Por Enrique Krauze

 

Desde el 31 de marzo se exhibe en el Munal la exposición “El éxodo de los héroes”, que con una inteligente propuesta curatorial revisa la iconografía sobre los protagonistas de nuestra historia. Presentamos los ensayos de Enrique Krauze y David A. Brading que forman parte del catálogo de la muestra.

México en clave bíblica

La escena ocurrió hacia fines de los setenta, en una vieja casa de la calle de Chilpancingo, muy cerca del Parque México. Era la noche de Pesaj, la tradicional cena de Pascua en la que los judíos conmemoran la salida de Egipto, leyendo un relato llamado Hagadah que resume partes esenciales del libro del Éxodo y comentarios de famosos sabios y talmudistas. Muertos los bisabuelos que, como sus propios antepasados, habían oficiado la cena con religiosa puntualidad, presidía la mesa el único abuelo de la familia. Le-
jos de la ortodoxia, el Seder –que así se denomina la cena específica de aquella festividad– transcurría con rezos rápidos, alegres brindis y recuerdos de tiempos idos. Pronto llegó el momento esperado por los niños más pequeños: su turno de plantear al abuelo –en hebreo, en yiddish o en español– las cuatro preguntas canónicas que abren la Hagadah y que en esencia inquieren sobre el carácter único y especial de esa noche. El protocolo prevé que el abuelo y los comensales mayores las respondan con la lectura minuciosa de aquel delgado libro, puntuada por antiguos y extraños ritos y lindas canciones. En aquella ocasión, el patriarca –significativamente llamado Moisés– reviró la pregunta a su pequeño nieto de cuatro años llamado León. “Mejor dinos tú, ¿qué se festeja esta noche?” Vestido muy formal de trajecito y corbata, su cabeza cubierta con la Yarmulka, el niño se paró sobre la silla, y dijo: “Dios vio que los judíos habían sufrido mucho y le dijo a Moisés que sacara a su pueblo de Egipto. Mandó las plagas y los judíos se fueron. Y Dios le dijo a Moisés: busca la Tierra prometida y funda mi ciudad en una gran laguna donde encuentres una águila sobre un nopal devorando una serpiente.”
El encuentro jungiano que mi familia acababa de atestiguar con regocijo y estupor era una de las infinitas expresiones del mestizaje cultural, tan característico de México. Pero lo cierto es que aquel manantial de inconsciente colectivo había manado desde los albores de la Colonia. Muchos años más tarde, al leer la Historia de las Indias de Nueva España de fray Diego Durán (1537-1588), encontré la misma imagen recreada, inventada, recobrada por mi hijo:

[…] donde es de saber, que tratando de un gran varón, de quien no poca noticia se halla entre ellos [los indios], me contaron que después de haber pasado grandes aflicciones y persecuciones de la tierra, que junto a toda la multitud de gente que era de su parcialidad y que les persuadió a que huyesen de aquella persecución a una tierra en donde tuviesen descanso; y que haciéndose caudillo de aquella gente, se fue a la orilla del mar, y que con una vara que en la mano traía, dio en el agua con ella y que luego se abrió el mar y entraron por ahí él y sus seguidores y que los enemigos, viendo hecho camino se entraron tras él, y que luego se tornó la mar a su lugar, y que nunca más tuvieron noticias de ellos. ¡Qué más clara razón se puede dar de que estos sean judíos, que ver cuán manifiestamente y al propio relatasen la salida de Egipto, el dar Moisés con la vara en la mar! El abrirse y hacer camino, al entrar faraón con su ejército tras ellos y volver Dios las aguas a su lugar.

La historia de Durán abunda en estas referencias de intersección entre la saga bíblica y la mexicana. En su caso, no se trata de una intersección simbólica metafórica o alegórica sino histórica. Durán cree, o parece creer, o quiere creer, que los indios de México son de linaje hebreo. Los mexicanos eran “gente a quien Dios tenía por más allegada y querida, como entre los judíos la tribu de Judá, y a quien afirman tenía Dios prometida esta tierra”. Los indios no sólo se comportaban como los hebreos del Viejo Testamento; eran, con toda probabilidad, sus descendientes:

Lo que más que fuerza a creer que estos indios son de línea hebrea, es la extraña pertinacia que tienen en no desarraigar de sí estas idolatrías y supersticiones, yendo y viniendo de ellas, como se ve en sus antepasados, como dice David en el Salmo 105: que en viéndose atribulados de Dios, clamaban a él y perdonábalos con su misericordia; pero luego olvidados se volvían a idolatrar y a sacrificar a sus hijos e hijos a los demonios.

