IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO – La espiral de violencia entre israelíes y palestinos parece no tener solución. Es una espiral de baja intensidad, por supuesto. Los palestinos no se van a arriesgar a una confrontación a gran escala, porque saben que por esa vía no pueden derrotar a Israel.

Su último gran proyecto se vio frustrado en 2014, cuando en el marco del conflicto desatado por el asesinato de tres jóvenes estudiantes judíos, el ejército de Israel puso al descubierton una inmensa red de túneles que Hamas estaba preparando para efectuar un mega-atentado en Septiempre de ese año, durante las Festividades Mayores del Judaísmo.

El objetivo de ese mega-atentado, por supuesto, no era la destrucción de Israel. Eso –repito– es y era imposible. Pero los terroristas de Hamas lo saben y por eso su objetivo era, evidentemente, de otra índole: tomar por sorpresa a la población civil fronteriza con Gaza, matar a la mayor cantidad posible de israelíes, y secuestrar a tantos civiles como se pudiera. De ese modo, tendrían una fortísima carta de negociación con Israel, que habría logrado dos objetivos fundamentales: evitar que la reacción israelí fuese devastadora (porque, en realidad, Israel puede destruir por completo a Hamas) al usar a los rehenes como escudos humanos, y doblegar a Israel en las eventuales negociaciones para liberar a los prisioneros. Seguramente, la exigencia habría sido que Israel pusiera en libertad a cualquier cantidad de terroristas arrestados en cárceles israelíes.

Y probablemente hubieran funcionado. Es decir, contra toda lógica, probablemente Hamas hubiera doblegado y derrotado a Israel en ese otro tipo de guerra.

¿Por qué? Porque Israel tiene un severo problema, una debilidad grave. Y Hamas lo sabe.

Israel es demasiado bueno.

Hay un molesto axioma que desagrada a casi todos porque es políticamente incorrecto, pero en este caso es más que acertado: la verdadera paz sólo se logra cuando uno de los dos contendientes es derrotado de manera absoluta.

El problema es que a Israel siempre le ha ganado el impulso a negociar y tratar con amabilidad a los palestinos, y por ello siempre se ha abstenido de aplicarles la derrota definitiva.

Ariel Sharón, ya viejo, decía que de lo único que se arrepentía como militar era de no haber liquidado a Yasser Arafat en 1982, en Beirut. Lo tuvo a la mano. Lo pudo haber eliminado, pero se dejó convencer por la presión internacional (ah, la ONU y sus similares, siempre defendiendo a los terroristas y exigiéndole a Israel “moderación” y “contención”), y permitió que Arafat y los líderes de una OLP derrotada en absoluto, huyeran a Túnez.

El terrorismo palestino fue derrotado, pero no de manera absoluta. Entonces, hizo lo único que se podía esperar: se reorganizó, se reeestructuró, y siguió cometiendo atentados terroristas.

Luego vinieron los acuerdos de Oslo de 1993. Otra vez, el “buenismo” se impuso. Se firmaron acuerdos de paz. Hasta se logró el Premio Nobel. Se hizo un arreglo que establecía que Israel tenía que empezar a soltar el control del territorio a los palestinos, y estos tenían que empezar a desmantelar la infraestructura terrorista.

¿Qué sucedió? Israel cumplió. La llamada Zona A pasó a control absoluto palestino, y la llamada Zona B pasó a control administrativo palestino.

¿Se desmanteló el terrorismo? No. Siguió tan funcional y operativo como siempre. Después de varios desencuentros caracterizados por la violencia palestina, en el año 2000 Ehud Barak hizo la más grande oferta posible a Arafat. Habría sido la mayor victoria posible para los palestinos. Israel entregaría el control absoluto del 95% de Cisjordania, y la mitad de Jerusalén.

Arafat respondió, para desconcierto de Bill Clinton (promotor de esas pláticas) con un rotundo y contundente “no”. Regresó a Ramallá para echar a andar la Segunda Intifada, el episodio más violento en la historia del conflicto israelí-palestino, que se saldó con alrededor de 1,500 israelíes y más de 5,500 palestinos muertos.

