ANA WAJSZCZUK/LA NACION

Jedwabne, 10 de julio de 1941. El sol del verano brillaba con fuerza, casi con ensañamiento sobre la plaza principal de este shtetl, pueblo de mayoría judía, en el extremo Noreste de Polonia, a ciento noventa kilómetros de Varsovia.

Un pueblo rural, entre ríos y trigales, apenas cuatro kilómetros cuadrados marcados en el mapa, sin señas particulares si no fuera por un hecho que lo puso en la memoria del horror y permaneció silenciado hasta hace poco tiempo: setenta años atrás, la mitad de los vecinos de Jedwabne asesinó o vio asesinar impertérrita a la otra mitad, más de mil personas de origen judío, bajo el aliento de unos pocos soldados de la gendarmería alemana presentes.

La masacre comenzó apenas despuntó el sol, pero se venía preparando hacía días en una creciente ola de humillaciones, asesinatos y rumores de matanzas en pueblos vecinos. Alemania había invadido la Unión Soviética el 22 de junio, quebrando el pacto de no agresión entre Hitler y Stalin. Jedwabne, incorporado a la Unión Soviética en 1939 y bajo un brutal proceso de sovietización desde entonces, cambió a manos alemanas el día 23. El destino de la mitad de su población, judíos con raíces centenarias en el pueblo, estaba sellado para diecisiete días después.

En la plaza desprovista de árboles, una cadena de brazos no dejaba escapar a centenares de hombres, mujeres y niños judíos reunidos a empujones y amenazas bajo el sol ardiente del verano, apaleados e insultados por sus propios vecinos polacos. Con el alcalde y la gendarmería alemana a la cabeza, armados con hachas, palos con clavos y barras de hierro, sacaron a sus vecinos judíos de sus casas, y persiguieron y asesinaron a quienes intentaban escapar.

Al final del día, quienes todavía quedaban vivos fueron obligados a marchar con el rabino al frente hasta un granero cerca del cementerio judío, obligados a llevar una estatua de Lenin, obligados a cantar que la guerra era su culpa.

El establo se roció con combustible, y más de mil hombres, mujeres y niños fueron quemados vivos. Los gritos y el olor a carne quemada se convirtieron en un recuerdo fantasmal entre los habitantes de Jedwabne y sus descendientes que ocuparon las propiedades de los muertos. No lo olvidarían fácilmente.

Hasta 2001, un monumento de piedra al costado de lo que fuera el cementerio judío recordaba la masacre con esta leyenda: “Sitio de martirologio del pueblo judío. La Gestapo hitleriana y la gendarmería quemaron 1600 personas vivas el 10 de julio de 1941”. Sin embargo, la versión no oficial que susurraban entre sí los habitantes de Jedwabne decía otra cosa. Otra cosa era también lo que contaban los sobrevivientes, no más de un puñado, que habían escapado en su mayoría el día anterior a la matanza. “Desde la noche anterior los polacos bebían y festejaban en la calle, los perros lloraban. No fueron los alemanes: fueron ellos”, cuenta también Bernardo Olszewicz, ochenta y cinco años, sentado muy derecho en el living de la casa de su hija en Flores, Buenos Aires. En 1941 tenía quince años, hoy es uno de los pocos sobrevivientes de la masacre, y recuerda.

Debate nacional

En 2001, un libro publicado en Estados Unidos y seguidamente en Polonia expuso a la luz pública los hechos ocultos tras el monumento de Jedwabne. Jan Tomasz Gross, sociólogo e investigador de origen judío-polaco, profesor de historia en la universidad de Princeton, lanzó una pequeña bomba que iba a explotar en Polonia: “Vecinos, El exterminio de la comunidad judía de Jedwabne”.

Gross, basándose en testimonios de sobrevivientes y en los archivos de dos juicios celebrados por las autoridades comunistas en 1949 y 1953 juicios polémicos, con denuncias de torturas , y donde casi no hubo condenados, reconstruía la matanza de Jedwabne y demostraba que, a pesar de la supervisión alemana, la masacre había sido llevada a cabo por los mismos vecinos.

El libro fue finalista del National Book Award y en Polonia despertó un debate nacional sin precedentes sobre un tema tabú: las complejas relaciones polaco-judías durante la guerra.
Hubo una ola de discusiones sobre la responsabilidad colectiva, ensayos y libros a favor y en contra del trabajo de Gross. Algunos historiadores, en especial de la derecha católica que, al contrario de lo que sucedió en el resto de la Europa ocupada, participó activamente en la resistencia, incluso salvando judíos, no tardaron en acusar a Gross de falta de rigor histórico; diferentes voces, del periodismo a la Iglesia, minimizaron la investigación y atribuyeron la masacre a bandidos comunes, a los nazis, o a algunos habitantes de Jedwabne forzados por ellos.

