Enlace Judío México.- No sé si se acuerdan, pero hace dos semanas estuvimos mi amiga Dana y yo en Jordania y fuimos a visitar a Ahmad Al hamadín, un viejo amigo mío, que entre paréntesis y by the way no es terrorista, y tan pronto llegamos y nos instalamos cómodamente sobre la alfombra (bueno, no tan cómodamente y yo preocupada de cómo iba a levantarme sin pasar vergüenzas), cuando como por encanto mágico de la lámpara de Aladino surgieron unas tacitas de café al mejor estilo jordano, es decir, fuerte y aromático, como debe ser, acompañados de un irresistible Knafeh , postre típico de Palestina, caliente y con mucho queso derretido dentro, que me encanta.

SHULAMIT BEIGEL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO MÉXICO

Yo, lo confieso, soy tomadora de café (sólo de café, y a veces de un tequilita, no vayan a pensar mal), pero a la israelí, o a la europea, con leche, suavecito, huayoyo, como lo llaman en Venezuela, y hacía años que no probaba el café árabe, así que al primer sorbo se amontonaron en mi mente los recuerdos de los años en que lo bebía en la vieja ciudad de Jerusalén, la legendaria tierra de los profetas de todas las religiones monoteístas, cuando visitaba esa parte de la Ciudad Santa en aquellos tiempos en que todavía no me daba miedo entrar allí a todas horas, y en donde luego buscaba aquellos rincones donde podía darme el gusto de otro “knafe”, aunque sabía que estaba dominada por la gula y las sensaciones culinarias más insaciables de los quesos derretidos.

Uno de los aspectos más inofensivos -aparentemente- pero con toda seguridad de los más peligrosos, (ya verán porqué), de la obstinada hospitalidad jordana, (y árabe en general), lo constituye el ofrecimiento constante de la taza de café. Café y otra vez café, una y otra vez. Visitantes legendarios de esas vastas regiones, que se extienden desde Egipto hasta el Líbano, pasando por otros países, resumían en un pasado de tal modo sus impresiones:

A los palacios subí,
y a las cabañas bajé
Y adonde quiera que fui
Me ofrecieron café”.

Quien no haya visitado Medio Oriente no se imagina lo concentrado que es ese café, ni sus efectos afrodisíacos entre otros. La “hospitalidad” del café se encuentra en todos lados. Te ofrecen café casi por ósmosis. Llegas a cualquier sitio e inmediatamente aparece como por arte de magia la bandeja con el aromático brebaje, y por elemental cortesía pues ni modo, qué le vas hacer, no lo puedes despreciar. Y entonces te tomas otro café. Y otro más. Como si se tratara del aire de un planeta exótico visitado, y que te atrae hasta más no poder.

Dana y yo, extranjeras al fin y al cabo, y desconocedoras del idioma árabe y de sus costumbres, pues aceptamos la tacita y las varias que le siguieron, sin decir nada y con una amplia sonrisa. A eso siguió la charla, que por desconocimiento del idioma se redujo a: “Me alegra que estén en mi hogar, que el profeta (se refería a Alá por supuesto), las bendiga, y bendiga a vuestra familia”…etc. etc. muchas bendiciones por espacio de una hora calculo, en que bendijeron nuestras casas, nuestros ojos, deseándonos prosperidad, salud, muchos hijos (sobe todo varones) y nosotras con pocas palabras en árabe que conocíamos, también los bendecimos deseándoles todo ello y además muchos camellos y muchas vírgenes. Como dijera el profeta Mahoma: “no te enojes, que tú tendrás el paraíso”.

Después de un rato, y habiendo oído que había dos extranjeras israelíes en casa de Ajmad, fueron llegando más hombres, mujeres y niños, que también al entrar bendecían y eran bendecidos. Loas al altísimo. Loas al café.

El pequeño recipiente que nos ofrecían, me refiero a la tacita de café, muy florida, delató el contacto que al parecer ya había tenido antes con otros labios, tal vez con otras lenguas, tal vez con otros dientes amarillos por los cigarrillos, y tal vez con otros bigotes contagiados estos también, del negro del café. El líquido dentro de la tacita era espeso, humeante y renegrido, amargo o dulzón, según el gusto del consumidor, nosotras en este caso. El café árabe (y todos los cafés creo yo), hay que tomarlo y saborearlo lentamente, y al terminar uno debe decirle a su anfitrión que nunca había tomado un café taaan bueno en toda su vida. Nosotras lo hicimos, pero en inglés. “Sooooo goood”, decíamos, ante las miradas embelesadas de los especímenes masculinos que teníamos al frente.

Los jordanos son poco amantes de las estadísticas y por lo tanto es imposible saber el promedio de tazas de café que se consumen en un día desde Egipto y hasta el Líbano. Probablemente unos 700 mil millones calculando a diez tazas por bigotes y labios, en una población de 70 millones de habitantes, que comprende a todos los países árabes que son, por orden alfabético: Arabia Saudita, Argelia, Bahrein, Comoras, Egipto, Emiratos Árabes Unidos, Iraq, Jordania, Kuwait, Líbano, Libia, Marruecos, Mauritania, Omán, Palestina, Qatar, Siria, Somalia, Sudán, Túnez, Yemen y Yibuti, es decir, unas 1400 millones de tazas de café si no calculé mal, o tal vez más, pues hay muchas ocasiones especiales como cuando nace un hijo varón, hay un matrimonio y se comerá camellos, fallece la suegra, llega un turista aparentemente ricachón, muere un obispo, cae lluvia en el desierto, etc. etc. Siempre hay una razón para celebrar y disfrutar de una buena taza de café.

Estoy segura que la mayoría de los árabes están inmunizados contra los efectos del café, y así les es posible echarse un litro o más diario encima, sin sufrir el menor trastorno. Cuando mucho, gritan más al hablar, Allahu Akbar, frase islámica que significa Alá es el más grande, y gesticulan entonces más violentamente, cosa que asusta un poco a los visitantes. Nosotras en este caso.

Pero yo, pobre extranjera asustadiza de por sí, temerosa a veces de mi propia sombra, que no tengo la costumbre más que de tomarme un Nescafé con leche por las mañanas, y a quien la hospitalidad jordana le ha hecho tragarse quince tazas de café concentrado, con sedimentos y todo, sufrí horrores lamentablemente. Ya no sabía si me había tragado jarras de café o me había caído en un lodazal. Tampoco estaba segura donde me encontraba.

Al llegar la noche y volver a mi hotel en Petra, hablaba sola como Hamlet, me temblaban las manos como afectada de Parkinson, cualquier ruido me hacía saltar de un lado a otro, oía voces en árabe, y tenía los ojos desencajados, mientras me agarraba con las manos convulsas a un poste de luz.

Imagínense cuál no sería la sorpresa del portero cuando llegué al dichoso hotel, un hombre que al parecer tenía un alma muy caritativa, (y a quien Alá tendrá en su lista de premiados), que al darse cuenta de mi estado, se derritió en compasión, mientras me decía: inhala y te sentirás bien, mientras me ofrecía para tranquilizarme….