Podríamos afirmar, sin temor a equivocarnos, que Pésaj es la fiesta predilecta del pueblo judío. Aun en los hogares menos tradicionalistas, las ceremonias de Pésaj vienen a renovar el recuerdo del Exodo, etapa iniciadora de la vida nacional hebrea.

Por su significación histórica, y porque más que ninguna otra es esta una fiesta hogareña, la celebración de Pésaj pone en la vida judía una nota de júbilo vivificante, restaurador de su esperanza en la nueva liberación. Cada miembro de Israel se vuelca hacia el pasado y tiene en él un sabor del porvenir; y en cada corazón judío alienta la misma ilusión: Dios, que con su misericordia salvó a su pueblo, querrá salvarlo otra vez.

Pero esta fiesta tiene junto a su contenido histórico, un sentido relacionado con la naturaleza. Pésaj es también la fiesta de la primavera. Resulta pues doblemente auspiciosa, ya que conmemora dos transformaciones felices: la del esclavo en individuo libre, y la del suelo desnudo y e inactivo, en campo lleno de vida y floreciente.

Pésaj constituye uno de los dos jalones principales en que se divide el año tradicional judío. Desde semanas antes, el ánimo se predispone para la festividad que se avecina, y parece aspirar, cada vez más profundamente, el aliento de gozosa esperanza que ha de envolver en breve a toda la comunidad.

Dentro de los hogares reina una actividad inusitada. Pésaj implica, por sus preceptos, una revolución en los dominios del ama de casa: vajilla, mantelería, enseres de cocina, todo ha de andar en danza en los días previos a la festividad; condimentos y vinos especiales han de ser preparados, la provisión de ázimos asegurada. Tales preparativos insumen varios días; pero cuando el calendario anuncia: 14 de Nisan, Erev Pésaj (víspera de Pascua), toda la casa parece tocada por el mismo sentir que ha puesto un alma nueva en cada uno de sus moradores.