“No alcemos la voz sobre esta tumba”, dijo el ex presidente Lech Walesa. Periodistas y documentalistas se acercaron a Jedwabne y fueron recibidos con hostilidad por la mayoría de la población local. El Instituto para la Memoria Nacional inició una investigación judicial en Jedwabne que concluyó en 2004 y apoyó parcialmente las conclusiones de Gross sobre la participación polaca, aunque “no pudo establecer” la cantidad de muertos y el grado de participación de las SS el día de la matanza. Nadie forzó a los vecinos de Jedwabne, sostiene Gross. Hoy día, en el sitio web del pueblo se puede leer una larga explicación sobre los sufrimientos de sus habitantes durante la ocupación soviética entre 1939 y 1941 y la “colaboración judía” con el invasor. De la masacre de Jedwabne, de su memorial o del 70° aniversario de la tragedia, no dice una sola palabra.

El primer signo de que las cosas no iban bien se manifestó apenas Jedwabne pasó a manos alemanas: el marido de Fejge, la hermana de Bernardo, fue asesinado. Después empezaron los rumores. “Todos sabían lo que iba a suceder: mañana van a matar a los judíos, nos decían los chicos del colegio, pero nadie se imaginaba en qué forma, nadie lo creía”, rememora Bernardo, que en julio de 1941 todavía se llamaba Berek y era el menor de cuatro hermanos. Al atardecer de la víspera de la matanza, Berek escapó a pie hacia al ghetto de omza, a veinte kilómetros, junto con su padre, la familia todavía indecisa entre abandonar su hogar o irse de Jedwabne. “Papá, volvamos”, suplicó Berek. Regresaron, y esa noche nadie durmió en casa de los Olszewicz. “A las tres de la mañana con papá nos volvimos a ir”, recuerda Bernardo. “Era más seguro estar dentro del ghetto que fuera. Mamá y Fejge, que tenía un bebé de seis meses y no podían esconderse, nos siguieron”. Su hermano David había partido meses antes a estudiar a Rusia.

Mietek, el hermano mayor, decidió quedarse a cuidar la casa y se escondió en el cuarto de los trastos dejando la puerta abierta para hacer creer que todos habían huido: “El escuchó el llanto de los que eran quemados vivos. Mataron a todos, no querían testigos. Por la noche se arrastró por los campos hasta Lomza”. Un año y medio después, cuando los nazis cercaron el ghetto, Berek tomó a su madre y a su hermana y las sacó por un agujero en los alambres de púa para llevarlas a la casa de unos vecinos católicos. “Acuérdate de que tuviste una hermana”, le dijo Fejge, con su bebé en brazos.

Su madre le suplicó que permanecieran, él y Mietek, siempre juntos. Su padre ese día estaba haciendo trabajo forzado para los nazis. “Me escapé al bosque junto con otros chicos, pero volví a buscar a mi mamá, porque pensaba: si voy a morir, voy a morir junto a ellos”. Pero nunca volvió a saber nada de ninguno: alguien le dijo que los habían llevado a Auschwitz junto al resto de los judíos de Lomza. Vagando por bosques a treinta grados bajo cero, Berek logró dar con Mietek ,quien había escapado a la deportación oculto en un sótano, y juntos pasaron los meses siguientes enterrados vivos a cuatro kilómetros de Jedwabne, en un agujero “del tamaño de un pozo de cementerio” bajo el establo de la granja de los Wyrzykowski, un matrimonio católico que los escondió a ellos y a Elsa, novia de Mietek, así como a otra pareja de amigos de Jedwabne y a dos hombres más de pueblos vecinos donde también habían ocurrido matanzas. Uno de ellos era Szmul Wasersztajn, cuyo testimonio fue central en la investigación que muchos años después haría Jan Gross sobre la masacre.

“Una vez al día, cuenta Bernardo, Antosia Wyrzykowska nos traía papas y un poco de agua, y así vivimos hasta 1945. Al salir, tuve que aprender a caminar de nuevo. Dos veces los nazis estuvieron a punto de descubrirnos. ¿Si tuve miedo? No, un chico no cree en la muerte, tiene voluntad. “A mí me van a matar corriendo, dije, yo no me voy a entregar”. Cuando terminó la guerra, el antisemitismo seguía siendo costumbre y mataban judíos por todos lados. Nos fuimos a Checoslovaquia y luego a Italia”.

