JOSÉ EMILIO PACHECO/PROCESO

22 de julio 2011 ·

A la memoria de Adolfo Sánchez Vázquez, maestro.

–  Ya estarás satisfecho

–¿De qué?

–Tus presagios apocalípticos se cumplieron. México se parece hoy a lo que te habías imaginado.

–Jamás pretendí adelantarme a nada. Me limité a indicar algo de lo que estaba pasando y casi nadie quería ver.

–¿Con qué objeto?

–La ingenua pretensión de que escribirlo podría ayudar a conjurarlo. Si la gente se daba cuenta quizá cambiara de actitud y contribuyera a impedir, o al menos a mitigar, lo que se nos venía encima. Desde luego no tuve ni tengo capacidad alguna de videncia. No podría decirte ni siquiera qué va a pasar de aquí al próximo miércoles.

–Mi madre recuerda que la matanza de Acteal coincidió con la exacerbación de la violencia en Argelia. Tú dijiste que había que hacer hasta lo imposible para que en México jamás alcanzáramos esos niveles de crueldad. La gente se rió: “Exagera. Está loco. Eso nunca pasará aquí. Cómo se ve que no sabe nada de Argelia”.

–Sí, pero no pido que nadie me revindique por esas cosas tan tristes. Prefería mil veces haberme equivocado. De cualquier manera jamás pensé que veríamos lo que ahora presenciamos.

–La espiral sin fin. Los colgados de los puentes a los que se remata o se quema vivos, las imágenes de los torturados y muertos que presentaron Carlos Marín y Ciro Gómez Leyva…

–Y lo que seguirá.

–Ya hablan del Holocausto mexicano.

–Son cosas muy distintas, pero a propósito de Holocausto me gustaría contarte una pequeña historia que tal vez no conozcas. ¿Has leído en libros o en internet algo acerca del Velódromo de Invierno?

–No. ¿Qué tiene que ver el ciclismo con todo esto?

–Nada. Es el lugar en que se concentra a los judíos de París antes de enviarlos a morir en Auschwitz. Hablamos de 1943. Los años triunfales del nazismo quedaron atrás. La derrota es evidente. Lo han vencido en Stalingrado y en el norte de África. Sin embargo, Hitler se empecina en destinar al exterminio los recursos que se necesitan para la guerra.

–No veo la relación.

–Un momento. Adolf Eichman embarca desde Salónica a todos los judíos de Grecia. Mientras a unos los asesinan en las cámaras de gas, los otros, los de París, son recogidos por la policía francesa de Vichy y los hacinan en el velódromo sin agua, sin comida, sin medios sanitarios, bajo un calor atroz. Tras varios días en estas condiciones los suben a los vagones para ganado.
Antes separan a las familias. Hay un carro del tren lleno de niños. Una muy pequeña, de cuatro o cinco años, grita y pide a su mamá. El oso de peluche, compañero de toda su breve vida, cae al andén. Ella se aferra a las puertas de madera y suplica que le devuelvan al osito.

–Bueno sí, pero…

–Hans Koenen, un joven oficial de las SS, supervisa el embarco. Ve a la niña, se ríe de ella, con la culata de su metralleta machaca los dedos de la pequeña hasta rompérselos y estalla en carcajadas. Un policía francés se atreve a reprochárselo.
El convoy de la muerte arranca entre los aullidos de la niña. Hans le grita al francés que la compasión es la peor debilidad. Ellos, los nazis, son los dueños del mundo y tienen derecho a todo. Quien pueda conmoverse por una niña y su osito es un blandengue (insulto predilecto del Führer) y no merece vivir.

–No le pasó por la mente que eso podía sucederle a sus hijas.

–O a él mismo. Dos años después los nazis derrotados huyen a la carrera de Praga. La multitud toma por asalto los últimos reductos alemanes y lincha en plena calle a todo uniformado que encuentra. El joven Hans es ya para entonces capitán. No puede hacer nada contra quienes lo golpean, le sacan los ojos, le abren el vientre, lo castran con unas tijeras de jardinero y antes de prenderle fuego y colgarlo de un farol dejan que se arrastre unos segundos por la acera. ¿Qué grita Hans en los últimos instantes de su vida? Pide a su mamá.