En su prólogo a la edición moderna de Durán, Ángel María Garibay rastreó un poco la posible ascendencia judía de aquel cronista dominico. Investiga la llegada de su padre a México, un hombre de oficio calcetero y zapatero que “debió preparar la situación de su familia y traerla más tarde”. A diferencia de Sahagún, que llegó en la madurez, Durán vino muy niño, hacia 1542, lo cual lo hace casi un cronista mexicano. Garibay investiga además la incidencia muy común del apellido Durán entre los judaizantes españoles y aduce la relativa laxitud de la orden dominica para permitir la entrada de cristianos nuevos. Pero sobre todo analiza, como prueba, el texto mismo: “La insistencia con que Durán compara los ritos mexicanos con los que a él le parecen judaicos es un indicio más de que vive bajo la obsesión de lo judío. Pudo venirle sin ser de la progenie. Es más fácil que lo tuviera por serlo.” Finalmente, sin abundar en la tesis, supone que el vocabulario de Durán pudiera ser “de la cepa hallada entre los sefaradíes de Oriente”.
A las conjeturas de aquel gran patriarca de los estudios de cultura náhuatl (que era también un hebraísta de cepa), cabría quizá agregar una más: Durán, por lo general, no echa mano de sus conocimientos bíblicos sólo para revelar la condición caída de los indios (aunque por supuesto la asume) sino para descubrir con curiosidad las estrías inadvertidas del viejo tronco milenario en las ramas nuevas. Más aún, en la peculiar empatía con que describe su entorno humano parece latir un sutil afán de pertenencia, un peculiar y colorido mexicanismo. Esta operación intelectual sería muy común entre los escritores de origen judío en los siglos subsiguientes: Heinrich Heine, por ejemplo, convertido al luteranismo, se volvió el más alemán de los poetas.
Un caso extremo de la misma argumentación se encuentra en Origen de los indios del Nuevo Mundo, obra de otro dominico, Gregorio García (1575-1627). Impresa por primera vez en 1607, conoció varias ediciones. Aborda sobre todo a los indios del Perú pero menciona también a las culturas mexicanas y a todas las engloba en una tesis unificadora. El “Libro tercero de el origen de los indios” se dedica por entero a probar copiosamente “cómo los indios proceden de los hebreos de las diez tribus que se perdieron”. Pero lo que en Durán es un encuentro azaroso y aun feliz, en García se vuelve un sistema cerrado y condenatorio. Basado en numerosas fuentes bíblicas (Pentateuco, Salmos y sobre todo Esdras), así como medievales (Hugo Grocio, Benjamín de Tudela) y contemporáneas (Garcilaso, Torquemada), estudia las posibles trayectorias del viaje hasta América (la Gran Tartaria y Mongolia, China y el Océano Pacífico, las Canarias y el Atlántico), las costumbres supuestamente afines de los indios y judíos (los besos en las mejillas, el llamar hermanos a los parientes más cercanos, incluso la costumbre de tomar baños frecuentes), su carácter que juzgaba similar (“invencioneros y noveleros”, “tímidos, ceremoniáticos, agudos”), así como los rasgos en apariencia paralelos del aspecto físico (“las narices tan grandes”, el vestido “que es como sobrepelliz sin mangas”), la moral (incrédulos, ingratos, faltos de caridad), las institucionales (leyes que determinaban en ciertas regiones la circuncisión, castigos severos a la homosexualidad y el travestismo, el jubileo judío de 50 años comparado con el ciclo mesoamericano de 52 años, la ley del levirato, que supuestamente se guardaba en Perú y Guatemala) y, claro, la religión (idólatras, propensos a los sacrificios). En apartados del mismo capítulo, García responde a la refutación de sus tesis, formulada por el jesuita Joseph de Acosta, que las daba por “conjeturas livianas”. En cuanto a la identidad de la peregrinación bíblica con los mexicas, García no tiene duda:

¿Quién no dirá que parece esta salida y peregrinación de los mexicanos a la salida de Egipto y camino que hicieron los hijos de Israel? Pues aquellos, como éstos, fueron amonestados a salir y buscar Tierra de Promisión; y los unos y los otros llevaban por guía a su Dios, y consultaban el Arca, le hacían tabernáculo, y así les avisaba y daba leyes y ceremonias. Así los unos como los otros, gastaron gran número de años en llegar a la Tierra Prometida; que en esto y en otras muchas cosas hay semejanzas de lo que las historias de los mexicanos refieren a lo que la Divina Escritura cuenta de los israelitas, y sin duda es ello así.

Presa del característico fervor filológico de la crítica histórica en ese tiempo, García cree descubrir la raíz hebrea en la mismísima palabra que nombra y funda a nuestro país, México:

En la Nueva España hay este nombre Mesico, el cual […] es hebreo […] el caudillo que traían los que poblaron a Mesico, se llamaba Mesi, que es realmente hebreo, y cuadra maravillosamente al caudillo, cabeza y capitán de los mexicanos.

Durán y García no fueron, por supuesto, los únicos autores que acudieron al Viejo Testamento para responder al misterio del origen de los indios. Tomando como fuente el libro i de Reyes, se identificó a América con Ofir, el lugar bíblico del oro y las piedras preciosas. El propio Colón sostuvo una hipótesis semejante, seguido por una secuela de autores. En 1656, en el Virreinato del Perú, el teólogo y jurista Antonio de León Pinelo (cuyo abuelo murió quemado por judaizante en 1596) abundó en el concepto: el Edén bíblico, el “paraíso terrenal”, se había localizado en las selvas peruanas, cuna de Adán y Eva.
Por contraste con los dominicos (cuyos teólogos, desde la Reconquista, se habían revelado como los mejores conocedores del Viejo Testamento), la genealogía histórica franciscana pasó de la duda a la refutación. En su Historia eclesiástica indiana, fray Gerónimo de Mendieta ponderó las refutaciones del padre Acosta en contra de García: “como sus razones [las de Acosta] no concluyan imposibilidad, sino sólo congruidad, en materia tan oculta e incierta a los hombres, cada uno puede juzgar lo que más cuadrare a su entendimiento…”. Su sucesor, fray Juan de Torquemada –autor que García tomaba como autoridad–, dedicó el capítulo ix de su Monarquía indiana (1615) a refutar plenamente la tesis: “De cómo las gentes de estas Indias Occidentales no fueron Judíos, como algunos han querido sentir de ellos, y se contradicen sus razones”. El objeto de su refutación era nada menos que Bartolomé de Las Casas, obispo de Chiapa, en cuyo testamento –hallado en una transcripción– Torquemada decía haber encontrado esas mismas razones: “salva su mucha autoridad y sabiduría, no me persuado a que estos indios sean de aquellas tribus…”.
Las discusión específica sobre el origen judío de los indios americanos se fue apagando en el Barroco hasta casi cesar en la Ilustración. En su Idea de una historia general de la América Septentrional (1746), Lorenzo Boturini sostiene todavía que los indios son descendientes de Noé. A su vez, Echeverría y Veytia (circa 1780) sugiere que provienen de la Diáspora y que el náhuatl salió de Babel. Pero ya en la Historia antigua de México (1780) Francisco Javier Clavijero no menciona siquiera la teoría, y declara:

La historia de los primeros pobladores de Anáhuac es tan oscura y son tantas las fábulas que la envuelven (como sucede a la de todos los pueblos del mundo) que no sólo es difícil, sino casi imposible llegar al descubrimiento de la verdad, en medio de tanto cúmulo de errores.

Con todo, la idea llegó hasta el siglo xix. Quizá el caso más paradójico de esa obsesión fue Edward King, Lord Kingsborough (1795-1837). Aquel aristócrata inglés que rescató e hizo publicar –para eterno agradecimiento de la historiografía mexicana– la colección de documentos y códices titulada Antiquities of Mexico, no sólo estaba convencido de aquella vieja versión (reafirmada por su lectura de Durán, cuyo capítulo preliminar publicó), sino que creía haber descubierto el tiempo y lugar precisos de la emigración:

[…] la colonia que llegó en las primeras épocas a América desde el Este, eran de judíos de Alejandría. Se habían establecido en ese emporio del comercio mundial desde el periodo de su fundación por Alejandro Magno, y gozaban de los mismos derechos de ciudadanía que los demás ciudadanos: poseían una imponente sinagoga y, quizá a modo de incrementar su riqueza, se habían vuelto adictos a aquellas empresas mercantiles que provocaban que el puerto de esta ciudad estuviera lleno de navíos de todos los Estados.

Por si faltara, aportaba argumentos lingüísticos:

Las razones para suponer que los nombres propios de los lugares antes mencionados se refieren todos a Egipto son las siguientes, que se derivan principalmente de las propiedades locales de la tierra –Tulan (la tierra de los juncos) es un nombre que le iría bien a un territorio que se extendiera a las orillas de un gran río cubierto de lirios; Tlapallan y Huetlapallan (la tierra del mar rojo o del viejo mar rojo) sería un apelativo igualmente aplicable a Egipto; Amaquemacam (el reino del velo de papel) podría referirse a los juncos de los que se produce el papiro, ya que la mano de Egipto, se dice en la escritura, está escondida en sus juncos, dada su gran abundancia y lo bajo de la tierra. Aztlan (la tierra del flamingo) es un nombre que trae a nuestra memoria el Ibis, ave de la especie del flamingo que era muy común en Egipto y adorada especialmente por los egipcios; así mismo, Aztlan se dice que fue una isla, y esa parte del Bajo Egipto, llamado el Delta, en el que se sitúa Alejandría, es de hecho una isla formada por los brazos del Nilo; y la pirámide, a la cual los mexicanos recuerdan como parte de Aztlan, puede no haber sido otra cosa que una tradición de las pirámides egipcias. Chicomoztoc (la tierra de las siete cuevas o de las siete bocas de dragón o de los siete golfos) –porque oztoc puede ser interpretado como cueva, boca de dragón o golfo– pudo también significar el Bajo Egipto y los siete brazos del Nilo, desde donde las colonias, a un mismo tiempo o en distintos momentos, podrían haber salido hacia América.

Arruinado por su quijotesca aventura editorial, Lord Kingsborough sucumbió de tifo en la cárcel, poco tiempo antes de que su padre muriera dejándole una herencia que lo hubiera salvado de la quiebra.
Sorprendentemente, en pleno siglo xx, cuando las hipótesis inmigratorias (desde Bering y aun desde Australia) ganaban crédito científico, los mormones siguieron sosteniendo la leyenda. Hoy nadie la sostiene ya. Sólo aparece de vez en cuando en el Seder de Pesaj, junto con el pescado relleno típico de la mesa de los judíos provenientes de Europa oriental, pero sometido a un proceso de mestizaje: “Gefilte fish a la veracruzana”.