Al final, los palestinos fueron derrotados. Su intifada no logró, políticamente hablando, absolutamente nada. Por supuesto, ganó en el aspecto mediático: simpatías por todos lados, resoluciones contra Israel, todo eso, pero en el terreno práctico no obtuvo absolutamente nada. Por el contrario, Arafat terminó de desprestigiarse ante el Estado Judío, y terminó sus días de manera miserable y penosa, vencido, enfermo, y aislado en su palacio de gobierno, rodeado por tropas israelíes que no lo dejaron moverse hacia ningún lado, salvo para ir a morir a París.

Entonces llegó Abbás. Moderado, decían (y siguen diciendo). Un verdadero socio para la paz. Y, sin embargo, la violencia palestina siguió.

En el otro extremo, que se cocina aparte, en 2005 Sharón ordenó la retirada unilateral de Israel de Gaza. Sin negociación de por medio, decidió dejar ese enclave bajo control total palestino. Un gesto que tenía que haberse interpretado como un intento por avanzar en las negociaciones da paz.

Hamas lo interpretó de otro modo. En su propaganda, lo presentó como “la primer derrota del ejército sionista”, y anunció que pronto sería liberado el resto del territorio. Que pronto todo Israel sería destruido.

Gaza entró en caos. Se celebraron elecciones, y Hamas ganó abrumadoramente. Pero su victoria no se detuvo en el aspecto administrativo. Lanzaron una cacería de brujas contra los militantes de Al Fatah, que fueron sistemáticamente masacrados en uno de los episodios de violencia interna palestina más agresivos de los últimos años.

Por supuesto, la política hacia Israel fue la institucionalización del terrorismo. Desde que quedó “libre de la ocupación israelí”, Gaza disparó más de 12 mil cohetes contra la población civil judía. Eso obligó a Israel a desarrollar los más modernos sistemas antimisiles, y eso llevó a funcionarios de la ONU a decir estupideces sublimes como que Israel “era injusto” por tener con qué defenderse, o incluso que tenía la obligación moral de compartir su tecnología con los terroristas de Hamas “para que la guerra fuese pareja”.

En tres ocasiones (la última, la ya referida en 2014) Hamas fue derrotado. Tuvo que detener sus ataques y replegarse para intentar reconstruirse.

Pero nunca fue aplastado. Su derrota no ha sido contundente. Por eso, invariablemente, se repliega no para buscar la paz, sino para rearmarse, para reconstruir sus túneles, para volver a planear violencia. No le importa desperdiciar millones de dólares en infraestructura terrorista, en vez de construir escuelas y hospitales. No le interesa cometer crímenes de guerra usando a su población civil como escudos humanos, porque ya sabe que la humanidad estúpida de todos modos protestará contra Israel.

Por eso, la violencia sigue.

En uno y mil foros, Israel ha pedido a la comunidad internacional que detengan el irracional apoyo a los palestinos, y les presionen para que vuelvan a la mesa de negociaciones.

No hay respuesta. Tarde o temprano, todos los organismos, todas las instituciones, siempre terminan por repetir el discurso de que “Israel es una potencia ocupante”, y por eso “los palestinos se frustran y no tienen más remedio que recurrir a la violencia”.

Es un argumento tan irracional como absurdo. Desde ningún punto de vista –ni jurídico ni histórico– se puede definir a Israel como “potencia ocupante del territorio palestino”. Se ha demostrado una y mil veces. Pero no importa. Es el discurso políticamente correcto, y eso hace que, al final de cuentas, el resto de la humanidad se mantenga al margen del conflicto, aunque no sin dejar de mostrar un cierto apoyo moral a los palestinos, que no tardan en interpretarlo como el permiso para seguir con su ola de violencia.

Al interior de Israel, el problema se refleja de otra manera, se vive en otras frecuencias.

De fondo, el problema sigue siendo el choque de perspectivas entre el Sionismo clásico y el Sionismo Revisionista, entre la perspectiva de David ben Gurión y la de Zeev Jabotinsky.

