ESTHER CHARABATI, EN EXCLUSIVA PARA ENLACE JUDÍO

Un mundo a prueba de dolor, ése parecería ser el objetivo último de nuestra civilización y su mayor fantasía. Desde diferentes campos se busca la disminución del sufrimiento: la medicina previene y cura la enfermedad, la industria del entretenimiento busca distraernos de nuestras penas, las terapias de todos los signos nos ofrecen armas para luchar contra la adversidad y los sentimientos autodestructivos, los antidepresivos alteran nuestro organismo para apartarnos de la ansiedad, la prostitución busca paliar la soledad, las drogas nos permiten evadirnos de una realidad insoportable… Esfuerzos simultáneos para alcanzar lo inalcanzable: cancelar el sufrimiento.

Estamos tan convencidos de que nos merecemos una vida maravillosa que si se presentan contratiempos, el mundo queda en deuda con nosotros. El placer nos corresponde naturalmente, el dolor no. Ante una pérdida significativa (de un ser querido, del empleo, de una oportunidad), nos indignamos y le preguntamos al destino “¿Por qué a mí?”, pregunta que nunca formularemos cuando nos enamoramos, nos ganamos la lotería o nos anuncian un ascenso. El placer es parte del activo fijo.
Nuestros mayores esfuerzos están orientados a que nuestros hijos no sufran: luchamos sin descanso para proveerlos de lo necesario y de lo superfluo; alabamos cada uno de sus progresos, les permitimos violar las normas en nombre de la alegría de la juventud, intentamos resolver de antemano los problemas que pudieran presentárseles… les debemos la felicidad.

Muy distinta es la visión del mundo expresada en los huehuetlatolli, que reflejan la sabiduría nahua en los consejos que da un padre a su hija. “Oye bien, hijita mía, niñita mía: no hay lugar de bienestar en la tierra, no hay alegría, no hay felicidad. Se dice que la tierra es lugar de alegría penosa, de alegría que punza.” Para que no andemos siempre gimiendo, los dioses nos dieron la risa, el sueño, los alimentos, la fuerza y el acto sexual. A cada uno le toca vivir lo mejor posible.

Hasta los más optimistas se ven obligados a reconocer que en este mundo conviven la alegría y la pena y que, a veces, incluso la alegría “punza”: por ser efímera, por dudar si la merecemos, por no poder compartirla…
La educación que asume el sufrimiento no lo evita, pero cancela un factor que lo potencia: la sorpresa. Es más fácil ―o un poco menos difícil― aceptar el dolor anunciado que aquel que irrumpe en nuestra vida quebrando la cotidianeidad y el endeble equilibrio que logramos construir a base de constancia; ese dolor que en algunas religiones, ha sido percibido como castigo de los dioses. Desde la concepción de la filosofía china, en cambio, es visto como el reverso del placer, uno más entre los opuestos que rigen la armonía de todo lo existente: sufrimos porque gozamos.

Los estoicos proponían aceptar valientemente los hechos, al menos aquellos que están fuera de nuestro control. Ponían el énfasis en la actitud personal, convencidos de que si bien no podemos cambiar los hechos, sí es posible elegir nuestra reacción ante ellos. Epícteto recomendaba: “No busques que los acontecimientos sucedan como tú quieres; desea que, sucedan como sucedan, tú salgas bien parado”. La idea que subyace a esta filosofía es que uno puede aumentar o disminuir el sufrimiento dependiendo del valor que concedamos a las cosas. Un aprendizaje que puede tomar tanto tiempo como aquel que pretende que aceptemos la desgracia reconociendo que la alegría reaparecerá en algún momento. Ambos se aprenden en una escuela que no otorga diplomas: la escuela de la vida.