IRVING GATELL PARA AGENCIA DE NOTICIAS ENLACE JUDÍO MÉXICO — La competencia política en Israel encarnada, principalmente, por los partidos Laborista y Likud (que se han alternado el poder siempre, salvo por el breve lapso en el que gobernó Kadimá) no es sino el eco del conflicto ideológico entre el Sionismo tradicional de David ben Gurión, y el Sionismo Revisionista de Zeev Jabotinsky.

Más allá de las etiquetas fáciles que se le puedan poner a cada tendencia, la diferencia de fondo que hubo entre Ben Gurión y Jabotinsky fue que el primero creía en la negociación y en la búsqueda de la concertación, y el segundo no. Era absolutamente escéptico al respecto.

Además, Jabotinsky tuvo ese extraño encanto de nunca preocuparse por lo “políticamente correcto”, y por eso ha sido visto tradicionalmente como alguien demasiado cercano al fascismo.

Pero no. Jabotinsky no era fascista. Simplemente, era realista. Y los años se han encargado de demostrarlo, debido a que en general, las soluciones prácticas que el Estado de Israel ha tenido que implementar en el conflicto primero con los árabes en general, y luego con los palestinos en particular, han seguido más las rutas planteadas por Jabotinski, que las establecidas por David ben Gurión.

Desde un principio —y con ello me refiero a antes de la II Guerra Mundial— Jabotinsky fue uno de los pocos que se dieron cuenta de la magnitud del conflicto que se venía. Tanto en Europa, donde previó que estaba por comenzar una catástrofes sin parangón para el Judaísmo, como en Medio Oriente, donde acertó en su perspectiva de que los árabes no aceptarían ninguna negociación, y que el establecimiento de un hogar nacional judío pasaría por un inevitable episodio de violencia.

Por eso sus propuestas eran radicales. En su opinión, la única alternativa viable era, simplemente, derrotar a los árabes. Doblegarlos al punto de no darles más opción que la rendición total.

Ben Gurión se opuso a ello. Siempre fue un fiel creyente en la política, y eso lo impulsó a buscar soluciones negociadas. Al momento de declarar la independencia del Estado de Israel, ofreció arreglar la paz con los estados árabes vecinos, pero su oferta cayó en oídos sordos, y lo que hubo fue guerra. Tras la sorprendente victoria israelí, nuevamente ofreció negociar la paz a cambio de devolver los territorios capturados y que no correspondían al Plan de Partición de la ONU, pero nuevamente recibió sólo amenazas.

Esa sería la tónica de todos los episodios violentos entre árabes e israelíes, incluyendo las dos grandes confrontaciones que fueron la Guerra de los Seis Días (1967) y la Guerra de Yom Kippur (1973). Abba Eban, canciller israelí, lo resumiría de un modo simplemente genial: “Esta es la única guerra en la que el vencedor ofrece la paz, y los vencidos exigen la rendición incondicional de los vencedores”.

Debe decirse que, en cierto modo de ver las cosas, Ben Gurión y su grupo estaba mejor conectado con el Judaísmo tradicional, una identidad espiritual y social que siempre buscó las soluciones negociadas y siempre prefirió la paz a la guerra. Por ello la importancia que le daban a que el Sionismo en general, y el Estado de Israel en particular, fuesen vistos no sólo como un ejemplo de voluntad indomable, sino también un ejemplo moral.

Es probable que eso fuera, justamente, lo que le resultaba a muchos odioso en la personalidad de Jabotinsky: tan “poco judío”, tan poco tolerante, tan radical en su postura, casi al punto de parecer que quería, anhelaba las soluciones violentas.

Pero la realidad se encargó de desencantar a los propios israelíes, y en 1977 —en una situación que tomó por sorpresa a muchos—, el partido Laborista perdió las elecciones y fue Menajem Begin quien subió a la posición de Primer Ministro. Hacía cuatro años que Ben Gurión —para entonces, una figura de proporciones míticas— había muerto, y con ello se había acentuado la crisis interna del laborismo, paralela al impulso ascendente del Likud.

Lo sorprendente es que Begin representaba, en muchos aspectos, lo “peor” del Sionismo Revisionista: había sido el jefe del Irgún, un grupo paramilitar similar a la Haganá de Ben Gurión, pero con menos escúpulos a la hora de luchar contra los ingleses o los árabes. Begin estuvo directamente involucrado en el célebre atentado en el Hotel Rey David en 1946, que se saldó con la muerte de 91 personas (si bien el objetivo era destruir evidencias documentales de los vínculos entre la Agencia Judía y algunos grupos clandestinos; la gente de Begin advirtió que iba a estallar una bomba en el hotel, pero en vez de que la gente huyera, se arremolinaron varios curiosos y eso devino en un saldo nefasto en pérdidas humanas). Luego, ya en plena guerra por la independencia de Israel en 1948, Begin se vio involucrado en otro evento terrible: la matanza de Deir Yassin, en la que unos 120 aldeanos fueron asesinados durante un operativo del Irgún. Las condenas llegaron de todos lados: desde Ben Gurión y la Agencia Judía, incluyendo a Albert Einstein.