Una segunda vertiente mucho más variada y rica de la intersección entre el Viejo Testamento y la historia mexicana es aquella que, desechando aquella hipótesis (desvariada pero en su tiempo comprensible, por el peso milenario de la referencia), recurre a pasajes o personajes extraídos del Viejo Testamento para iluminar, con fuerza profética, la escritura de la vida mexicana, y la vida misma. La historia mexicana no estaba ligada orgánicamente a la de Israel pero en su destino podía verse como ella: ser su metáfora, su espejo, su avatar.
Quien seguramente inauguró el género fue fray Toribio de Benavente, “Motolinía”, en la apertura de su Historia de los indios de la Nueva España: “Hirió Dios y castigó esta tierra y a los que allí se hallaron, así naturales como extranjeros, con diez plagas trabajosas.”
El paralelo, hay que notar, no se traza con los judíos sino con los egipcios. Y afecta sobre todo a los indios idólatras, aunque también a los conquistadores españoles. La imagen de las diez plagas no es idéntica, salvo en la peste, a las descritas en el Éxodo, pero la proporción y la intensidad del dolor son bíblicas: las viruelas, la muerte en la Conquista (“gran muchedumbre que de la una parte y de la otra murieron, comparan el número de los muertos, y dicen ser más que los que murieron en Jerusalén, cuando Tito la destruyó”); la “gran hambre”; “los calpixques o estancieros, y los negros”, mandones que los oprimían en repartimientos de trabajo; los “grandes tributos”; las minas de oro; la edificación de la ciudad de México: “andaba más gente que en la edificación del gran Templo de Jerusalén”; los “esclavos que hicieron para echar en las minas”; el servicio de las minas. La plaga final eran “las divisiones y bandos que hubo entre los españoles” y que a su juicio “fue la que en mayor peligro puso la tierra para se perder”. Dios, concluye el franciscano, no permitió que esa división llegara a extremos, “porque no se perdiese lo que con tanto trabajo para su servicio se había ganado”.
Es Mendieta también quien por primera vez recurre a la poderosa imagen bíblica del Mesías, aplicada al conquistador: “La conquista que don Fernando Cortés hizo de la Nueva España, enviado de Dios como otro Moisés para librar a los naturales de la servidumbre de Egipto.” Aún más significativamente, es Mendieta quien hace la clara distinción entre el carácter histórico de la intersección entre los hebreos y los indios, y su uso simbólico, que no sólo le parece justificado sino puntual para expresar y comprender el sentido espiritual de la Conquista. Los indios correspondían esencialmente al pueblo de Israel, porque como Israel en su lucha contra el ángel, habían reconocido –gracias a la evangelización– al Señor:

Y primeramente digo que el pueblo indiano puede usurpar el nombre de pueblo de Israel (no por fundarme en la opinion de los que tuvieron ó tienen ser la descendencia de estos indios de los hebreos, como tan incierta, segun quedó indecisa en el capítulo treinta y dos del segundo libro de esta Historia), sino por el significado de este nombre Israel, que no obstante por los modernos se interprete prævalens Deo, que quiere decir, el que venció á Dios (ó pudo mas que Dios), y es apropiado á Jacob, que luchando toda una noche con el ángel de Dios, pudo mas que él, S. Gerónimo, glorioso doctor, lo interpreta, cernens Deum, el que ve á Dios, como el mismo Jacob dijo despues de la lucha: “Ví al Señor Dios cara á cara.” Y aunque de estos indios no se pueda decir que lo vieron así, viéronlo empero y conociéronlo por fe cuando oyeron su santo Evangelio y lo recibieron y lo confesaron por su Dios y Señor, y él los recibió y adoptó por sus hijos y de su Iglesia, y como á nueva planta suya y viña escogida los proveyó de obreros y ministros santos y apostólicos varones, por cuyo medio sacó esta su viña del poder de Faraon (que es el demonio) y de la servidumbre de Egipto (que eran sus idolátricos ritos y abominables sacrificios de humana sangre), y plantóla en tierra de promision (que es en su Iglesia, donde se promete el reino de los cielos á los que le sirven), desterrando y echando de todos sus términos y derredores á los heveos, jebuseos, gergezeos, eteos, amorreos, cananeos y ferezeos (que fueron la multitud y gentío de ídolos y espíritus infernales que de antes eran señores de esta tierra y moradores de ella, y los traian ocupados en su endiablado servicio).

Siguiendo esa pauta, Torquemada no duda en comparar simbólicamente la peregrinación de los mexicanos que a pesar de estar “cansados, destrozados y afligidos, con el largo camino, que trajeron, no por eso dejaban de multiplicarse, y crecer en número, como los Hijos de Israel, en Egipto, del Rey faraón”. Pero ya en Torquemada es perceptible la disminución de las referencias bíblicas. La historia mexicana y los conocimientos sobre ella se acumulaban desplazando la necesidad de alusiones bíblicas.
Durante el Barroco, la vinculación del pueblo mexicano con el Israel bíblico y sus muchos avatares –la esclavitud en Egipto, la Tierra prometida, el pueblo escogido, el Mesías salvador, el zarzal ardiente, la voluntad de Dios– no sólo fue metafórica sino mística. Está, como se sabe, en el centro mismo del mensaje guadalupano y con ese carácter viajó a través de los siglos, desde la obra de Miguel Sánchez hasta Clemente de Jesús Munguía, que se refería a la Virgen como “Arca de la nueva alianza”. No obstante, dos espíritus distintos de sensibilidad pero igualmente inquisitivos, Sigüenza y Clavijero, se apartaron de la Sagrada Escritura y buscaron en los espejos clásicos –Roma y Grecia– las virtudes de los antiguos mexicanos, sus emperadores y su imperio.
Los temas bíblicos volvieron a aparecer en los albores de la Independencia. En su Memoria póstuma que fundaba el derecho de soberanía del pueblo, Francisco Primo Verdad, síndico del Ayuntamiento, justifica los actos de aquel cuerpo acudiendo a la Biblia:

Cuando Moisés conducía al pueblo de Israel por el desierto, constituido juez por el señor, oía sus querellas, y administraba justicia; pero siendo estas muchas, y no pudiendo despacharlas todas por sí, nombró por jueces a los ancianos sabios del mismo pueblo, autorizándolos competentemente a nombre de Dios.

