y describir un color nuevo.

Regresamos al campamento y toda la gente atrás de nosotros se organizó por afuera de la reja. Con las estaciones de entrega ya definidas, entró el primer grupo. Iban entrando de veinticinco a la vez. Mujeres que caminaron horas, muchas salieron a las dos de la mañana para llegar a nosotros al siguiente amanecer. Sin el mismo idioma, solamente entre señas y miradas dábamos a entender el orden en el cuál tenían que recoger sus bolsas, se complicaba al momento de guiarlos hacia el aceite. No parecían entender muy bien, y la fila se volvía a alargar. Los voluntarios encargados de rellenar las botellas de aceite, o como ellos los llaman “Turkana Oilers”, pasaron momentos duros, de estrés y presión. Atinándole a las botellas para rellenar la cantidad exacta y niños recogiendo las gotas de aceite de chorreaban de los botes al piso, lamiéndolo y untándoselo en la cabeza y la cara.

Las primeras 300 bolsas me las eché yo sola. Una a una, cuatro kilos a la vez, poniéndolos en cada costal y tratando de recordar constantemente que no podía volverse un movimiento automatizado. Cada mujer había caminado horas, bajo el mismo sol que me quemaba mientras entregaba, por llevar esos kilos de vuelta a su hogar para poder mantener a su familia con vida unos días, semanas u, ojala, meses. Era voltear a ver a los ojos a cada una, tratar de leer su historia a través de ellos, conectarte con su sufrimiento y aprender de su fuerza y entereza.

Después de las primeras trescientas bolsas nos relevamos y entré a llenar más de los costales de arroz. En el momento en el que me senté en el costal colapsé. Ni me di cuenta y me quedé dormida. Un segundo, un parpadeo y estaba fuera. Fueron minutos, tal vez solamente segundos, pero mi cuerpo se apagó un instante que se sintió como horas, recuperó fuerza y seguí llenando bolsas de arroz. Cuatro kilos, dos vasijas y un poquito más de la tercera.

Entraron a ordenarnos que comiéramos algo, me dio risa ver cómo la reacción de Osito fue igual a la mía, no teníamos hambre, todavía aguantábamos más, no queríamos perder tiempo comiendo nuestra lata de atún, el cuerpo aguanta. Nos volvieron a pedir que comiéramos, y pues fue hasta después de terminar que nos dimos cuenta que sí necesitábamos gasolina para seguir dándole. Y así fue. El día no se detuvo un segundo. Mil cosas sucediendo a la vez y el reloj avanzaba con prisa, pero demasiado despacio. La primera mitad del día voló, de ser las 6 a.m. ya era medio día, y pese a lo sucedido, aún faltaba un montón de cosas. De ese momento al final del día, supongo que por el cansancio, el tiempo corrió lento y alargado. No me entiendan mal, no había suficiente tiempo, nunca se dejó de trabajar.

Y así seguimos. Rotando en estaciones, desde armar bolsas, entregar los paquetes, jugar con los niños, armar el parque de llantas y pintarlas. De pronto, un momento crítico de estrés. Stepensky gritando que no había más bolsas echas y quedaban muchas madres todavía. En ese momento todos los esfuerzos se canalizaron en sacar la entrega. Durante las últimas horas siempre quedaban las últimas 60 personas. Qué surrealismo, un mundo de mujeres afuera esperando entrar, los hombres que las acompañaban sentados en sus banquillos de palos de madera, un camello, las risas y gritos de los niños y las lágrimas de los enfermos. Las montañas. El sol. La inmensidad del desierto en el que el tiempo no pasa. Escuché que quedaban 60 personas, las últimas. Era una manera de ver fin a lo que no tenía, de sacar fuerza para entregarle con la misma energía a esas últimas personas que llevaban horas esperando.

