ENLACE JUDÍO MÉXICO – Helen Pluckrose acaba de publicar una demoledora crítica contra la filosofía francesa del siglo XX, y sus dardos más agudos van dirigidos hacia como las ideas de Lyotard, Foucault y Derrida han puesto en jaque, y en grave peligro, a la democracia liberal, así como la libertad y la eficiencia académica.

IRVING GATELL EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

¿Por qué? Por la incesante –y prácticamente dogmática– tendencia del posmodernismo a rechazar todo aquello que ve como una imposición “universalista, clase-mediera, occidental y patriarcal”. Muy afín a tendencias artísticas de vanguardia como el surrealismo, y a extremar las ideas de filósofos como Nietzsche y Heidegger, los posmodernos también se lanzaron contra la ética, la razón y la claridad de ideas. Y la guerra no se detuvo allí. Pluckrose nos dice que “el estructuralismo, movimiento que (con una confianza a menudo excesiva) pretendió analizar la cultura y la psicología humana según estructuras consistentes de relaciones, fue atacado. El marxismo, con su entendimiento de la sociedad a través de clases y estructuras económicas, fue visto como igualmente rígido y simplista. Por encima de todo, los posmodernos atacaron la ciencia y su propósito de alcanzar conocimiento objetivo acerca de una realidad existente independiente de las percepciones humanas, las cuales son tan solo otra forma de ideología dominada por suposiciones burguesas occidentales. Resueltamente de izquierdas, el posmodernismo tiene un ethos nihilista y revolucionario que resuena con el espíritu de la época de posguerra y post-imperio occidental”.

Es decir: el posmodernismo realtivizó todo. Absolutamente todo. Si ni siquiera el conocimiento científico se salvó, sino que quedó reducido a otra imposición de la cultura occidental, entonces resulta que no existe absolutamente nada que deba ser entendido como una realidad, una verdad objetiva.

El término “posmoderno” fue acuñado por Lyotard en su libro “La condición posmoderna” (1979), en la que planteó la necesidad de ser “incrédulos con respecto a los metarrelatos”. Con ello se refería a todo tipo de explicación que intentara darle coherencia a fenómenos amplios (por ejemplo, cualquier religión; o el marxismo como doctrina política; o la ciencia). A su modo de ver, había que darle preferencia a los “mini-relatos que nos conducen a verdades menores y más personales”.

¿Qué significa esto? Que para Lotyard eran más válidas las “verdades” o los “hechos personales o culturales”, que la evidencia empírica (base del conocimiento científico). Esto, traducido a la vida cotidiana, es la base de los famosos “alternative facts” (“verdades o hechos alternativos”) que tanto le reclaman a personajes como Donald Trump. Es decir, a tomar decisiones con base en “mi muy personal modo de entender los hechos”, y no con base en los hechos mismos.

Es a lo que hoy llamamos “el reino de la postverdad”, donde lo importante no es la realidad objetiva, sino las emociones, creencias y deseos del público.

El impacto lo vemos en todo nivel: quienes apelan a ideas sin base científica como “los géneros fluidos” rechazan que la diferencia biológica entre un XX y un XY sea un hecho objetivo, y acusan a quienes apelan a eso de ser “biologicistas”. Ello, por supuesto, bajo la premisa de que la biología, en tanto ciencia, es una construcción cultural que, por lo mismo, carece de valor definitivo. Peor aún: es una construcción cultural occidental, burguesa y patriarcal, por lo que –incluso– debe desecharse.

En la política también hay afectaciones severas. El auge del populismo se basa, justamente, en esa postura posmodernisma. El caso de Hugo Chávez y Nicolás Maduro en Venezuela fue y es emblemático: se vale mentir sin recato; se vale apelar a “mis propias cifras” sin necesidad de demostrar su objetividad; se vale apelar al sentimiento patriótico “antiyanqui” para convencer a las multitudes de seguir apoyando un proyecto que ha hundido en el desastre absoluto a un país entero. Y lo sorprendente es que las multitudes aceptan, validan y, en la más irracional de las conductas, defienden dicho proyecto.

En todo ello pesan mucho los aportes de Foucault, que llevó estas premisas del posmodernismo al tema de la cultura. Para este filósofo, todo estaba inherentemente afectado por el poder, y cualquier tipo de conocimiento (incluyendo el científico) es sólo un “discurso” que repite, inevitablemente, la relación de opresor-oprimido.

Por su parte, Derrida aportó mucho en relación a una supuesta comprensión del lenguaje. A partir de sus ideas deconstructivistas, propuso que el significado de un discurso o un texto no están en el discurso o el texto como tales, sino en la reconstrucción que el oyente o el lector hacen de ello. Como señala Pluckrose, “la intención de quien habla es irrelevante; lo que importa es el impacto del discurso”.

A partir de estas ideas, poco a poco se fue desarrollando e imponiendo el absurdo imperio de la corrección política. Pluckrose añade que en todo eso subyace “…la creencia tan corriente en la naturaleza profundamente dañina de la ‘microagresión’ y sobre el uso ‘equivocado’ de términos relacionados con el género, la raza o la sexualidad”.

