LAWRENCE GROSSMAN – JEWISH IDEAS DAILY

No hay fin a los acertijos que participan en la definición de lo que significa ser judío. ¿Será un judío alguien que crea en la religión judía, de la forma en que un cristiano cree en el cristianismo o un musulmán en el Islam? Ese no puede ser el caso, ya que muchos devotos judíos son ateos.

¿Es judío necesariamente aquél que reconoce su pertenencia a un grupo étnico, pueblo o nación judía? Esa definición excluiría a las personas que creen en el judaísmo pero sienten poco parentesco con muchos de sus creyentes, y dejaría fuera a aquellos judíos que son antisionistas. ¿Y si contempláramos el hecho de ser “judío” como una identidad cultural? Si fuera así, integraría a aquellas personas que ven agitarse su alma con el “El violinista en el tejado”, viven en el Upper West Side de Manhattan, disfrutan de la comida judía, aprecian el humor judío, y creen, como la mujer que una vez me dijo que era judía porque estaba suscrita a New Republic (semanario con fuerte presencia judía entre sus redactores), que el judaísmo se corresponde con las políticas liberales y progresistas. Pero sin duda que hay no judíos que cumplen con casi todos esos criterios y también un número significativo de judíos que no los cumplen.

No sólo no hay respuesta satisfactoria a este acertijo o enigma, hay una razón fundamental de que sea así. El pueblo que luego vendría a llamarse judío y su fe, que sería conocida como judaísmo, es muy antiguo en su origen. Desde la más temprana historia, los orígenes de los judíos se atribuyeron a un grupo familiar fundado por los patriarcas bíblicos y guiado por la revelación divina. Durante siglos después, la religión, el pueblo y la cultura judía estaban indistintamente unidos. Por lo tanto, el pueblo y su fe son anteriores en varios siglos a la aparición de conceptos tan modernos como “religión, nación y cultura“.

La profesora Leora Batnitzky escribe acerca del nacimiento de estos conceptos modernos y sus consecuencias para el pensamiento judío. En su nuevo libro, “Cómo el judaísmo se convirtió en una religión”, que surgió a partir de su pregrado en la Universidad de Princeton sobre “Pensamiento judío y sociedad moderna”, sostiene que el pensamiento judío moderno comenzó a finales del XVIII cuando Moisés Mendelssohn declaró que el judaísmo era (solamente) una religión. Al hacerlo, renunció al tipo de dominio comunitario que las autoridades judías habían ejercido tradicionalmente. Él cedió la autoridad cultural y política al naciente Estado-nación secular…

Batnitzky argumenta que en los años en que Mendelssohn hizo esa distinción, hasta entonces sin precedentes, entre la religión judía y la cultura y el pueblo judío, su idea permaneció como una especie de hilo escarlata, a veces abiertamente y otras subterráneamente, a través del discurso y los argumentos de los pensadores judíos hasta nuestras fechas Algunos de estos pensadores asumieron con fidelidad la definición de Mendelssohn de los judíos como correligionarios. Algunos otros refinaron y redefinieron el concepto. Y otros lo rechazaron en favor de una u otra forma de judaísmo étnico, político o cultural.

El libro utiliza la rúbrica combinada de religión, nación y cultura como clave para entender los últimos dos siglos de pensamiento judío. Esta radical construcción ilumina el pensamiento académico y sus propios debates, revelando ironías que hasta ahora habían pasado casi desapercibidas. Por ejemplo, en la segunda mitad del siglo XIX, Samson Raphael Hirsch fue el principal antagonista ortodoxo de Abraham Geiger, el líder del primer judaísmo reformista alemán. Los dos eran polos opuestos en su comprensión de la religión judía. Sin embargo, el marco analítico de Batnitzky nos ayuda a comprobar cómo los dos hombres estaban completamente de acuerdo en su creencia en una religión judía que no tenía ninguna dimensión nacional colectiva. De hecho, fue el ortodoxo Hirsch, quien era el más radical en este sentido, el que llevó a sus seguidores dentro de la comunidad judía oficial hacia un movimiento doctrinal básicamente secesionista.

De la misma manera, Batnitzky llama la atención sobre una ironía más cercana a nuestro tiempo. Las separatistas comunidades ultra-ortodoxas en los Estados Unidos, nos recuerda, rechazan en principio la modernidad, y afirman haber restaurado una síntesis pre-moderna de comunidad y fe. Sin embargo, sólo son capaces de disfrutar de esa autonomía necesaria para su comunitarismo separatista porque el sistema legal de EEUU los considera como miembros de una religión – según la idea moderna -, y lo por tanto tienen derecho a la amplia protección de la Primera Enmienda.

Quizás tal vez sería excesivo esperar un marco analítico tan amplio que pueda dar cuenta de todas las significantes características del pensamiento judío moderno. Batnitzky define el término “religión” tal como lo hacía el protestantismo alemán en la época de Mendelssohn, es decir, como una experiencia espiritual interna, en particular para el individuo. Si uno define la religión de esta manera, uno tiende a ver las manifestaciones de la identidad del grupo no en su aspecto religioso, sino en el político. Esta dicotomía puede ser adecuada para describir la relación del cristianismo con la política y la cultura moderna, pero deja sin explorar algunas de las complejidades de las modernas escuelas de pensamiento y pensadores judíos.

Por ejemplo, el hasidismo, que se analiza en un capítulo titulado “La irrelevancia de la religión“, y ello porque el hasidismo tiene sus raíces en la identidad colectiva de los judíos europeos orientales. Sin embargo, una característica definitoria del hasidismo fue su énfasis en la experiencia religiosa individual, y Martin Buber, quien popularizó el movimiento en el Occidente moderno, es muy correctamente etiquetado como un “pensador religioso“. Del mismo modo, los grandes campeones del estudio analítico del Talmud, también europeos del este, son llamados “colectivistas” a pesar de su intensa persecución, a veces muy competitiva, del conocimiento individual y la innovación. Sin embargo, a Joseph B. Soloveitchik, el más conocido representante en el siglo XX de esta escuela analítica, se le denomina como un “pensador religioso“, a pesar de su famosa doctrina colectivista de que todos los judíos, religiosos y laicos, están obligados por un compromiso de “destino“.

Batnitzky señala que los judíos alemanes, haciendo hincapié en el judaísmo como religión y devaluando a su vez la cultura judía, mostraron una marcada falta de aprecio por uno de los principales regalos culturales del judaísmo a la civilización moderna, su sentido del humor. La llegada en época moderna del judaísmo cultural, y su visión irónica, tuvo que esperar, nos dice Batnitzky, a la llegada de los grandes escritores seculares en yiddish de finales del siglo XIX en Rusia, y su tratamiento satírico de la vida diaria judía. Pero sin duda el propagador de la idea original de la judeidad como cultura, separada y aparte de la religión, fue el apóstata alemán Heinrich Heine, cuyo ingenio satírico lo llevó a cabo en la Alemania de 1831. Que Heine no se mencione en este excelente libro es sólo otra señal de que el judaísmo moderno es una casa de muchas habitaciones, tantas que podría ser demasiado proteico, complejo y multifacético tratar de confinarlo dentro de los límites de incluso las más ambiciosas y claramente argumentadas tesis.

 

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