El sol se empezó a meter, la tensión crecía. Todos más allá del cansancio, queríamos dar por terminado el día, pero todos sabemos que las cosas no se acaban hasta que se acaban. Algunos a hacer más bolsas, otros a entregarlas, otros a cargar el camión con las provisiones de las comunidades del día siguiente para que pudiera salir esa noche. Los guardias nos ayudaban a cargar las toneladas, sabiendo que al final del día recibirán unos kilos extras de granos. Me puse a rellenar bolsas de frijol y uno de los guardias se sentó conmigo. Sin compartir idioma nos organizamos y nos dimos a entender entre ruidos y señas. El abría la bolsa y yo le echaba la porción. No entendía por qué empezamos con cuatro scoops y tuvimos que terminar con tres; había que empezar a recortar las porciones para que alcanzara para todas las mujeres que faltaban y poder abastecer a las comunidades del día siguiente. Su mirada transmitía lucha, pude ver a su familia a través de sus ojos y la nobleza de su alma. Me enseñó a abrir los costales sin romperlos, cosa que llevábamos haciendo para agilizar el proceso. Para él el costal era de gran valor. Cada vez que tocaba abrir otro me preguntaba con la mirada si podía quedárselo como recompensa de su gran ayuda. A veces, hasta me agradecía por los cuantos granos de frijol que sobraban al fondo del costal. Nos sonreíamos dándonos a entender que todo estaba bien.

Por fin llegó el final del día. Ali, el cocinero, nos consintió con una pasta con champiñones enlatados y sus especias con tonos de curry. Cenamos todos juntos. ¡Qué día! No podía creer que había terminado, que había pasado. Un cansancio jamás experimentado pero unas ganas de desfogar energía incontenible. Al parecer todos en la misma sintonía, porque solo bastó que alguien diera inicio y terminamos cantando a todo pulmón hasta levantarnos a bailar: ¡Salaam, aleinu ve al kol ha olam, salaam, salaam!

Después de soltar emociones con pasos de baile y música, en un segundo todos nos fuimos a dormir. El viento, más fuerte que el de la noche anterior, pegaba en las casas de campaña. Al despertar, sacudí la cabeza y salía polvo. Ali nos hizo hotcakes fritos para desayunar, y obviamente harta peanut butter y Nutella.

Dividieron el grupo en dos, originalmente yo estaba en la entrega de las siguientes dos comunidades, pero algo me decía que debía subirme al jeep que se dirigía a entregar pads y calzones a secundarias de niñas. Pedí permiso y me intercambié.

Llegamos a la primera secundaria y nos recibieron cientos de niñas, todas igualmente uniformadas, esta vez sin collares ni aretes. Todas con el pelo rapado. Parte de un sistema educativo tradicionalista, pero de alguna manera algo diferente en ellas que en todos los demás estudiantes con los que he convivido.

Están dos meses en la escuela y uno en su casa. Están ahí con un ímpetu enorme por estudiar. Valoran las clases, gritan de emoción. Aprecian el valor de la educación y son conscientes de que en sus manos está el futuro de Kenia. Paris, una niña con la que platiqué mucho, me dijo que quiere terminar su educación para poder defender a Kenia contra Somalia.

Dimos la demostración de cómo usar los pads, explicamos la importancia de la higiene femenina y rompimos el tabú de la menstruación. No hay de que avergonzarse, todas somos mujeres y funcionamos de la manera más perfecta dentro del orden natural de la vida. Escuchar sus voces unánimes responder con gritos de emoción palabras de empoderamiento con respecto a ser mujer fue emocionante. Son hermosas y capaces de lograr todo lo que se propongan, luchan contra su suerte todos los días.

Después de las explicaciones repartimos los pads y calzones. -Hi, hi too contestaban. ¿Small or medium? preguntamos hasta que las palabras perdieron sentido de tanto repetirlas. Cruzamos sonrisas y miradas, les dimos a entender que no importa el color, nacionalidad o religión, todas las mujeres, cuando se trata de esto, pasamos por lo mismo.

En el momento en el que entramos en confianza convertimos ese patio en una pista de baile inundada por risas, movimiento y felicidad. Nos regalamos mutuamente un momento de felicidad plena. Entre el ukelele, las voces y el ritmo que traen en la sangre nos volvimos una. En un segundo quedé rodeada de niñas, solo escuchaba sus risas y sentía sus movimientos. De repente, Paris se me colgó abrazándome del cuello. Yo, tratando de actuar con normalidad, seguí bailando.

