JULIAN SCHVINDLERMAN/COMUNIDADES

Para una sociedad que se opuso a la radio y a la televisión y que abolió la esclavitud apenas siete años antes de que el hombre llegara a la luna, el reciente establecimiento de la “Liga de Demandantes del Derecho de la Mujer a Manejar Autos en Arabia Saudita” ha naturalmente generado repercusiones sociales.

A finales de septiembre, alrededor de 1100 mujeres saudíes han firmado una petición dirigida al Rey Abdullah exigiendo se les reconozca el derecho a manejar autos en el reino islámico. Entre las razones invocadas hay apelaciones a la tradición y a la historia (en el pasado, las mujeres saudíes podían desplazarse libremente en camellos y caballos, que no eran sino los medios de transporte de antaño), al sentido económico (cada vez resulta más oneroso para la clase media sostener un chofer particular que lleve de aquí para allá a las mujeres de la familia), y a la conciencia social (en el marco de un reclamo de mayor igualdad entre hombres y mujeres). La última vez que algo así fue intentado, terminó en fracaso. En 1990, aprovechando la presencia en tierra saudí de varios periodistas extranjeros que cubrían los desarrollos de la Guerra del Golfo, mujeres subieron a los autos de sus maridos o padres y manejaron a lo largo y ancho de Ryhad. Muchas de ellas terminaron en prisión, otras perdieron sus trabajos, y algunas fueron temporalmente expulsadas del país. Esta vez, si bien la iniciativa ha encontrado resistencias, ella ocurre en una atmósfera de mayor apertura y permisividad, en tanto la monarquía musulmana halla cada vez más difícil evadirse de la modernidad.

Los últimos dos años y medio han sido testigos de un acalorado debate en la sociedad saudí a propósito de este tema, desde que en mayo de 2005 dos miembros del Consejo de la Shura elevaron la idea -radical en la Arabia Saudita del siglo XXI- de que las mujeres deberían poder manejar. Periódicos han comenzado a publicar notas relativas a la posible aceptación y consecuentes implicancias del manejo femenino, programas televisivos han presentado paneles de debate al respecto, y al menos una organización patrocinada por el gobierno está abocada a la investigación de los efectos sobre la vida familiar y la sociedad de semejante cambio social. Los opositores alegan que ello fomentará la corrupción moral de la población, que las mujeres al volante provocarán accidentes viales, y que tal libertad las llevará a que salgan más de sus hogares, se maquillen y descubran sus caras, todo lo que derivará en que los hombres pierdan poderes de custodia sobre sus mujeres. “Si una mujer maneja”, sintetizó quizás inadvertidamente el Dr. Sleiman Al-Eid, titular del Departamento de Cultura Islámica de la Universidad Rey Saúd, “ella tendrá un cierto grado de independencia”.

El temor a la independencia femenina sea quizás el núcleo del asunto. Tal como el escritor Martin Amis ha señalado, al misógino musulmán “la libertad femenina le da pánico, porque el patriarcado les permite conservar los últimos vestigios de poder frente a su impotencia en el escenario mundial. Así que protegen su última pequeña fortaleza, llenos de pánico ante las mujeres, casándose con ellas cuando son niñas y todavía no logran asustarlos. Es todo un tema de impotencia masculina.”

Y así, las mujeres en Arabia Saudita son masivamente oprimidas y discriminadas. Su acceso a la educación universitaria es restringido a ciertas carreras y deben además estudiar en instituciones exclusivas para mujeres. Pueden trabajar solo en ciertos sectores de la economía, sus salarios son menores que los de sus colegas masculinos, y sus lugares de trabajo están apartados de los de los hombres. Lo mismo ocurre en los restaurantes y colectivos. Ellas jamás eligen con quien casarse y pueden divorciarse solamente si el marido lo consiente, en cuyo caso pierden automáticamente la custodia de sus hijos. Ellas no pueden ejercer la abogacía y sus testimonios ante la corte valen la mitad del de un hombre. No pueden deambular libremente por la vía pública; deben siempre estar acompañadas por un pariente masculino o sus esposos, y obligatoriamente deben vestir la abaya, un ropaje que las cubre de pies a cabeza. Espacios públicos tales como parques, zoológicos, museos y bibliotecas son reservados para el disfrute de los hombres “con solo limitado tiempo asignado para las visitas de las mujeres” según un informe de la ONG Freedom House. Las mezquitas, las calles y la mayoría de los ministerios son territorio masculino. Los policías de la Comisión para la Promoción de la Virtud y la Preservación del Vicio se toman tan seriamente su trabajo, que a comienzos del año 2002, cuando un incendio fustigó una escuela de mujeres con 800 alumnas adentro y las puertas estaban cerradas con llave para garantizar la separación de los sexos, éstos impidieron salir del edificio en llamas a las escolares que huían desesperadas del fuego por no tener cubiertas todas las partes de sus cuerpos. Muchas de ellas murieron en la estampida que generó la huida, otras carbonizadas por la terquedad criminal de los puritanos islamistas. Tal la realidad social para la mujer saudí.

En este contexto, entonces, el surgimiento de un movimiento liderado por mujeres bregando por los derechos de las mujeres en la nación a la que Caroline Glick definió como el “epicentro de la misoginia del totalitarismo islámico”, es a todas luces un desarrollo fenomenalmente novel. Si éste alcanzará la transformación social que desea o simplemente quedará acotado al plano del debate público pasajero, resta por verse. Pero con su sola aparición en escena, la “Liga de Demandantes del Derecho de la Mujer a Manejar Autos en Arabia Saudita” prueba la existencia de fisuras en las murallas anti-modernistas y fanáticamente machistas del feudo de Ryhad.