Iniciada la lucha, fue Carlos María de Bustamante, anacrónico espíritu barroco incorporado a la guerra, quien reivindicara con más frecuencia el paralelo entre el oprimido pueblo mexicano y el irredento pueblo de Israel.

Como redactor de El Correo Americano del Sur, citaba con frecuencia las invectivas proféticas de Bartolomé de Las Casas contra España y utilizaba escenas que vinculaban directamente la suerte de los mexicanos con la de los israelitas en Egipto:

Hermanos nuestros que trabajan como los Israelitas en Egipto día y noche, en las cañas y barbechos para engrosar la fortuna de este nuevo Faraón: el cielo os ha suscitado un Moisés y un Josué para sacaros de tan afrentoso cautiverio.

El Moisés aludido en el pasaje era por supuesto Morelos, a quien incomodaban las visiones indigenistas pero que se sentía perfectamente cómodo usando él mismo el lenguaje bíblico: “La causa que defendemos es justa: el Señor de los ejércitos que la protege es invencible.” Esta impregnación sagrada de la historia profana, aunada a un embrionario indigenismo que veía la insurgencia como la reivindicación mitológica de Anáhuac, sería el aporte específico de Bustamante a la historia mexicana. Fue el creador de la Sagrada Escritura de la patria, género desdichadamente perdurable que privilegia la profecía y el mito sobre la búsqueda de la verdad.
En su Historia de la Revolución de Nueva España (Libro xii), fray Servando Teresa de Mier acudió al pasaje del altivo Roboam que desoye a su pueblo, lo maltrata, pierde su apoyo y su reino (Libro de los Reyes). El caso le parecía “demasiado idéntico” al que vivían los americanos con respecto a España: “si prefieren la dureza y la guerra, Dios los ha cegado para que pierdan las Américas”.
El ascenso de Iturbide desató una fiebre literaria y artística de alusiones bíblicas. Dos sermones entre muchos, extraídos de aquella alborada de optimismo criollo, lo atestiguan: Iturbide es un “… nuevo Moisés que sacándonos de la esclavitud del faraón, nos condujese a la hermosa y feraz tierra de Canaán”. Un “Moisés americano”, a cuya voz “se desploman las soberbias columnas de la tiranía y del despotismo y sobre sus ruinas se planta el árbol frondoso de la libertad”. Al poco tiempo, la esperanza dio paso a una larga y pesarosa decadencia, y fue el propio Bustamante quien, para describirla, recurrió una vez más a la Biblia. Iturbide no correspondía a Moisés sino a un torvo personaje anterior: el Plan de Iguala había coartado la voluntad soberna de la nación “como un hombre angustiado por el hambre pasa por malbaratar la alhaja que más estima vendiéndola en menos de la mitad de su justo precio; no de otro modo que Esaú traspasó el derecho de primogenitura por un plato de lentejas a su hermano Jacob”.
Siguiendo la pauta sacralizadora de Bustamante, aunque muy lejos ya de su espíritu barroco, los liberales escribieron historia con analogías bíblicas. Algunas veces eran enaltecedoras, como la religiosa veneración filial del ateo Ramírez por Hidalgo o la descripción de Altamirano sobre Morelos: “Si el amor a la Patria es una religión, Morelos es digno de ser su profeta.” En otros casos eran irónicas. “Por fin llegó el Mesías –escribió Guillermo Prieto sobre Santa Anna–, y sus primeros movimientos y guiñadas se interpretaron en todos sentidos, y eran como horóscopos, ya funestos, ya salvadores, de los cortejos de la fortuna.” Y no sólo el bando liberal echaba mano de esas imágenes. Durante la Guerra de Reforma, que en tantos sentidos fue una guerra de religión, los grandes caudillos militares parecieron encarnar a los grandes guerreros de la Biblia. Relata Niceto de Zamacois:

El Diario de Avisos no titubeó en presentar a don Santos Degollado como al Antíoco perseguidor de los templos cuando entró al Santuario de Jerusalén, y al general Miramón como al valiente Judas Macabeo, hijo de Matatías, defensor de la Iglesia y vencedor de Antíoco. La prensa liberal, sin aceptar los hechos, pero sí el nombre del segundo, denominó desde entonces al general D. Miguel Miramón, el joven Macabeo.

La historiografía porfiriana –aséptica, positivista, científica– no dejó de recurrir a los símiles bíblicos. “¿Qué traía este hombre, en quien las masas populares, que frecuentemente lo habían vilipendiado y arrastrado sus estatuas y enrolado sus trofeos, se empeñaban en ver un Mesías?”, se preguntaba Justo Sierra sobre Santa Anna. Como para subrayar una tendencia, no sólo caudillista sino religiosamente caudillista en la historia del siglo xix, Sierra usa la misma palabra para referirse a Comonfort: “el Mesías atezado de la era nueva”. Pero es en la figura de Juárez donde la historiografía porfiriana de cuño liberal se acerca más al modelo bíblico. Su yerno, el cubano Pedro Santacilia, lo llama “profeta laico”; Rafael de Zayas Enríquez considera que “en Juárez hubo algo de profeta y mucho de apóstol”. Alfredo Chavero lo ve “como la estrella bíblica que guiaba a los reyes magos a la cuna del Mesías, guiará a las futuras generaciones a ese otro Mesías de la humanidad; a ese otro redentor de todas las penas, que se llama progreso”. En cambio Francisco Bulnes, con su sorna característica, refiere que Juárez fue siempre un “católico a la antigua” y concluye:

Los intelectuales mexicanos, modestos o eminentes, cualquiera que sea su sexo, su posición, sus ideas políticas, no podemos aceptar la emulsión de pamemas con que se nos agobia, para hacernos creer que Juárez en nuestra patria, fue el Autor, el iniciador, el primer Apóstol, el Héroe, el Már-
tir, el Redentor del Pasado, el Mesías Mexicano, el Pensador de la Reforma, y que a él se debe toda nuestra civilización.
Justo Sierra describió a Juárez asido al mismo molde que refiere Bulnes, pero a diferencia del polemista ingeniero ve en esa cualidad el centro mismo del que Benito Juárez desprendía su poder o, más bien, su autoridad:

Juárez fue siempre religioso; cuando llegó a emanciparse […] la lucha por realizar un deber de justicia y razón tomaron en su espíritu la forma de un mandato superior […] de la obediencia a un decreto del altísimo […] las ideas nuevas entraban dentro del molde secular de su alma […] como verdades divinas, sin oxidar el inalterable hierro de sus creencias religiosas.

La Revolución acudió también, sobre todo en su etapa inicial, al repositorio bíblico. Dice mucho del positivismo ortodoxo mexicano que Agustín Aragón, el inventor de un credo positivista, describiera con tonos de Jeremías la caída del dictador: “Díaz por su caída, me trajo a la memoria al más grande rey de Israel, a Salomón, el hijo de David, que dejó el solio amargado bajo la pesadumbre de la injusticia de su pueblo.” El embajador cubano Manuel Márquez Sterling vio en Madero un “Mesías de la libertad”. Pero acaso lo más significativo fue que el pueblo mismo, en la anónima voz de sus corridos, lo viera:

como el Mesías prometido,
diciéndole al pueblo: levántate y anda,
yo siempre seré contigo…

La imaginería bíblica no desapareció del vocabulario histórico de México, pero igual que las teorías científicas 
sobre la inmigración americana relegaron las elucubraciones de Durán y García al cajón de las cu-
riosidades, el transcurso mismo de los años y la acumulación de experiencias hicieron que la historia mexicana se volviera más autorreferencial. Los nuevos caudillos se comparaban con los antiguos, no con los clásicos ni con los bíblicos. No fue la historia escrita la que en el siglo xx recurrió al manantial bíblico: fue la política.

Más allá de la imposible genealogía o la referencia simbólica, literaria o mística, una tercera variante de la clave bíblica en México es la actitud mesiánica de ciertos personajes en la historia política de México. Esa actitud se inscribe a su vez en un contexto infinitamente mayor, rico y variado, que las engloba: la religiosidad católica.
“La Constitución política y la religión de un Estado, tienen demasiado influjo en el ánimo de una nación”, había escrito Clavijero. Era el epígrafe perfecto para Nueva España, y lo seguiría siendo para México. La impregnación sagrada –no sólo ni principalmente bíblica, por supuesto– de la historia profana proviene, obviamente, de la ubicuidad material, espiritual, política y moral de la Iglesia en la historia mexicana, único caso en América en que fueron sacerdotes no sólo los caudillos insurgentes sino también los padres del liberalismo, del propio Abad y Queipo al doctor Mora. Todo en México ocurrió en el seno de la cultura católica. De esa matriz se desprendió (como gemela adversaria) una cultura liberal impregnada de celo religioso. Bulnes notó que el Congreso Constituyente de 1857 parecía un Concilio y cualquiera que lea las sesiones advierte con facilidad que la querella entre aquellos personajes era esencialmente religiosa. ¿Cuál era el lugar del César y cuál el de Dios?, esa era la cuestión. Y Dios era más citado que la patria.
Fue Justo Sierra quien mejor aplicó –descubrió, reveló– la clave religiosa de aquella generación. La palabra religión y todos sus vocablos recorren los libros de Sierra como una clave maestra. Era evidente que sentía la insuficiencia y hasta la impropiedad de los símiles clásicos para describir y, sobre todo, para comprender, nuestra realidad. La religión materna que como positivista había abandonado en su juventud, la misma que lo llamaría en su prematura vejez, le servía –desplazando su eje, cambiando a los sujetos, reteniendo su emoción– para desentrañar algo así como el sentido último de la historia, su Sagrada Escritura. La fe, la santidad, la devoción, la comunión, encarnaban ahora en el espacio cívico de la Patria. Y él, legislador, educador, historiador, había sido el creador de esa síntesis.
Síntesis frágil. La cultura liberal trasmitió a la cultura revolucionaria su celo jacobino, y la Revolución –sobre todo en el bando carrancista– lo llevaría mucho más lejos: César buscando desplazar a Dios. Años después, el espíritu jacobino desataría una guerra anacrónica e innecesaria, la Cristiada. El celo de la intolerancia recorrería, por caminos extraños, el siglo xx, hasta llegar al siglo xxi. En muchos aspectos (sobre todo en el ámbito de la moral social) la Iglesia mantendría actitudes dogmáticas y cerradas, pero no estaría sola en su intolerante sitial: en aspectos ideológicos y políticos, la ha acompañado hasta el día de hoy la izquierda dogmática.
Pero existió también una vertiente de religiosidad más benigna. Acaso por el legado ecuménico de Sierra, por el espíritu franciscano y el sacrificio de Madero, por el amor a la tierra que profesaba Zapata, la propia Revolución encontró en el camino nuevas formas, generosas y creativas, de retomar el milenario mensaje cristiano: la justicia social en los campos y las fábricas, la expresión nacional en el arte y la luz de una educación universal. A este último ideal correspondió el momento estelar de Vasconcelos, el momento bíblico por excelencia del siglo xx mexicano, rescatado con nostalgia, en un párrafo memorable, por Daniel Cosío Villegas:

Entonces sí que hubo ambiente evangélico para enseñar a leer y escribir al prójimo; entonces sí se sentía, en el pecho y en el corazón de cada mexicano, que la acción educadora era tan apremiante y tan cristiana como saciar la sed o matar el hambre. Entonces comenzaron las primeras grandes pinturas murales, monumentos que aspiraban a fijar por siglos las angustias del país, sus problemas y sus esperanzas. Entonces se sentía fe en libro, y en el libro de calidad perenne; y los libros se imprimieron a millares, y por millares se obsequiaron. Fundar una biblioteca en un pueblo pequeño y apartado parecía tener tanta significación como levantar una iglesia y poner en su cúpula brillantes mosaicos que anunciaran al caminante la proximidad de un hogar donde descansar y recogerse. Entonces los festivales de música y danza populares no eran curiosidades para los ojos carnerunos del turista, sino para mexicanos, para nuestro propio estímulo y nuestro propio deleite. Entonces el teatro fue popular, de libre sátira política, pero, sobre todo, espejo de costumbres, de vicios, de virtudes y de aspiraciones.
“Si Vasconcelos se hubiera muerto en 1923 –conjeturaba Cosío Villegas en 1946– habría ganado la inmortalidad.” Y si no hubiera muerto en 1923 pero hubiera insistido en su empeño de educar –sólo educar– al pueblo mexicano mediante la consolidación de las instituciones que su genio creaba, también hubiera alcanzado, si no la inmortalidad, sí el afecto y la gratitud sin mancha de las generaciones que lo siguieron. Pero Vasconcelos quiso más. No se conformó con ser el nuevo y mayor Justo Sierra. No se conformó con su inspirada labor educativa, que ya daba frutos. Vasconcelos quiso ser presidente. No quiso salvar una parte de México. Quiso salvar a México. Quiso ser el Mesías mexicano.
Vasconcelos, mucho más que ningún otro personaje en la historia independiente, moderna y contemporánea de México, mucho más incluso que Madero –que era demasiado humilde para verse en ese papel bíblico–, se vio a sí mismo como el Mesías de México. “El espíritu colectivo –escribió en su Breve historia de México– sólo se sostiene merced a la aparición intermitente de aristocracias del espíritu. Un hombre extraordinario, un Moisés, levanta de pronto el nivel de todo un pueblo. Y hace falta una cadena de profetas para mantener vivo en espíritu.” Él había sido ese Moisés denegado por su pueblo.
Hay tres elementos esenciales del Mesías. Debe ser sacerdote (quien conduce a lo sagrado e intermedia entre Dios y los hombres), debe ser profeta (el que inspirado por Dios denuncia el mal o anuncia el camino), y debe ser rey (ungido por Dios para cumplir su misión).
Bien visto, ninguno de los héroes de la historia mexicana integró en una sola persona esa tríada. Hidalgo era sacerdote y sus huestes querían ofrecerle el trono, pero no era profeta. Morelos fue sacerdote y entrevió proféticamente la patria mexicana, pero cedió su poder al Congreso. Iturbide, por breves meses, se acercó al arquetipo. Los criollos mexicanos vieron en él al Mesías, y de hecho el Episcopado lo ungió como emperador. No tuvo una función sacerdotal pero sus proclamas fueron en cierta medida proféticas. Su muerte fue vivida e interpretada por muchos como un parricidio. A Santa Anna el pueblo llegó a verlo como un Mesías, pero de los tres atributos sólo aspiró, como una caricatura, al de rey. ¿Juárez fue un Mesías para México? Un remoto discurso suyo de 1840 en Oaxaca habla de Hidalgo como un Mesías y parece prefigurar la necesidad de un nuevo salvador, el propio Juárez. A su manera fue un “rey” de poder incontestado, fue el “sacerdote” principal de la Reforma, y fue –bastante menos– “profeta”. No obstante, Justo Sierra –que lo comprendía muy bien– no lo llamó de ese modo. Era otro el molde del que Juárez provenía, un misticismo distinto, católico y zapoteca, rayado de liberal. Juárez pudo haber sido un “católico a la antigua” –como decía Bulnes– pero ya reformado leía a Benjamin Constant y a Salustio. Sus clásicos eran los clásicos. Su ideal era la república, no la teocracia. Y su gobierno, aunque fuera de excepción, se fincaba en la ley humana, no divina.
Tampoco al mando patriarcal de Porfirio Díaz cabe en absoluto encasillarlo en la clave mesiánica. No hay duda de que creía haber salvado a México del caos, el atraso, la desintegración. Pero su arquetipo subconsciente era eminentemente político, como vio muy bien Andrés Molina Enríquez: envuelto quizá en la gravedad y el silencio de sus antepasados mixtecos, había en él una mezcla de monarca absoluto a la manera de los Habsburgo, un déspota ilustrado borbónico y un presidente constitucional de una república simulada. La larga etapa de paz, orden y progreso que presidió no sería recordada, en absoluto, con tonalidades religiosas o palabras bíblicas sino con una referencia clásica: como la Pax Augusta, la Paz Porfiriana. El arquetipo que terminó por adoptar no podía ser menos religioso: el pecho cuajado de medallas y condecoraciones, pelo y bigote blancos, ojos azules, un perfecto Bismarck mexicano.
Vasconcelos volvió a México de su exilio en 1928 y pronunció en Santo Domingo un discurso memorable. Retomó su viejo tema de la oposición entre Quetzalcóatl y Huitzilopochtli y se presentó como un Mesías que salvaría al país de las garras de la corrupción y la barbarie castrense. Quiso ser el presidente rey, quiso ser el sacerdote que conectaba a México con su pasado más entrañable, quiso ser profeta, que anunciaba la inminente venida de una aurora histórica. “Haga que esto dure”, le decía Miguel Palacios Macedo, su amigo más lúcido, respetado y comprometido. Gómez Morín le pedía no sacrificar todo “al triunfo inmediato” en una elección y optar en cambio por “una organización bien orientada con capacidad de vida”. Lo que Gómez Morín proponía, en otras palabras, era fundar un partido político liberal y civilista que, encabezado por Vasconcelos, habría nacido al mismo tiempo que el pnr. Pero Vasconcelos no los escuchó. Vasconcelos sólo se escuchó a sí mismo. “No soy Gandhi”, les dijo. Salió a un largo, solitario y doloroso exilio en el que, como el profeta Amós, profetizó contra su pueblo. A ese exilio debemos una de las obras perdurables de nuestra literatura, pero su autor se precipitó en un pantano de frustración y amargura: negó la obra constructiva que había creado y abrazó el nazismo, la más extrema y cruel ideología totalitaria del siglo xx. Vasconcelos nunca se resignó a la negación de su vocación mesiánica. Murió con ella.
El pueblo mexicano, sobre todo en el campo, llegó a ver en Lázaro Cárdenas un Mesías. El arquetipo que corresponde al general proviene de otra variante de la experiencia religiosa. Luis González, que lo conoció bien, lo describía como un cura de pueblo: sencillo, laborioso, emprendedor, paciente, misericordioso, todo oídos. Un hombre parecido a aquel famoso padre Federico de San José de Gracia. No en balde le llamaban “Tata Lázaro”. Pero la prueba mayor de que Cárdenas no fue un Mesías sino una figura religiosamente querida en México, fue su salida del poder a los seis años de cumplir su mandato. Cárdenas fue el primer presidente en cumplir con el mandamiento de la “no reelección”. Quería que perdurara su obra, no su persona. Entendió que los mesianismos no son compatibles con las instituciones.
Pasaron sesenta años. Enfrentado al mismo dilema de Vasconcelos en 1929, Cuauhtémoc, el hijo de Tata Lázaro Cárdenas, leyó una carta proveniente de un pueblo de Oaxaca: “hemos guardado con resignación la llegada de un Mesías mexicano, hoy lo tenemos en la persona de Cuauhtémoc Cárdenas, estamos dispuestos a ofrendar nuestras vidas y estamos esperando tres palabras de labios de nuestro redentor: ‘Tomemos las armas’”. A diferencia de Vasconcelos, Cárdenas fundó “una organización bien orientada con capacidad de vida”. Hizo que “eso durara”.
El capítulo más reciente en la breve historia del mesianismo mexicano lo escenificó Andrés Manuel López Obrador en su campaña presidencial de 2006. A diferencia de todos los presidentes mexicanos de la era liberal y revolucionaria, el político tabasqueño se ha visto a sí mismo como la completa encarnación de la historia liberal y revolucionaria de México.