El impacto en el universo académico es demoledor y desesperante: la tradición liberal hizo de las Universidades los espacios en donde se podían debatir las ideas. Desde sus tímidos inicios en la Edad Media, todavía bajo el dominio ideológico de la Iglesia, las Universidades lograron convertirse en un foco de reflexión y crítica, que eventualmente detonaron todos los avances que gozamos hoy en día como parte de nuestra cotidianeidad.

Pero en este nuevo esquema afectado por estos filósofos franceses, las universidades de hoy requieren de “espacios libres de agresión” porque hay alumnos que, literalmente, entran en crisis y hasta se ponen a llorar cuando escuchan “algo que los ofende”. Varias universidades han tenido que construir estos “espacios libres” aislados, con música suave, juguetes didácticos y objetos para relajar a las personas.

Porque, por supuesto, esa tradición liberal que hizo de la Universidad un centro de debate, es algo maldito para la posmodernidad. Es vista como una nefasta construcción patriarcal, occidental y burguesa, y eso tiene que ser destruido.

Probablemente no exista un ejemplo más evidente de este rotundo fracaso humano, que todo lo que rodea al conflicto israelí-palestino.

No es en balde que el inicio de la propaganda pro-palestina, siempre enfocada en la deslegitimación de Israel, su historia y sus derechos, haya iniciado formalmente con la aparición de Yasser Arafat en la ONU, en 1974. Justo cuando empezaba el auge del posmodernismo.

En los debates entre pro-israelíes contra pro-palestinos podemos ver hasta dónde llega esa insana relativización de todo.

De hecho y en estricto sentido, no existe el debate. Por experiencia propia me consta que quienes defendemos los derechos de Israel somos quienes siempre aportamos los datos verificados y verificables: fechas, eventos, nombres, lugares. En contraparte, quienes defienden la causa pro-palestina sólo se limitan a repetir consignas panfletarias, clichés. Apelar a que las cifras demuestran contundentemente que Israel tiene al ejército más ético del mundo, es inmediatamente contestado con frases estilo “Israel mata niños y todo mundo lo sabe”, sin ninguna cifra específica, ningún evengo verificado, ningún hecho histórico.

Pero es que están inmersos, atascados, en el ideario foucaultiano: lo importante no es el discurso como tal, sino su impacto. Lo importante no es la información consistente, porque a fin de cuentas “es una construcción patriarcal, burguesa y occidental”, sino el encanto que produce lo oriental y lo “alternativo”.

Por eso tenemos a tantos inútiles y tontos muchachos de izquierda y progresistas que están dispuestos a apoyar a Hezbolá con tal de atacar a Israel, pese a que no soportarían ni dos semanas viviendo bajo las rígidas normas dictatoriales y brutales de esa guerrilla de extremistas chiítas. Por eso tenemos a tanta gente ingenua y torpe creyendo que la aceptación de un hecho histórico –que Jerusalén es la capital del pueblo judío– es una agresión que pone en riesgo la (inexistente) estabilidad del Medio Oriente. Por eso incluso la UNESCO puede apoyar estupideces como nombrar la Cueva de los Patriarcas (judíos) como un “sitio histórico palestino”, negar que Jerusalén tenga vínculos con el pueblo judío, o incluso presentar a Maimónides como un “sabio del Islam”.

Todo se vale en este mundo de caramelo arruinado por los filósofos franceses posmodernos.

A muchos tal vez les sorprenda, pero por eso es que el Sionismo conlleva, indirectamente, la lucha por la defensa de los valores liberales. Esos que surgieron de la Ilustración, de la Enciclopedia, de la Razón. No eran perfectos, por supuesto. No lo son todavía, pero tienen una maravillosa característica: son perfectibles. La Ciencia es el mejor ejemplo: se corrige a sí misma.

La emancipación cultural de los judíos –su salida de los ghettos para ingresar al mundo académico– vino a la par del desarrollo de la democracia, del empoderamiento objetivo de las mujeres, y del ocaso de las prácticas esclavistas. Es obvio que no fue un mérito exclusivamente judío que todo esto sucediera, pero con esto quiero decir que los judíos fuimos parte inherente de esta transformación.

Y allí está lo paradójico: la influencia de estos filósofos franceses está generando situaciones caóticas, irreales y peligrosas, que han vuelto frágil a Occidente y lo están haciendo perder la guerra contra la brutalidad del Islam extremista. Paradójicamente, el riesgo ahora es que se imponga una cultura de talante medieval, intolerante, brutal y anclada en la ignorancia. Ya sea porque triunfe ese Islam radical e incluso peleado con lo mejor de su religión, o porque venga la reacción de la extrema derecha europea, que no es muy diferente en sus limitantes éticas e intelectuales.

En contraste, fue esa tradición liberal la que permitió avances notables en materia de salarios, descanso semanal, derechos electorales y empoderamiento laboral para las mujeres, protección de los derechos de los niños, inclusión racial en todos los órdenes de la vida pública, libertad de cultos, libertad de academia, y desarrollo pleno de la Ciencia.

Eso es lo que está en riesgo ante la idiotez posmodernista.

Los Sionistas vamos a seguir defendiéndolo, aunque nos acusen de ser parte de ese complot occidental, patriarcal y burgués. Incluso, aunque nos acusen de ser quienes controlan ese complot, y en ese afán irracional, sigan pensando que habría que destruir a Israel y dejar que se explayen las brutales dictaduras islámicas, como la de Irán.

No lo vamos a permitir.