Israel, básicamente, se fundó y se desarrolló bajo los conceptos heredados de Ben Gurión y sus colegas que fundaron el Partido Laborista. Y, guste o no, la crisis del laborismo –que se ha visto relegado como fuerza política desde hace mucho– se debe a que han llevado esos conceptos a sus últimas consecuencias. El Likud y otros partidos etiquetados como “la derecha” israelí, poco a poco se han acercado hacia las ideas básicas de Jabotinsky.

¿Por qué? Porque, guste o no, Jabotinsky fue un sionista realista. Se dio cuenta de la dimensión del problema, y calculó acertadamente qué era lo que iba a pasar.

Ben Gurión y su Sionismo “moderado” siempre apostaron por la negociación, por el privilegio de la política. Jabotinsky, en cambio, advirtió que esa ruta no iba a ofrecer las soluciones definitivas, por la simple razón de que los árabes no creían en eso, y nunca la iban a hacer.

A Jabotinsky se le acusó de fascista, de extremista, de radical. Pero no lo era. Sólo era un tipo a quien la corrección política el importaba un comino, y que no temía decir las cosas como son.

Y Jabotinsky advirtió que si a los árabes no se les derrotaba contundentemente, no se les doblegaba al punto de que no tuvieran más opción que rendirse sin condiciones, la paz nunca llegaría e Israel tendría que vivir o bien al filo del riesgo, o bien soportando episodios de violencia terrorista.

Tenía razón. Ben Gurión, en cambio, se equivocó.

Después de casi 70 años, el panorama lo demuestra: si los países árabes en general se han retirado del conflicto y ya no son una amenaza para Israel, fue porque las derrotas de 1967 y 1973 les hicieron entender que no había alternativa. Tenían que rendirse.

Si los palestinos insisten en su estrategia violenta, generada desde las autoridades “moderadas”, como Mahmoud Abbás (un incitador profesional), es porque a Israel siempre le ganó el “buenismo” en el momento crítico. Siempre dejó –o más bien, soñó ilusamente– que los palestinos podrían optar voluntariamente por la ruta de la negociación y la política.

Una vez tras otra, el resultado ha sido el mismo: violencia, violencia y más violencia. Generalmente, de baja intensidad (pero eso es un placebo; la gente de todos modos sigue muriendo, y lo absurdo es que siempre son palestinos la mayoría de las víctimas); a veces, se desborda y todo concluye en Israel imponiendo el peso de su poderío militar para aplastar los esfuerzos palestinos por destruir al Estado Judío.

Pero no se ha llegado a la derrota definitiva. No se ha llegado al punto donde los palestinos de verdad digan “esta no es la ruta”. Israel siempre se ha abstenido de propinar ese golpe militar contundente, por corrección política, por buenismo, o por seguir creyendo que hay que obedecer a Ben Gurión y no a Jabotinsky.

El resultado, desde los primeros enfrenamientos directos entre israelíes y palestinos en 1979, es cero avance.

Estamos donde empezamos.

La solución, por lo tanto, no es seguir por esa ruta.

Guste o no, parece que es hora de que Israel se tome en serio la posibilidad de que la negociación no es la solución.

La única alternativa objetiva y con futuro es derrotar a los palestinos. Contundentemente.

Y por favor, no me digan que eso va a aislar a Israel. Décadas de buenismo laborista no tuvieron un resultado distinto. No me digan que eso va a fomentar la violencia y el terrorismo palestino. Los episodios más violentos y con peores resultados se han dado justo cuando el gobierno lo ha tenido el Partido Laborista, los herederos de Ben Gurión, los que más resistencia le tienen a la victoria real, y que más sufren de cargos de conciencia ante la posibilidad de aplastar al proyecto terrorista palestino.

A veces, hay que ponerle atención a las partes más incómodas de la Biblia, como esta:

“Todo esto he visto en los días de mi vanidad: Justo hay que perece por su justicia, y hay impío que por su maldad alarga sus días. No seas demasiado justo, ni seas sabio con exceso. ¿Porqué habrás de destruirte? No hagas mucho mal, ni seas insensato. ¿Por qué habrás de morir antes de tiempo? Bueno es que tomes esto, y también de aquello no apartes tu mano; porque aquel que a D-os teme, saldrá bien en todo” (Kohelet-Eclesiastés 7:15-18).