Enlace Judío México.- Hasta antes de las once de la mañana de ese día 19 de septiembre del año en curso todo parecía normal, a no ser por el pequeño escozor y molestia que causa el escuchar una sirena que a los de cierta edad nos retrotrae a esa dimensión de hace 32 años, cuando literalmente se nos caía el mundo encima.

ENRIQUE RIVERA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Quién iba a decirnos que unas horas después la historia se repetiría pero ahora con otros tintes. Ya días antes Oaxaca y Chiapas habían sufrido el embate telúrico y, justo el 19 de septiembre, la capital del país sufriría los estragos.

Muchos como yo ni siquiera escuchamos la alarma, aunque sí sentimos algo raro y terminamos en el estacionamiento. Y ahí, detesto citarme, pero lo haré en esta ocasión: “Miré al frente, hacia atrás, a los lados y vi que no había pasado nada”. Un temblor más para mi historia personal que pasaría rápidamente.

Luego vendrían las imágenes en el celular, donde se veía en una panorámica, la ciudad enmarcada en un cielo azul lechoso, con fumarolas aquí y allá: “Nada de qué alarmase, pensaría en mi cabeza”.

Pero, la verdad es un velo que se descorre poco a poco, y así fue como las imágenes y los testimonios iban cayendo en mi misma cabeza. Ya para la noche, las calles aledañas a la Cruz Roja eran una romería, con incesante movimiento de autos, personas, pero especialmente de motociclistas, que se llevaron la palmas, pues esos aparatos llenos de ruido llevaban no sólo medicamentos, agua, herramientas, sino personal médico, enfermeras a los puntos más críticos. Eran caravanas haciendo el bien, mostrando que hoy, como hace 32 años, la sociedad civil rebasaba a las instancias oficiales.

Los siguientes días coincidieron con Rosh Hashaná, días de guardar, de dar gracias y de preocupación. Mientras unos rezábamos a D-os, a través del Estado de Israel, y por medio de organizaciones como Cadena, la Cruz Roja y cientos de voluntarios llevaban a cabo diversas labores de rescate y ayuda a la población. Yo el viernes, al terminar el rezo, me incorporé, primero a la Cruz Roja, donde había una larga lista de espera de personas deseosas de meter las manos para ayudar.

Estuve en la gloriosa División de Enlatados, al mando de la Unidad de Verduras y Picantes (salsas, chiles, rajas) que se disponían a lo largo de una mesa desde donde se metían a las cajas de despensas. Luego de unas dos horas vino alguien a preguntarme cuánto tiempo llevaba ahí, al decirle, me pidió con una sonrisa en los labios que “ahuecara el ala”, es decir, ‘muchas gracias por su participación’, debemos darle cabida a otras personas que llevan esperando ya un rato. Me moví y justo llegó el mero mero de la Cd. a tomarse foto conmigo.

Era muy temprano para irme a casa y mucha la necesidad. Me desplacé al lado del Parque España. Ahí había mucho movimiento, medio acéfalo, pero se movía y se necesitaba. Estaban solicitando gente para ir a Morelos y otros lugares. Me hubiese encantado, pero mis obligaciones al otro día me lo impedían. Cuando dijeron brigadistas, me apunté. No sabía exactamente qué hacían, pronto me enteré: remover escombros, ayudar, etc.

Nos dijeron: ‘deben de comer’ y justo pasó una señora, de los cientos de voluntarios que ese día y durante la emergencia se dedicaron a alimentar a todo mundo, ofreciendo tortas de Nutela. Yo tomé una por si se ofrecía.

Había que hacer, como paso previo, dos cosas: traer botas y pintarse la piel. ¡Queeeeé! Yo no soportó ver que alguien se pinté una florecita en las manos o lo que sea y yo debía de etiquetarme con nombre, un teléfono de alguien para avisarle en caso de desastre (¿más?) y el tipo de sangre. Le di gracias a D-os de que era un número local. Acto seguido, fuimos a una callecita llamada Monosabio (y Bolívar) Salimos 10 personas del Parque España. Llegamos en Uber ahí para ver tres edificios, uno de ellos estaba tocado y destinado a derrumbarse.

