Enlace Judío México.- En 2011, Estados Unidos suspendió sus colaboraciones económicas a la UNESCO como medida de protesta contra la aceptación de Palestina como “estado miembro”. Podemos decir que ese fue el inicio del proceso que culminó la semana pasada, cuando ese mismo país llegó a una decisión todavía más radical: desincorporarse definitivamente del organismo. Unas horas más tarde, Israel hizo su propio anuncio de desincorporación.

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Y viene la queja y el discurso plañidero de los malquerientes de Israel, que son muchos en este mundo: se trata de un evidente caso de intransigencia contra el pueblo palestino, al que se le niegan hasta sus más elementales derechos.

Pero no. En serio que no es eso. Juzgue usted mismo, querido lector, la magnitud de los dos problemas implícitos en todo esto.

El primer problema tiene que ver con la misión de la UNESCO, que además de implementar programas educativos a nombre de la ONU en los países miembros, tiene que trabajar en la preservación de los bienes culturales de cada pueblo.

Luego entonces, se deduce que para ser miembro de la UNESCO se requiere, como requisito no oficial pero sí definitivamente lógico, que el candidato sea un estado o, por lo menos, un pueblo con un bagaje cultural identificable, que pueda ser objeto de un trabajo de preservación. Poniendo un ejemplo ridículo pero útil, podemos decir que los Jedi no pueden pasar a formar parte de la UNESCO porque no son un Estado concreto, ni un pueblo definido, ni tienen una historia cultural que requiera de la atención de la ONU. Y eso, pese a que más de 100 mil personas en el Reino Unido contestaron en algún censo que “practican la religión Jedi”. Con todo y la fascinación que el universo de Star Wars generó, el hecho de que haya suficientes fans que encuentran en la “filosofía Jedi” (surgida de una ficción, pero basada en diversas tradiciones que sí existen, como la de los antiguos Samurai) algo bueno y potable para sus vidas, no se justificaría desde ningún punto de vista que la UNESCO les dedicara un poco de atención.

¿Cuál es el problema con los palestinos en este sentido? En primer lugar, que no son un Estado en forma. Son un proyecto de Estado, pero la realidad operativa es que dicho problema no se ha consolidado, y todavía está muy lejos de lograrse.

En segundo lugar, que en estricto tampoco son un pueblo. Vamos, ni siquiera tienen una palabra que los identifique con una historia.

Ellos se hacen llamar “palestinos”, gentilicio del ya inexistente Protectorado Británico de Palestina que, a su vez, fue la última versión de la provincia de Palestina, inventada por los romanos en el año 135 como medida de represalia contra el nacionalismo judío. La palabra es la forma latina de Filistea, nombre del antiguo reino del pueblo del mismo nombre, desaparecido desde casi seis siglos antes de que el emperador Adriano retomara su nombre para rebautizar Judea. Es decir: en el año 135, “Palestina” y los “palestinos” eran tan objetivamente reales como los actuales Jedi.

Ahora viene lo irónico: “filisteo” es una palabra que existe en nuestro ideario gracias a los judíos y a sus libros sagrados.

No sabemos cómo se hacían llamar a sí mismos los filisteos. La única pista es que Jeremías 47:4 los menciona como “hombres de Kaftor” (kaftorim), palabra que no es de origen semítico. Por ello, algunos especialistas consideran que ese pudo ser el nombre con el que ellos se identificaban a sí mismos en su propio idioma.

Los filisteos llegaron de Grecia, y fueron uno de los llamados Pueblos del Mar, invasores que pusieron en jaque a todo el levante del Mediterráneo entre los siglos XII y XI, y que provocaron la ruina del Imperio Hitita. Egipto pudo controlarlos y mantenerlos fuera de su reino, pero para ello tuvieron que renunciar al control de sus provincias en Canaán.

No sabemos tampoco con precisión cómo les llamaban los egipcios. Se acepta que el grupo identificado en Egipto como los “parusata”, pero hay dudas al respecto.

Lo que no tiene dudas es esto: la raíz etimológica de “filisteo” es el hebreo PLS, que significa “dividir” o “invasor”. Es decir: “filisteo” era la forma hebrea antigua para decir “invasor”. Por eso, cuando una persona dice “yo soy palestino”, lo que está teóricamente diciendo en términos históricos es “yo soy un invasor”, y la implicación es “yo soy alguien que conforme a la Historia, tradiciones y libros sagrados de mis enemigos, debo ser definido como un invasor”.

