Enlace Judío México.- ¿Ustedes creen que es fácil emigrar?

Pues no, y ahí les va un solo ejemplo. Vivimos en una época y una sociedad ingrata. Una sociedad que contrata a una serie de personas para que cuiden la aplicación de leyes que muchas veces no sirven para nada. A estos hombres los veía frente a mi departamento todos los días cuando vivía en Tel Aviv. Con su uniforme y su cara de hombres serios, como si estuvieran llevando a cabo una operación de vida o muerte por el país. Su “misión” es importantísima: tienen por obligación cuidar que se respete el bien más preciado de nuestro país y de nuestra civilización moderna. El derecho de estacionamiento.

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Su actividad es agotadora. Deben estar parados todos los días en los distintos puntos de las calles de la ciudad o ciudades israelíes, para vigilar que los coches estacionados lo estén debidamente. La labor de estos hombres, aparentemente limitada, tiene un valor inapreciable, y como siempre he pensado que una buena anécdota ayuda a alegrarnos la existencia, ahí va una, procedente de mi amiga Anna, mi alter ego, una venezolana que llegó hace unos meses a Israel por la situación político económica de su país. Llegó como nueva inmigrante, para que no vayan a creer ustedes que es ilegal.

Anna vive en un departamento alquilado en las afueras de Tel Aviv, pero consiguió afortunadamente un trabajo en Hertzlía. Al pie de su departamento, pegado a la banqueta, duerme su carro nuevo. A las seis menos cuarto de la mañana salió Anna el día martes de la semana pasada con su automóvil hacia su oficina en Tel Aviv.

Muy contenta iba mi amiga recordando los gestos chistosos que le había visto hacer en la televisión, la noche anterior, a la famosa cantante Shakira. Y recordándola, ella también cantaba y sonreía, ajena por completo a la gran sorpresa que le aguardaba.

Llegó a las inmediaciones de su oficina.

Cuando se disponía abandonar el carro después de haberlo estacionado, se le acercó un hombre con algo que parecía una carpeta en sus manos y le dijo con una seriedad filosófica:

-Son las nueve. A las diez tendrás que retirar tu carro pues solo se permite estacionar aquí durante una hora-.

-Pero si yo no salgo de la oficina sino hasta las cuatro de la tarde – le dijo Anna en su incipiente hebreo aprendido recientemente en un Ulpán, que el hombre adivinó tenía acento español, pues dijo shalón y no shalom, como solamente lo diría una latina.

-Lo siento-, le respondió el hombre, -entonces déjalo en otro lado, aquí no.

Anna entró nuevamente a su vehículo, y poniéndolo en marcha se alejó toda perpleja.

-Debe ser una ley dada pensando en los que solo trabajan de nueve a diez-, razonó. -Pero yo trabajo hasta las cuatro.
Seguramente mi amiga debe estar hasta hoy en día deambulando por las calles de la ciudad que apenas si conoce, en busca de un lugar para estacionarse.

Dale con La Paz

Todas estas noticias acerca de una guerra atómica entre Estados Unidos y Corea del norte, me tienen nerviosa desde hace unas semanas. Imagínense: misiles atómicos emplazados en muchos países y que caen sobre nosotros.

La explosión sobre Hiroshima inauguró la era atómica y, al dividir en dos partes la historia de la humanidad, mandó el pasado al rincón de los recuerdos ingenuos, al mismo tiempo que lanzó el futuro hacia cualquier parte, la parte incierta en la cual vivimos hoy en día desde entonces.

Toda una generación a la que le ha tocado vivir inserta en la parte atómica de la historia humana. Nos ha tocado, contra nuestra voluntad, pertenecer a esta generación, que sabe que el hombre es capaz de destruir la tierra y modificar el cosmos. No solo en las películas.

Siempre ha habido guerras. Pero nuestros abuelos y tatarabuelos, los hombres y mujeres de antes de la Segunda Guerra Mundial, nunca pensaron que una guerra podría ser la última. Las envidiables generaciones de antes no tuvieron a la bomba y a la destrucción radioactiva consecuente, como una pesadilla infantil, y tal vez por eso han gastado mucho menos dinero del que hemos gastado nosotros en psicoanálisis.

Pertenezco a una generación pacifista, por elemental instinto de conservación. Una generación enemiga de los galardones y las medallas militares hasta la paranoia.

Los adolescentes de mi generación se dejaban el pelo largo, y ponían inútiles flores en la boca de los fusiles.

De nuestra generación surgió el feminismo y las primeras luchas de las minorías sexuales, como una oposición definitiva al machismo de los militares.

Fue la misma generación que incineró sus cartillas de reclutamiento norteamericanas y denunció la Guerra de Vietnam. La generación que floreció en la primavera de Praga y lloró de rabia e impotencia cuando los tanques soviéticos llegaron a violarla. La generación que fue agredida y torturada por el Poder militar en Chile, Uruguay y Argentina. La generación que ha hablado de todas estas cosas tantas veces, que ha sido acusada de obsesiva.

Una generación humanista, ingenua tal vez, que propuso la paz y el amor a una mayoría silenciosa que, al igual que ahora en Israel, y al revés de nosotros, nunca ha dejado de llevar el espíritu uniformado, militarista, lleno de medallas de guerra.

Fuimos Piedras Rodantes, rolling stones, niños de las flores, porque bailamos con ellas en muchos lugares del mundo, pidiendo cosas tan absurdas como sobrevivir. Sí, tan absurdas como sobrevivir o vivir.

Crecimos con nuestros sueños pacifistas, pero no hemos conocido la paz, siempre bombas contra nuestro sueño. Como ahora, nuevamente, en que nos hablan de misiles atómicos.

Todos sabemos lo que las guerras han hecho a los grandes movimientos del espíritu humano. Hemos sabido siempre que éstas no traen la paz, y que son nuestro enemigo principal. Recuerdo las bombas que se nos ofrecieron por la televisión israelí en diferentes momentos, como espectáculo televisivo de aterradora “belleza”.

Hubo un silencio un tiempo, que pensamos se convertiría de silencio temporal en un silencio definitivo. Pero ya no estamos seguros. No lo sabemos. ¿Sabrán algo los gobiernos que dominan el mundo, algo que nosotros, simples mortales, no sabemos?

Esta generación pide Paz, una vez más, como lo ha pedido siempre, sin ningún resultado, como lo seguirá pidiendo, obsesivamente, hasta que nos borren del mapa tal vez, porque no, nunca aprendimos a pedir otra cosa…