Al lado de ese edificio vi a una anciana que se asomaba por la ventana, sus cabellos blancos en una larga trenza, su rostro arrugado, el suéter beige que cubría sus hombros, puesto sobre una bata y la mirada como perdida, tratando de ver más allá de la calle y de las horas por venir, se me quedarán grabadas por siempre. ¿Cuántas personas como ella se enfrentarían y se enfrentan a la incertidumbre de la noche, las horas y los días por venir?

Hubo discusiones entre un jefe de los brigadistas y vecinos del lugar. Total, nos subimos a una camioneta pick up y nos fuimos cerca de la calle de Pestalozzi, cerca del Viaducto. Ahí nos recibió un tipo, a quien le llamaban el ruso: ojo azul, güero, alto, con voz de mando, de nombre Iván y apellido impronunciable. Él puso la baraja sobre la mesa en forma rápida y clara. “Sólo pueden apoyar en el área de escombros quienes traigan botas”. Sonreí, como diciendo, ya la hice.

“Quien traiga calzado sin casquillo de acero, por favor, no se meta. Ya que si les cae una piedra en el pie les puede romper los dedos y hasta el metatarso (ahí mi sonrisa se me fue a los escombros). Pueden ayudar acarreando equipo”, sentenció, y ahí fui a dar.

Había otra posición, a la cual me descalifiqué inmediatamente: estar al lado de un edificio y a cualquier ruido que éste hiciera, como anunciando su caída, correr a avisar. Decidí hacer algo menos protagónico, como ayudar a cargar picos, cables, cajas y ayudar en el armado de carretillas. El edificio no caía y no lo tiraban por la duda de que alguien estuviera adentro aún.

En el inter aproveché para tomar una de las lechitas de sabor que ahí se ofrecían. Al poco rato, de los diez que llegamos ahí, cuatro nos retiramos a La Condesa. Mi torta de Nutela, que aún traía conmigo, se iba compactando gracias a que me sentaba en ella.

Al regresar y platicar con uno de los jóvenes que movían el campamento me comentó que ellos había estado en un edificio colapsado en la calle de Álvaro Obregón, ahí llevaron herramienta de la que les habían donado. Trabajaron, y al terminar dejaron ahí los utensilios. Horas después, cuando regresaron por la herramienta para trabajar en otro lugar, los de Protección Civil ya no quisieron proporcionárselas.

Eso sí duele: qué se va a hacer con todo lo donado en herramientas y otros utensilios. Quién va a dar cuenta de ese material, adónde va ir a parar. Debería de hacerse un inventario para saber qué es lo que existe y que, ojalá no pase, en otra desgracia poder echar mano de eso.

Por unos días se respiró la unidad nacional, en esos días vimos un México hermanado y ahora comienza, en varios aspectos, el México del agandalle, de la alevosía. Me comentaban que ya en la Condesa y en la Roma han llegado grupos de personas para instalarse y pelear por un departamento, cuando ellos no son vecinos de ahí, pero sí afiliados a algún partido político.

Varias horas después, ya con mi torta hecha tostada, me senté en medio de la noche a mirar todo el movimiento, todo el drama y la heroicidad de México. Mentalmente daba las gracias a los socorristas que llegaron de Estados Unidos, de Japón, Alemania, España, Israel y una larga fila de países que demuestran su amistad en momentos tan duros como este temblor.

Días después, al viajar en el metro, un hombre me cuestionó sobre la kipá que traía. Me preguntó si era árabe, le dije que no. Que era judío. A lo que muy seguro de sí mismo me reprochó: “Ustedes no ayudaron en nada, ahora en lo del temblor”. Respiré profundo y mientras pensaba en Cadena, sólo atine a decirle: “¿No escuchó que vino un destacamento del Ejército de Israel?”. El hombre se quedó callado y bajando un poco la mirada y la voz sólo expresó: “Sí, es cierto”.