Pero en 1977 todo era distinto. Los esfuerzos laboristas por llevar adelante una política conciliatoria y de negociación no habían dado ningún resultado, y en cambio los árabes ya habían lanzado dos grandes intentos bélicos por destruir a Israel. En 1967, con la célebre Guerra de los Seis Días, y en 1973 con la Guerra de Yom Kippur. Además, las incursiones de los comandos terroristas de la OLP de Yasser Arafat eran frecuentes, y muchos israelíes estaban muriendo en esos atentados. Por ello, con todo y sus antecedentes belicosos (o tal vez precisamente por ellos), Begin ganó la elección. Por primera vez en la historia del Estado Judío, los laboristas —herederos del Sionismo tradicional de David ben Gurión, Padre de la Patria— perdieron el poder y el ala “radical”, más influenciada por la postura de Jabotinsky, tomó las riendas del país.

Como si todo eso no fuera suficiente, la ironía hizo acto de presencia dos años después: fue Menajem Begin, el antiguo jefe del Irgún y cómplice en el atentado del Hotel Rey David y la matanza de Deir Yassin, quien protagonizó la negociación y firma del primer tratado de paz entre Israel y un país árabe (Egipto) en 1979. Begin y Anwar el-Sadat consiguieron lo que ni Ben Gurión, Moshé Sharet, Levi Eshkol, Golda Meir, Jaim Weizman, o ningún otro laborista: un acuerdo (que sigue firme hasta la fecha) y el Premio Nóbel de la Paz.

Desde entonces, poco a poco el balance de poder en Israel ha cambiado. Después de la gesión de Begin (1977-1983), el Likud mantuvo el poder con Yitzjak Shamir (1983-1984), y hasta entonces la elección la volvió a ganar el Laborismo con Shimón Peres (1984-1986), para luego perder otra vez ante Shamir (1986-1992). Luego regresaron al poder con Itzjak Rabin (1992-1995), sustituido por Peres tras su asesinato (1995-1996), pero fueron desplazados por Benjamin Netanyahu en su primera gestión (1996-1999), para recuperar la preminencia con Ehud Barak (1999-2001). Desde entonces, el partido Laborista no ha vuelto a ganar las elecciones en Israel.

Es decir: desde 1984, el Laborismo ha gobernado Israel ocho años nada más. Tomando en cuenta que el partido Kadimá gobernó otros ocho años (2001-2009), significa que el Likud ha gobernado 17 de los últimos 16 años. Incluso, Benjamín Netanyahu es, hoy por hoy, quien más tiempo ha ocupado el cargo de Primer Ministro, superando incluso a David ben Gurión.

En otras palabras, podemos decir que desde el inicio de los combates directos contra los palestinos (que comenzaron en 1978 con la Operación Litani), el Likud se ha convertido poco a poco en el grupo que ha ejercido el liderazgo en Israel.

Eso significa que el electorado israelí ha encontrado en el Likud —heredero del revisionismo de Jabotinsky— las mejores respuestas al problema de la violencia terrorista. Porque, a fin de cuentas, las elecciones en Israel suelen ser definidas por las políticas que cada partido promete en relación al conflicto.

En todo este lapso, una nueva ironía vino a hacerse presente: pese a que el laborismo se ha mantenido fiel al discurso de “negociar” y ha criticado agriamente al Likud y a sus líderes por “entorpecer el proceso de paz”, fue durante la gestión de Ehud Barak que comenzó la Segunda Intifada, que a la postre vino a ser el episodio más violento entre israelíes y palestinos. Es decir: la política negociadora laborista simplemente falló.

La última confrontación electoral fue un perfecto escaparate para apreciar lo que cada grupo trae en su propio discurso. Tzipi Livni e Isaac Herzog estuvieron al frente de la llamada Coalición Sionista, toda vez que era evidente que con el puro apoyo del Partido Laborista no iban a poder hacer frente a Netanyahu y los partidos de derecha.

El asunto se tornó escandaloso, porque además se hizo evidente que contaban con el abierto apoyo de Barak Obama, acaso el más interesado en que Netanyahu fuese desplazado del poder en Israel.

La idea generalizada de este sector de la política israelí (y hasta estadounidense) era que Netanyahu estaba haciendo “todo lo posible” por sabotear el proceso de paz con los palestinos, especialmente por medio de la construcción de viviendas en los asentamientos judíos en Cisjordania (algo que los palestinos nunca habían reclamado, por cierto; esa idea de ver los asentamientos como “un obstáculo para la paz” fue aportación de Barak Obama).