Se bajó de mí y llevó sus manos a su cuello intentando decirme que hiciera lo mismo, para descubrir que me acababa de poner uno de sus collares. Las niñas me repetían una y otra vez que les diera mi contacto, que regresara pronto, que ahora quieren terminar de estudiar para ir a México, mientras caminábamos a que nos enseñaran sus cuartos. Las literas, una tras otra en un cuarto rectangular alargado. Cada cama con su mosquitero y una caja de metal oxidado que ocupan como su locker, closet y cajón. Todas muy emocionadas de que conociéramos sus espacios. Su baño, alejado de la escuela, era igual que en el resto de Turkana, un agujero en el piso y sus regaderas un tubo dentro de cuartos de un cierto tipo de adobe. Caminando de regreso del baño nos encontramos a una señora, cargando lo que había recibido el día anterior, iba de regreso a su casa, no había llegado aún.

La despedida fue muy difícil, saber que no volveré a ver a esas niñas que podrían ser mis amigas. Conectamos, platicamos, bailamos y me abrieron las puertas de sus corazones, sus cuartos y sus sueños. Lo único que me queda es tenerlas en el pensamiento y ser consciente cada momento de que nada hay que dar por sentado.

La segunda secundaria fue otro ambiente. Aunque estaban muy cerca una de la otra, en esta, a diferencia de la primera, sí había maestras mujeres. Nos recibieron también muy emocionadas y entusiasmadas. Todas prometieron cumplir y mantener las medidas higiénicas necesarias y así hicimos la segunda entrega, siguiendo el mismo mecanismo que en la primera. Les enseñamos a hacer pulseras de ligas de colores mientras las doctoras terminaban de dar consultas. Me dolía mucho la panza, el calor estaba peor que el del día anterior. Sentí que me deshidrataba, pero cuando empezamos a cantar en Turkana y en inglés la energía subió, regresándome al estado de felicidad que habíamos construido en la secundaria anterior. Las maestras estaban fascinadas y agradecidas. En el momento de la despedida, una de las niñas se acercó y me dijo, recé para que vinieras y aquí estás, ahora voy a rezar para que regreses pronto.

Regresamos al campamento, en el camino paramos por agua y vimos a los niños que un día antes habían recibido globos, pelotas y jueguitos. Estaban felices jugando con ellos, y al vernos, se les volvieron a iluminar las caras. Los ojos prendidos de ilusión y gratitud. Se acercaban a las ventanas del jeep para darnos las manos, volvernos a tocar una vez más. Qué sensación. Lo único que buscaban era sentir una vez más un contacto amigo.

Llegamos antes que la mitad del grupo que se había ido a la segunda entrega. Aprovechamos la luz del día para desmontar el consultorio médico y nos sentamos a terminar de cortar y pintar botellas pet para hacer bancos para los niños.

Llegó Ali a cocinar la cena, y le ofrecí ayuda. Para mi sorpresa me dejó cocinar con él, yo no quería interferir y los días anteriores había demostrado que no le gustaba que nadie estuviera en la cocina mientras el hacía lo suyo. Me puso a picar cebolla y a hervir agua mientras platicábamos. Hablamos de su vida en Nairobi y llegamos a la conclusión o mejor dicho ilusión de que durante los próximos diez años yo me dedicaré a aprender cocina africana y él mexicana, para reunirnos en el futuro y poner nuestro restaurante influenciado por ambas culturas.

Me dijo que terminaríamos de cocinar a la llegada del segundo grupo, así que me fui a terminar los bancos. Llegó el siguiente grupo y Ali fue a buscarme, ahí me demostró que sí había disfrutado de mi compañía en la cocina. Me enseñó a cocinar ugali, pura harina de maíz en agua y revolver hasta que se hace engrudo. Sudé más haciendo el ugali que todo el día. Al final se voltea la olla en un platón y cuando se enfría se desmolda. Se corta como pastel y se come con las manos. Ese es el “African Cake” como dice Ali.

Todos cenamos. Cierta tensión en el aire después de lo vivido los días anteriores. Cantando canciones de Jerusalem, porque esa noche era Yom Yerushalaim, se aliviaba un poco, la mente estaba en otra parte. Decidieron hacer un pre-cierre por que Chapis y Fer se regresaban al siguiente día más temprano. Empezaron los grandes, los expertos, a dar su perspectiva de lo que vivimos y a abrir su corazón.

