SILVIA CHEREM EN EL CENTRO SOCIAL MONTE SINAI

27 de marzo 2012- Dice un proverbio que si uno quiere canoa grande, hay que aprender a remar con fuerza y vitalidad, para impulsarla adelante… Esta frase viene a colación porque eso es lo que hoy festejamos: tener una canoa muy grande en la vida institucional judía, gracias a los pioneros que inmigraron a México a principios del siglo XX –la mayoría sin un centavo en la bolsa y sin hablar una palabra de español–, y gracias a los hijos de los hijos, cuando menos cuatro generaciones, que hemos remado muy duro para ser, para brillar y pertenecer.

Si nos vieran aquí hoy nuestros abuelos o bisabuelos, aquellos que dejaron Siria, los Balcanes o Europa, para cobijarse en México, se sorprenderían al saber que aquella aventura brumosa que inició con un sueño y con un esperanzador boleto de barco, ha llegado a cien años de crecimiento y consolidación con una envidiable red de escuelas y sinagogas, y con más de un centenar de espacios religiosos, sociales, culturales y deportivos.

Celebramos hoy, aquí, el acontecer de un siglo y, entre muchos otros eventos, presentamos esta noche una magistral obra: Sefra Dayme, un libro que escarba en la tradición, halla raíces, dialoga con ellas, renueva la mesa y proyecta a futuro la continuidad de la vida comunitaria.

Según consta en la primera acta, escrita con bella caligrafía, judíos de variados orígenes –de apellidos tan disímiles como: Schutz, Grossman, Capón, Wolfowitz, Blis, Mazal, Weinstock, Nyssen, Granat, Rivas, Misraji, Miramón, Scherem, Fasja, Labaton, Bucahi, Saccal o Aleluf, entre otros– se reunieron el 18 de agosto de 1912 en el Templo Masónico ubicado en la calle de Donceles #14, con la urgencia de comprar un terreno adecuado que permitiera dar sepultura judía a los migrantes.

Eran tiempos aciagos. Algunos morían víctimas de enfermedades, otros acusados de ser espías o traidores por revolucionarios villistas, zapatistas o carrancistas. Aquellos pioneros discutieron cómo conseguir los fondos necesarios para comprar el panteón y, en esa misma reunión, hicieron una coperacha. Juntaron veinte pesos. Ése fue el inicio: una caja en común de apenas veinte pesos que implicó asumir un compromiso.

Dos semanas después, le pusieron nombre a su sociedad: Alianza Monte Sinaí, en honor al templo que el rabino Martín Zielonka, líder espiritual que varias veces había viajado a México, tenía en El Paso, Texas.

Para mayo de 1913, lograron su objetivo: compraron un terreno de 10 mil metros cuadrados en la calle de Tacuba, a un precio de 7500 pesos. Jacobo Granat, un galitzianer de Lemberg, dueño del Salón Rojo –el cine más grande de México– y cercano amigo de Francisco I. Madero, prestó para el enganche casi la mitad: 3600 pesos. Le prometieron que le pagarían a la brevedad, pero como sucedieron las cosas, fue tan difícil juntar recursos, tan frustrante lograr el compromiso de todos los judíos en México que, años después, ante el creciente déficit de la Alianza Monte Sinaí, Granat acabó por olvidar la deuda y, como gesto simbólico, le agradecieron su generosidad con un bastón.

Cuando los judíos en México se reunieron para poner la primera piedra de la barda del panteón, escucharon un elocuente discurso de Isaac Capón, quien pedía a sus correligionarios cuando menos un peso al mes para proyectar la comunidad a futuro. Dijo que la segunda obra sería la creación de un Centro de Beneficencia para ayudar a los enfermos o a los judíos sin recursos, luego un asilo, un hospital, una sinagoga… En ese orden, primero la ayuda al prójimo, luego el espacio de devoción.
Capón buscaba motivar a los inmigrantes desorientados, jóvenes que parecían incapaces de distinguir el itinerario de largo aliento de este visionario. Habló de unir los corazones, textualmente dijo: “para que decir israelita no evoque a un pobre beduino errante en el desierto, sino ser miembro de una corporación fuerte, saludable y vigorosa”.

Sin embargo, no logró cimbrarlos. Desesperados, los dirigentes acordaron emitir acciones de diez pesos para convertir en socios de la Alianza Monte Sinaí a quienes acudían a las distintas casas de rezo de la capital, sitios ubicados en las vecindades en las que vivían. Había una casa de rezo de los sefaradim, encabezada por Capón; otra de los europeos, ubicada en la calle Cinco de Mayo; la de la colonia árabe de Alepo, en la Onceava Calle del Estanco de Mujeres; y tres más de los judíos árabes de Damasco –una en la calle de Limón, otra en Santísima y una tercera en Manuel Doblado–, todas en el Centro.