Como propuesta alternativa, Herzog y Livni hablaron de negociar (otra vez…), hacer concesiones a los palestinos para que regresaran a la mesa de negociación, y congelar todas las acciones del gobierno israelí que fuesen vistas por la Comunidad Internacional como “estorbo para el proceso de paz”.

No era un momento sencillo. Acababa de pasar la última confrontación contra los terroristas de Gaza, misma en la que John Kerry fue enviado por Barak Obama a —literalmente— exigir la rendición de Israel. Así que en la lista de “estorbos para el proceso de paz” había muchas acciones israelíes que eran de elemental defensa propia.

Pese a que los sondeos hablaban de una inminente victoria de Herzog y Livni, el día de la elección —y para desesperación de Obama—, Netanyahu se alzó con una victoria clara e irreversible.

Una de las lecciones que se tienen que obtener de este episodio (sin olvidar, por supuesto, sus antecedentes) es que la población israelí, la más afectada en toda la Historia por el terrorismo, ha aprendido poco a poco que al terrorismo se le enfrenta con fuerza y sin concesiones (de hecho, los momentos en que Netanyahu ha visto comprometido su liderazgo ha sido por la opinión generalizada de que estaba siendo “demasiado blando” con los palestinos), no con promesas de negociación ni rindiendo los intereses de Israel ante la presión de organizaciones abiertamente judeófobas y pro-palestinas, como lo fue la ONU de Ban Ki Moon.

En teoría, no se puede negar que los ideales de Ben Gurión fueron de lo más elevados. Su disposición a negociar incluso fue fundamental para que, en su arranque, Israel lograra muchas cosas que de otro modo no se habrían logrado.

Pero tampoco se puede negar que Jabotinsky tuvo razón en un punto: Israel no tenía socios para la paz, y ante eso no quedaba más remedio que ser pragmáticos y realistas.

Los eventos lo demostraron: apenas un país árabe estuvo dispuesto a negociar la paz después de haber sido derrotado dos veces, contundentemente, por Israel. Después de la Guerra de Yom Kippur, Sadat entendió que los árabes no tenían modo de hacer frente a Israel por la vía militar. Pragmático como el propio Begin, propuso negociar, las dos partes se sentaron en la mesa, y se firmó la paz.

Parecía, por un momento, que una nueva ruta se abría. Pero los palestinos se encargaron muy pronto de mostrar que no, que la ruta nunca sería la negociación ni la paz: en 1980 asesinaron a Anwar el-Sadat, por “traición a la causa palestina” al firmar un tratado de paz con “el enemigo sionista”.

Si no hay socio para la paz, los grandes ideales de paz y conciliación sirven muy poco. Y la sociedad israelí lo sabe. Por eso no le dio al Laborismo el apoyo para hacerse cargo del destino del país (y por eso partidos de izquiera y delirantes como Meretz se mantienen en el fondo de las preferencias electorales).

Europa está en la encrucijada de decidir cómo debe enfrentar el problema del terrorismo. Para desgracia suya, arrastra en mayor medida el peso de esa tradición “buenista” que, en otras circunstancias y otro nivel marcó a David ben Gurión. Negociar, conceder, contentar al enemigo con apoyos, territorios, cancelación de todo aquello que no le gusta.

El resultado es el mismo que en Israel: justo cuando Ehud Barak hizo las ofertas más amplias a Yasser Arafat para lograr la firma de la paz definitiva, Arafat mostró una vez más (lo hizo tantas veces, que no entiendo por qué había gente esperando a que hiciera otra cosa en ese año 2000) que no deseaba ningún acuerdo. Dijo que no a todo, regresó a Ramallá, y organizó la Segunda Intifada, que se saldó con más de 7 mil muertos (la mayoría, por supuesto, palestinos). Al final no obtuvo nada. Absolutamente nada. Los palestinos perdieron en todos los campos e Israel no volvió a considerar al viejo padre del terrorismo moderno como un interlocutor legítimo del pueblo palestino, pese a la siempre sesgada y anti-israelí presión internacional. Las tropas israelíes recluyeron a Arafat en su Mukata, y allí pasó sus últimos años, enfermo y deprimido, logrando salir sólo para ir a París a morir.

Un fin miserable para una vida miserable.

A Europa le pasa lo mismo: siempre concede, siempre renuncia, siempre deja a los grupos musulmanes hacer lo que quieran. Para evitarse problemas, dicen.

Pero no. Los problemas están allí, y son bastante severos. Y lo peor de todo: apenas comienzan.

Sería buen momento para que los europeos comiencen a estudiar a fondo la vida e ideas de Zeev Jabotinsky.

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