No tomó mucho tiempo para que las lágrimas nos inundaran y todos tuviéramos mucho que decir. Entre gritos y llantos, tratando de aliviar, de sacarlo todo, de buscar respuestas a las miles de preguntas que inevitablemente cuestionan todo lo que conocemos y creemos. Dejé que saliera todo lo que había estado guardando. Las lágrimas venían desde la boca del estómago y no había manera de controlarme. Físicamente me dolía el alma. Tantas preguntas sin respuesta. Tanto dolor. La línea delgada entre la vida y la muerte. Un viaje en el tiempo. La inmensidad del mundo que nos hace sentir como lo que en verdad somos: diminutos. Pero al mismo tiempo tantas emociones que no hay quien me pueda decir que soy insignificante.

Amaneció. Esta vez el viento no corría con la fuerza de los días anteriores. Es más, no había viento. Tanya, Shelly y yo íbamos a ir a una última secundaria a lado del campamento. Nos despertamos antes para salir más temprano.

Estábamos terminando de desayunar cuando Shelly corrió a la entrada para levantar en sus brazos a una señora en sus últimos alientos. Corriendo hacia lo que un día antes había sido la clínica nos daba órdenes para ayudarla. La adrenalina me impulsó y en un segundo hice un suero para empezar a darle gota por gota. La canalizaron, y de ser un saquito de huesos, al irnos del campamento se estaba incorporando nuevamente, ya lograba mantenerse sentada con un poco de ayuda. Shelly se quedó con ella y nos fuimos Tanya, Ashley y yo a la secundaria detrás del campamento. Fuimos parte de su ceremonia de efemérides y asta bandera, cantando en círculo canciones en Turkana nos daban la bienvenida.

Pasamos al salón de niñas. Eran supuestamente veinte, de las cuales, ese día habían llegado solamente doce. Les explicamos nuevamente la importancia de la higiene femenina y cómo usar los pads. Los entregamos junto con calzones nuevos. Llenamos una bolsa con un mix de dulces y pasamos a repartirlo a los salones. Los ojos de los niños se iluminaron y las sonrisas de media luna no se desprecian. Un caramelo y una paleta a cada niño, y no cabían de la felicidad en esos salones. Todos estiraban la mano para tocar la nuestra, para darnos un último abrazo, un último adiós.

Regresamos al campamento solamente para subirnos al jeep. Todos los niños estaban en la reja, despidiéndose, peleándose por nuestra atención. Entre sonrisas profundas, lágrimas de tristeza y desesperación por ambas partes nos despedimos y comenzó nuestro viaje de regreso. Una voz en el camión dio inicio al mantra que nos permitió salir enteros:

טוֹב לְהֹדוֹת לַיהוָה, וּלְזַמֵּר לְשִׁמְךָ עֶלְיוֹן לְהַגִּיד בַּבֹּקֶר חַסְדֶּךָ, וֶאֱמוּנָתְךָ בַּלֵּילוֹת

Es bueno agradecerle a D-s, cantar Su nombre en alto para agradecer en las mañanas Su benevolencia, y en las noches Su fidelidad.

Todos nos unimos al mismo tono, al mismo ritmo. Entré en una meditación profunda. Dejé de ver todo lo que había a mi alrededor, tal vez como mecanismo de defensa. Estábamos en un túnel de oscuridad y de las palabras que cantábamos salía luz que nos permitía ver la grandeza de las montañas, del universo; de las personas que tocamos se llenaba nuestro corazón.

Todo el camino de regreso fuimos cantando, un proceso automático para poder sobrellevar tanta carga emocional. No fue hasta la dinámica de Shabbat, esa noche con Beni, que pudimos empezar a estructurar un poco todo ese mar de sentimientos. Entender que somos parte de una gran imagen, hay que entender la vida como tal. Lo que nos diferencia del animal es la consciencia y si habláramos del proceso evolutivo de Darwin dejaríamos que el instinto de supervivencia animal deje sobrevivir solamente a la especie más fuerte.

Sin embargo, tenemos la capacidad de razonamiento y si no tomamos la responsabilidad que ésta conlleva, nos convierte automáticamente en la especie más perversa en la superficie terrestre. El ser humanitario es un trabajo de todos los días, una responsabilidad y obligación para con el mundo. El ser judío humanitario es combinar lo mejor de la espiritualidad con la más pura bondad humana para enfrentar un mundo con fallas, lleno de maldad y adversidad, es aspirar a ser un mejor ser humano, comportándose y actuando de manera constructiva y benéfica.

Es Tikun Olam, reparar el mundo trayendo de vuelta esos pedacitos rotos, esparcidos por todas partes, para devolverle a este tiempo a los verdaderos seres humanitarios.