–Es una historia espantosa.

–Una entre millones. Pero aleccionadora.

–¿Por qué? Eso no puede suceder aquí.

–¿Ya ves? Tú también. No te culpo: todos creemos que nada malo nos va a pasar nunca.

–Es que en otra forma no nos levantaríamos de la cama.

–Sí, tienes razón. Ignoro cuál es el justo medio. ¿Ya ves que no pretendo aleccionar a nadie? Si me permites, recordaré que en el México antiguo, años antes de que nacieras, cuando en una reunión las conversaciones decaían y ya nadie tenía ganas de hablar alguien sacaba siempre los chistes sobre la nota roja.
En primer término los encabezados clásicos: “Mató a su madre sin motivo justificado”, “Buzo que se suicida al no poder desatornillar la escafandra”, “Se halló la lengua de su esposo en un tamal oaxaqueño”, “Caminaba de espaldas: se le acabó la azotea”. Y las noticias de atrocidades que de tan grotescas parecían cómicas. Todo ocurría en un país remoto llamado también México pero sin nada en común con aquel que habitábamos. Eran mundos opuestos y creímos que jamás iban a tocarse.

–Ahora están lado a lado en todas partes. ¿Hasta cuándo?

–No lo sé, nadie lo sabe.

–Todos los espectáculos son escuelas del crimen: videojuegos, teleseries, películas.

–Sí, y no obstante jamás me atrevería a proponer la censura porque inicias también otro proceso sin fin. Me preocupa no hallar una respuesta. Vamos a suponer que eliminamos esas imágenes violentas. ¿Por cuáles otras las sustituimos?: ¿la tragedia griega, la Biblia, Shakespeare, el teatro de los siglos de oro, la gran novela realista, las clases de historia universal? Las pantallas seguirían siendo baños de sangre y escuelas del crimen.

–¿Y la publicidad?

–En 1975 Marshall McLuhan vino a México invitado por Televisa para un simposio sobre medios audiovisuales. Volvió muerto de miedo a Canadá. Afirmó hace 36 años que en un país tan pobre como el nuestro el empleo de una publicidad concebida para la nación más rica del planeta auguraba una violencia nunca vista.

–Entonces ¿qué se puede anunciar sin que se despierten la codicia más feroz y el ansia de tenerlo todo a cualquier precio?

–No lo sé. Tampoco me corresponde hallar la respuesta. Para eso las universidades forman miles de especialistas todos los años. Me limito a conversar contigo y referirme a lo que me preocupa y me lastima.

–No terminaste de decir por qué te parece tan aleccionadora la historia del nazi de París y de Praga.

–Porque contiene algo que no puedes eliminar de ningún intento de explicarte lo que sucede. El mayor atractivo de hacer el mal es la sensación de omnipotencia que confiere. Todos somos pobres diablos y estamos a expensas de todo. De repente encuentras un acto que te permite sentirte superior a los demás y vengarte de todas las humillaciones y afrentas que has recibido. Esa voluptuosidad suprema te explica al nazi del Velódromo, a todos los niños sicarios, a Hitler y Stalin. Claro que dura poco pero no hay nada que no dure poco.

–¿No hay salida?

–Tiene que haberla. Confío en que ustedes, los habitantes naturales del siglo XXI, a diferencia de nosotros los inmigrantes del XX, la encontrarán. Mientras tanto, nunca estará de más practicar la máxima en que coinciden las filosofías y las religiones, la norma que violamos todo el tiempo y en todas partes: “No hagas a los demás lo que no quieras para ti mismo”.

–La más fácil, la más obvia, la más difícil de practicar.

–Por supuesto, pero no hay nada que la sustituya. Gracias por escucharme. Te deseo lo mejor.