HORACIO JINICH

California, E.E. U.U.

Debí tener menos de cinco años cuando ocurrió un suceso que hoy me vino a la memoria como un tibio recuerdo de mi infancia. En ese tiempo vivíamos en una vecindad en las calles de San Ildefonso, casi frente a la Escuela Nacional Preparatoria y bajo el cielo azul de la otrora “región más transparente del aire”: la ciudad de México, en los años veinte.

Recuerdo que entonces uno de mis pasatiempos favoritos consistía en subirme a la azotea para mirar el cielo. A esa edad tenía la certeza de que las nubes blancas estaban allí con un propósito, que eran un rebaño de ovejas que viajaban lentamente con el único fin de ocultar la presencia de Dios. Y fue esa incuestionable certeza, esa mística revelación, la que esa tarde me hizo gritar con toda la fuerza de mis pulmones: “¡Dios, quiero ser tu ayudante!”

Y ocurrió una mañana, medio siglo más tarde que, paseando por la calle con Samuel, el menor de mis hijos, entonces de siete años, cuando se me ocurrió contarle esta historia.

‒Sabes ‒le dije‒, creo que Dios aceptó mi propuesta porque me permitió ser médico y, ser médico, de alguna manera, lo convierte a uno en ayudante de Dios. Los que practicamos con amor este divino oficio, queremos hacer el bien, deseamos sinceramente poder curar a los enfermos, darles las medicinas que alivien sus dolores y, sobre todo, tratamos de encontrar las palabras necesarias para que nuestro paciente sienta menos miedo cuando tenga que afrontar enfermedades graves.

Ese día Samuel se quedó callado, pero a la mañana siguiente, me interpeló:

‒Oye papá, y la mamá que cuida a sus niños, el jardinero que riega las flores para que no se mueran de sed, el policía que nos defiende de los ladrones y de los robachicos, ¿no son también ayudantes de Dios?

‒Sí, tienes razón, todos son sus ayudantes, y tú, cada vez que haces una buena obra lo eres también.

Un tiempo después participé en un Congreso de Ética Médica. No recuerdo cual fue el título de mi plática, pero nunca olvidaré el momento en el que un miembro del auditorio me lanzó la pregunta:

‒Doctor Jinich, ¿cree usted en Dios?

Sorprendido ante la intempestiva pregunta en el momento de mi vida en el que me había incorporado al pensamiento secular, dominado por el escepticismo, intenté dar una respuesta honesta y contesté:

‒Doctor, sinceramente ignoro si Dios existe o no, pero he decidido vivir como si de hecho existiera.