Los judíos organizados en México, en medio de una revolución y en los albores de la Gran Guerra, dieron muestras de ser un envidiable ejemplo de solidaridad y apoyo incondicional: asistían a enfermos, intercedían con las autoridades para resolver problemas legales y liberar condenados, y apoyaban a los más necesitados.

Bajo el liderazgo de Capón y con el apoyo económico de Granat, hubo un legítimo interés de crear una hermandad en México que conjuntara a todos los judíos de variados orígenes. Sin embargo, como suele suceder, no tardaron en aflorar las diferencias culturales entre los distintos grupos y las luchas de poder que separaron a la comunidad. En 1924 se marcharon los ashkenazim; en 1929, los sefaradim; y en 1938, los alepinos. La Alianza Monte Sinaí concentró así, a partir de 1939, únicamente a los judíos damasqueños.

Hoy celebramos ese inicio monolítico que derivó en la multiplicidad comunitaria. Si bien en casi ningún lugar del mundo prevalece una división tan tajante como la existente entre los judíos de México –que puede ser lastre, si implica cerrazón–, ésta ha generado una sorprendente y variada red institucional que nos proyecta como comunidad modelo en el mundo.

A aquellos pioneros, que más de una vez estuvieron a punto de abortar la sociedad Monte Sinaí ante el déficit económico, mucho les debemos por haber apuntado su mira hacia el futuro infinito. Hoy son cien años… esperamos que nuestros descendientes festejen varios siglos más.

NUESTRAS MUJERES

Un último apunte en torno a la mujer. Este libro es un tributo a aquellas mujeres sacrificadas que, a principios del siglo XX, cruzaron el ancho mar rumbo a México, dejando su mundo atrás. Muchas de ellas se casaron a los 13 ó 14 años y tuvieron una decena de hijos. Pudieron enamorarse de los volcanes de México, pero en su mayoría nunca supieron lo que es el amor. Fue “el destino”, es decir la familia y la casamentera, quien decidió por ellas. Sumisas, convirtieron al esposo en tutor y su felicidad dependió del hombre que les tocó. No pudieron estudiar ni desarrollarse. Pasaron sus días a la espera de otros –del marido, de los hijos, de los nietos– recibiendo en casa a un batallón de invitados cada Shabat, Rosh Hashaná, Pésaj y demás festividades. Su cuarto propio fue la cocina y, desde ese espacio, nos heredaron el gusto por las exóticas y aromáticas especies , y el gusto por el buen comer.

Sefra Dayme es un homenaje también a sus hijas y a sus nietas, especialmente a la generación de las autoras, aparentemente más modernas que, sin carencias económicas, pudieron vivir con más lujo y decidir cuántos hijos querían. Mujeres que estudiaron clases sueltas y se volcaron al trabajo comunitario para ayudar a los necesitados. Mujeres con un pie en Siria y otro en México, porque titubearon si debían o no impulsar el desarrollo de sus hijas. Mujeres que reprodujeron cabalmente los patrones heredados, por temor a romper el cascarón. Mujeres que se casaron saliendo de la adolescencia. Y, después de las bodas de sus hijos, creyeron que su vida iba en descenso, que habían terminado con los proyectos sustanciales.

Mujeres como Amelia Salame, Millie Chattaj, Estrella Caín y Bahie Ambe, a quienes hoy, en su sexta década de vida, se les ve radiantes y completas porque, al fin, encontraron la libertad al ser productivas, al enamorarse con pasión de un proyecto propio que alcanzaron a cabalidad. Me lo dijeron claro: “este libro es lo más glorioso que hemos hecho”, y ya hasta se atreven a salir de casa antes que sus maridos, y a decir, por vez primera, “hoy no puedo, estoy ocupada”.

Sefra Dayme es el logro personal de sus vidas: las impulsó a aprender computación e historia, a ganar autoconfianza, a saber que sí se puede romper para crecer.

Sefra Dayme les permitió saber que la libertad es una conquista y que, quizá, será un peldaño de muchos que vendrán. Curioso es que por la herencia atávica de la que ya casi se desprenden, ni siquiera se animaron a figurar como lo que son: Autoras. Loable es también decir que donarán todo lo que se gane del libro para la Beneficencia Monte Sinaí.
Con gratitud, por la deferencia de estar hoy aquí hablándoles a ustedes, festejo este triunfo femenino: una enseñanza para nuestras hijas y nietas. Deben las jóvenes saber que, al abrir las alas, las mujeres podemos nutrir de pasión la vida personal y la familiar, sin jamás olvidar que el éxito sólo se alcanza en equilibrio: cuidando por sobre de todo la casa, la pareja, la mesa y los hijos. La mesa que es centro y pilar. Es tributo al lugar de donde vinimos. La mesa, visión de futuro.

Sefra Dayme, escrito por abuelas judías que materializan sus sueños, navegan por Internet y saben tuitear, será, sin duda, para todas nosotras, una herramienta indispensable para ser hijas de nuestro tiempo: para recibir en casa con hospitalidad y, también, para volar muy alto y en libertad.
¡Enhorabuena!