La realidad es que es increíble que en el marco teórico del conflicto israelí-palestino, los propios palestinos y todos sus fans insistan en que “el territorio no es Israel, sino Palestina; y los habitantes originales no son los judíos, sino los palestinos”.

Es un muy mal chiste que sólo denota una profunda ignorancia por parte de quienes apelan a eso, pero que también exhibe la realidad atroz detrás de todo esto: que los palestinos no tienen una historia propia.

Si hurgamos en la identidad histórica real de los palestinos, vamos a toparnos con que son –en su mayoría–, árabes. Y los árabes provienen de Arabia (por eso se les llama así; ah, tan lógico que es el dato). Así que si están viviendo en un lugar que no es Arabia, en otras épocas ciertamente se les pudo llamar “invasores”. Hoy, por corrección política, les llamaremos “inmigrantes”.

¿Qué historia propia tienen los invasores, es decir, los filisteos-palestinos modernos? Si ni siquiera tienen un verdadero nombre propio para llamarse a sí mismos, sino que han tenido que tomar uno prestado de la historia Judía, es que el asunto no va bien. Y se puede demostrar en algo tan simple –y nuevamente, tan ridículo– como ciertas afirmaciones que sus propios líderes han hecho.

Por ejemplo, cuando Mahmud Abás dijo que los palestinos estaban en ese territorio desde hace un millón de años. Se necesitan muchas agallas para ser un Primer Ministro y decir algo tan tonto, porque eso significa que los palestinos ya eran un pueblo 1’996,500 años antes de que los Sumerios inventaran la escritura, e incluso 700 mil años antes de que los Neandertales se establecieran en Europa, en una época en la que todavía rondaban por aquí o por allá algunos Homo Heidelbergensis y otros Homo Erectus.

Por supuesto, el propio Abás se ha tenido que corregir. Ha ido variando sus cifras hasta dejarla en un económico “diez mil años”, como si se tratara de un regateo de mercado.

El otro gran dislate cometido con frecuencia por funcionarios palestinos es decir indistintamente que ellos son los descendientes directos de los antiguos jebuseos, pero también de los antiguos filisteos (bueno, alguna coherencia etimológica tenían que intentar).

Eso es imposible. Los jebuseos eran cananeos; los filisteos eran griegos. Nuevamente, sólo se exhibe una supina ignorancia, pero también una carencia de identidad histórica.

La molesta realidad es que los palestinos apenas se pueden definir como los árabes del Mandato Británico de Palestina que en 1922 quedaron fuera de las fronteras literalmente inventadas por Inglaterra a la hora de crear el Reino Hachemita de la Transjordania. Quienes vivían al oriente de esa línea, ahora son jordanos (y lo son, porque Jordania existe como entidad jurídica concreta); quienes vivían al occidente de esa línea, ahora se les llama invasores. Es decir, palestinos.

Este es el trasfondo de la molestia de Israel y Estados Unidos respecto a que la UNESCO haya admitido como “Estado miembro” a un grupo que no es Estado y que tampoco tienen una historia propia. Lo poco de historia que pueden citar los palestinos como propio, es la de los árabes (invasores) en la zona, pero eso es básicamente historia jordana.

El único antecedente histórico que tienen como patrimonio exclusivo y que más o menos les da cierta cohesión e identidad, es que los palestinos de hoy son los descendientes de los árabes que no fueron integrados a ninguna nación árabe (Líbano, Siria, Jordania o Egipto) después de la guerra de 1948-1949, y que fueron refundidos por esos mismos países en campamentos de refugiados marginados y miserables.

Es algo fuerte, sin duda; una experiencia intensa. Pero no es suficiente para hablar de un “pueblo”, y menos aún de uno con una historia milenaria (o millonaria, si vamos a insistir con eso de que los palestinos son más antiguos –y por mucho– que el Hombre de Neanderthal).

Ahora bien: se podría argumentar que la UNESCO dio su aceptación como parte del proceso de implementar proyectos educativos que ayudaran en la consolidación del proyecto palestino. Es decir: para ayudarles a solucionar esas carencias, y empezar a desarrollar elementos de identidad propios que colaboren un poco en su proceso de integración nacional.

Pero no. La otra vez igualmente molesta realidad es que dicha aceptación sólo fue una estrategia para deslegitimar a Israel.