Allí dejó a Mietek y Elsa para irse a Israel, donde por su edad fue obligado a pelear en el ejército contra los ingleses y los árabes. Mietek le escribió para contarle que se iba a la Argentina, ese país tan lejano donde, recordaba, una tía se había establecido en 1925.
Berek, cansado de tanta guerra, llegó a Buenos Aires en 1951, armó un pequeño taller de ropa industrial en Paternal, donde todavía vive, y se convirtió en el soporte de su hermano mayor, que aquí se llamó Mauricio y falleció en 2007. Bernardo se casó con Lidia, una chica de Hebraica, tuvieron dos hijos que para su orgullo “se convirtieron en profesionales”, y cuatro nietos.

Hace pocos meses, lo contactaron desde Siberia: era el hijo de David, el hermano que había emigrado a Rusia y de quien no había tenido nunca más noticias. “Me llamo Boris en su honor”, le contó el sobrino en una carta mal traducida al español. David había muerto en 2008 pensando que toda su familia había sido asesinada en Jedwabne.

Los hijos y nietos de Bernardo saben que nacieron gracias a los Wyrzykowski, reconocidos como Justos entre las Naciones. Antosia hoy tiene 92 años y volvió a Polonia, después de que otros sobrevivientes del pozo la llevaran consigo a Estados Unidos. Bernardo nunca quiso volver. “Yo a veces digo: te perdono”, murmura a los fantasmas de su pasado. “Pero la verdad, yo la sé”.
Y agrega que todo lo que cuenta es, apenas, el uno por ciento de lo que ha vivido, porque si tuviera que acordarse de todo, no estaría hablando hoy acá, ante las lágrimas de sus hijos y la mirada celeste de su nieta de ocho años.

¿Es posible ser a la vez víctima y verdugo? pregunta Gross en su libro.
“Vecinos”, rompió con lo que la activista católica Hanna Bortnowka llamó el “paradigma de la inocencia” en Polonia, donde el simbolismo del martirologio colectivo incluía la certeza de que el antisemitismo arraigado en la sociedad no tenía nada que ver con el exterminio de los judíos bajo la ocupación nazi.
Esta cronista, nieta de polacos católicos prisioneros en Siberia, pudo constatar que para sus abuelos, como para muchos otros polacos, la verdadera maldición fueron los soviéticos, y por extensión sus amigos, los judíos. Una hostilidad que en el documental The Legacy of Jedwabne (2005), del director polaco Slawomir Grunberg, es también palpable en los vecinos del pueblo durante la ceremonia por el 60° aniversario de la masacre, en medio de la controversia por el libro de Gross y por la leyenda del memorial, que las autoridades habían prometido reemplazar por uno que mencionara la participación de los polacos en la matanza.
El presidente de Polonia viajó al pueblo y por primera vez hubo un reconocimiento oficial de la culpabilidad de los polacos ante una treintena de familiares de las víctimas llegados de todas partes del mundo. Pero la frase del monumento que se inauguró decía, escuetamente: “Aquí fueron quemados vivos los 1,600 judíos de Jedwabne”.

Entre los familiares estaba la filósofa y escritora argentina Laura Klein, quien todavía recuerda los panfletos y pasacalles colgados en Jedwabne el día de la ceremonia, en los que se tildaba de mentira lo denunciado por Gross. La madre de Klein había dejado el pueblo a finales de los años 30, por eso se salvó de la masacre, pero en el granero murieron otros familiares suyos. En la conferencia de prensa convocada en Varsovia por los familiares , que no pudieron hablar en el acto, Klein leyó un texto de su autoría, llamado “Perdonaos a vosotros mismos”: “No os metáis con las víctimas, nuestros muertos, sino con los victimarios, vuestros propios padres. A eso he venido, a confirmar esta ausencia de parte, a invitaros a guardar para vosotros mismos vuestra contrición y vuestra vergüenza”.

Hace pocos días, se conmemoró el 70° aniversario de la masacre con otro acto, donde por primera vez participó un obispo y se leyó una carta del actual presidente, Bronislaw Komorowski, rogando “una vez más, perdón”.
El alcalde del pueblo no se presentó: el anterior se había visto obligado a renunciar después de apoyar el acto de diez años atrás. Los habitantes de Jedwabne, una vez más, miraron de lejos. Quizá porque la pregunta que nos hacen todos los momentos históricos donde el desmoronamiento moral arrasa con las cuestiones de conciencia sigue siendo demasiado controvertida: ¿Qué hubiera hecho uno de estar en ese lugar?