Gershom Scholem, el gran historiador del misticismo judío, abordó alguna vez un tema que a su juicio había recibido poca atención en las discusiones sobre la idea mesiánica en el judaísmo: el precio que esa idea demandó en el pueblo judío:

La magnitud de la idea mesiánica corresponde a la impotencia sin fin de la historia judía durante los siglos del exilio, cuando se mostraba incapaz para entrar al escenario de la historia mundial. Había algo preliminar, algo provisional en la historia judía. De ahí su incapacidad a dar plenamente de sí. Porque la idea mesiánica no es sólo consolación y esperanza […] Hay una grandeza en vivir en esperanza, pero al mismo tiempo hay algo profundamente irreal en ello. Disminuye el valor singular del individuo, porque el carácter incompleto de sus afanes elimina justamente lo que hay más valioso en ellos. Por eso el mesianismo ha compelido en el judaísmo una vida vivida en el diferimiento, en la cual nada puede cumplirse por entero, nada se logra de manera es irrevocable. 
Uno podría decir, quizá, que la idea mesiánica es la verdadera idea antiexistencialista.

La mejor lección que podemos extraer de la idea mesiánica –idea fundamental del judaísmo– es evitarla a toda costa. No diferir nuestra vida, no huir de la realidad, no escapar de nuestra existencia. Y menos aún ponerla toda en manos de un ser humano que se autoproclama único e irreemplazable, por más extraordinario que sea. Los arquetipos bíblicos y, en general, los arquetipos religiosos tienen una función espiritual en la vida privada pero no convienen a una vida pública moderna y sana. En ella debemos beber las aguas claras de otro manantial, el de la tradición humanista. No el de los profetas, los reyes, los sacerdotes, los inquisidores, los mesías –todos con su ira divina y su intolerancia– sino el de los legisladores, tribunos, magistrados, presidentes. Frente a la misión divina, la virtud ciudadana.

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