Y lo prueba lo que viene siendo el segundo problema que generó la molestia de Estados Unidos e Israel en 2011, y que es la descarada manera en la que la UNESCO se alió al intento por –literalmente– robar la historia judía y reasignarla a los palestinos.

Por ejemplo, una de las medidas más indignantes fue la declaración de que el casco antiguo de la ciudad de Hebrón pasaba ser “patrimonio protegido” porque “estaba en riesgo de extinción por culpa de las políticas de Israel”. Algo totalmente falso e infundado. Ningún lugar de Hebrón está en ningún tipo de riesgo.

Lo que sí estuvo en riesgo fue la milenaria comunidad judía de Hebrón, masacrada en 1929 por los invasores árabes. Si hoy por hoy los judíos son una minoría en ese lugar, es por causa de ese evento (que, por cierto, marca el inicio de las hostilidades directas entre árabes y judíos).

En el exceso, la UNESCO asume y dice sin tapujos que Hebrón es un sitio histórico palestino, y patrimonio cultural de los palestinos, pese a que el sitio emblemático del lugar es la Cueva de Majpelá, reconocida tradicionalmente como la Tumba de Abraham, Sara, Itzjak, Rivka, Yaacov y Lea (y nótese: aquí sí podemos decir que dicha tradición judía se remonta a unos 25 siglos antes de la aparición del Islam, y 26 siglos antes de las invasiones árabes en la zona). Es decir: siempre, a lo largo de la Historia, fue un lugar de interés religioso para judíos. Nada en Hebrón, aparte de la cuestión política, tiene un interés similar para los árabes o los musulmanes (que se entienden como descendientes de Abraham, pero por la línea de su otro hijo, Ismael).

Ni qué decir sobre Jerusalén. Las últimas resoluciones de la UNESCO sobre el tema han sido escandalosas, al identificar una ciudad atiborrada de pasado judío como un lugar exclusivamente musulmán.

El Islam tuvo el control de Jerusalén desde el siglo VII hasta el siglo XX, salvo por el período que estuvo bajo gobierno de los Reinos Cruzados. En todo ese tiempo no hizo ningún esfuerzo por reconstruirla o repoblarla. De hecho, quedó abandonada como una ciudad miserable y arruinada que sólo servía para albergar judíos. Incluso, hay que decir que ningún gran líder árabe se tomó la molestia de visitarla, salvo Saladino, y eso sólo para expulsar de allí a los cruzados.

Pero ahora resulta que es patrimonio palestino, y que ellos reclaman su “derecho histórico” (ellos, los que se hacen llamar a sí mismos “invasores” por medio de una palabra cuyo origen es hebreo) para tener allí su capital.

¿Será por eso que la UNESCO siempre expresó su molestia ante las excavaciones arqueológicas en Jerusalén? Es lógico; dichas excavaciones siempre evidenciaron que el pasado de esa ciudad es judío, no palestino.

Lamentablemente, con esa conducta la UNESCO se volvió vulgar comparsa del proyecto más absurdo de revisionismo histórico: despojar de su historia a un pueblo fácilmente identificable en los últimos 3 mil años, y reasignárselo a un grupo que ni siquiera tiene una palabra realmente propia para autodenominarse.

Por eso la postura de Estados Unidos e Israel no tiene nada de irracional. Es una simple cuestión de dignidad, aunque también una merecida represalia contra un organismo que, literalmente, se ha convertido en un enemigo en una guerra sin balas.

La UNESCO ya ha reaccionado y, en un evidente intento por establecer un control de daños, dejó al margen de su Dirección General al candidato de Qatar, recalcitrantemente anti-israelí, para dejarle el puesto a la candidata francesa, de origen judío-marroquí. Parece que, milagrosamente, ahora tienen deseos de quedar bien con Estados Unidos e Israel.

Pero cambiar a la Directora General no es suficiente, ni siquiera porque esta sea judía. Irina Bokova, la directora saliente, nunca tuvo un particular sesgo contra Israel, e incluso llegó a quejarse de ciertas medidas de los países de la UNESCO. Pero también es cierto que no era mucho lo que ella podía hacer. Bokova nunca tuvo los elementos reales para corregir los disparates de su organización. Azoulay, la directora entrante, tampoco los va a tener.

Así que cabe la posibilidad de que la farsa continúe. Por lo menos, Estados Unidos e Israel ya no serán parte de ella.

Y eso duele. Duele aproximadamente en un 25% del dinero que tenía antes la UNESCO. Es decir, duele en el bolsillo, que es donde más duele.