Enlace Judío México – Es más fácil juzgar a los demás que juzgarnos a nosotros mismos. Sin embargo, los peores infiernos son internos. Tenemos miedo al peligro que corremos al juntarnos con gente desconocida, miedo a la tentación externa, pero realmente quien más puede hacernos daño, somos nosotros mismos. La siguiente historia nos enseña a reconocer la tentación, el instinto malvado y vencerlo. Esperamos les guste.

El malvado

Leví Itzjack, famoso ya de joven por sus grandes dotes, casóse con la hija de un hombre acaudalado, que buscaba un yerno culto. El primer año después de la boda le concedieron el gran honor de – en atención a su suegro – de que el día de Simjá Torá (Alegría de la Torá) dijese ante toda la comunidad congregada en la sinagoga, una oración de circunstancias. Leví Itzjack subió al púlpito, estuvo un rato inmóvil y extendió la mano, para envolverse en la estola; pero volvió a dejarla en su lugar y se quedó otra vez sin movimiento. El bedel le susurró al oído que no debía hacer esperar a la congregación.

– Bien – repuso; tomó la estola y con un gesto brusco la depositó de nuevo en sobre el pupitre.

El suegro avergonzóse de su yerno, de quien se vanagloriara tantas veces frente a la comunidad, y ordenó avisarle que debía comenzar el rezo inmediatamente o descender del púlpito. Pero antes de que el mensajero se acercará a Izjak, resonó su voz:

– Si eres hombre docto y jasid, di tú la plegaria – y volvió a su asiento.

El suegro no le hizo ningún reproche. Pero una vez en la mesa, cuando vio a Levi Itzjack en la mesa colmado de alegría, no pudo contenerse y exclamó:

¿Por qué me haz avergonzado de ese modo?

En respuesta díjole el joven rabí:

– Cuando extendí la mano para cubrirme con la estola, acercóse el malo y murmuró. “Quiero decir la oración contigo”. Yo le pregunté: “¿Quién eres, que te atreves a impetrar esa gracia?” Él repuso “¿Quién eres tú que te crees merecerla?” “Yo soy un hombre devoto”, dije. “También yo soy devoto,” replicó. “¿Dónde has estudiado?” Preguntéle con desprecio creyendo confundirlo. “¿Dónde has estudiado tú?”, preguntóme a su vez. Le dije dónde. “¡Pero si yo he estado ahí contigo!”, exclamó, sin poder contener la risa.

Me acordé de que así había sido, en efecto. “Bien, repuse en tono de triunfo, mas no olvides que yo soy jasid”. Y él, inconmovible como siempre. “También yo soy jasid”. Yo: “¿De qué justo eres adepto?”. “¿De qué justo eres adepto?”, preguntóme. “Del santo predicador de Meritsch”, contesté. El malo soltó otra vez una carcajada. “Yo he estado allí contigo y empapándome de jasidismo al lado tuyo. Por eso quiero que digamos la plegaria juntos.” Esto colmó la medida. No pude aguantarlo más y le invité a rezar solo. ¿Podía hacer acaso otra cosa?

Fuente: Raíces