ESTHER SHABOT/TRIBUNA ISRAELITA

Ilustración, racionalismo, modernidad y liberalismo son por lo general términos asociados al concepto de tolerancia a la diversidad y por tanto a la libertad de practicar la religión que se elija, o a la adopción de ninguna si tal es la decisión.

Esta idea que ha obtenido legitimidad en la mayor parte del mundo occidental dentro del cual gracias a una larga y compleja maduración histórica la separación entre religión y Estado es un hecho, no prevalece aún en ciertos entornos donde la coerción religiosa es todavía una práctica cotidiana de la que se sirven los poderes políticos dominantes para ejercer un control totalitario sobre sus ciudadanos.

Dentro del mundo musulmán actual que comprende 57 países, es quizá donde con mayor frecuencia ocurre que el Estado continúa imponiendo de manera obligada legislación emanada de fuentes religiosas, aunque por supuesto hay variaciones importantes en cuanto al peso que la sharía o ley islámica tiene en cada caso.

Algunos de los ejemplos más extremos son el de Irán donde se gobierna con base en la versión chiíta del islam, y el de Arabia Saudita, máximo exponente de la línea más estricta el sunnismo. En tales entornos la irreligiosidad es sinónimo de herejía punible por ley, además de que las minorías practicantes de otras religiones padecen discriminaciones y maltratos tan graves que han ocasionado una reducción galopante en su demografía por efecto de su exilio hacia lugares más hospitalarios.

Existe una amplia documentación de cómo, por ejemplo, la población cristiana declina de manera consistente en tales naciones sin que la Primavera Árabe parezca estar en posibilidad de revertir dicha tendencia, sino más bien todo lo contrario.

Hace algunos días el Gran Mufti de Arabia Saudita, quien encabeza el Consejo Supremo de Asuntos Religiosos, llamó en su sermón a destruir todas las casas de culto cristianas existentes en la región del Golfo Pérsico. Una fatwa similar ya había sido emitida en marzo pasado lo cual llevó a organizaciones como Amnistía Internacional y Human Rights Watch, que tradicionalmente habían sido bastante tolerantes con el fundamentalismo de Saudiarabia, a denunciar estas proclamas que no sólo demandaban impedir la construcción de más iglesias, sino que exhortaban a demoler las existentes. Ello bajo la justificación de que la tradición coránica sostiene que en el suelo sagrado de la Península Arábiga está prohibida la erección de cualquier recinto de culto que no sea musulmán.

Una reacción interesante a esta situación fue la de un grupo denominado Liberales Musulmanes Austríacos, el cual emitió en la prensa vienesa un comunicado de condena a las citadas proclamas del liderazgo religioso saudita. Ahí precisamente, entre una capa de musulmanes imbuidos ya de pensamiento propio de una sociedad abierta, se señalaba la incoherencia e inaceptabilidad de que la monarquía y diversas instituciones religiosas de Arabia financien libremente la construcción de mezquitas y centros religiosos islámicos en Europa, beneficiándose de la libertad religiosa que impera ahí, mientras que las iglesias cristianas son declaradas indeseables e ilegales en suelo saudita.

Este caso, como muchos otros parecidos, llevan a reflexionar acerca de la incompatibilidad existente entre las modalidades religiosas más apegadas al rigor estricto de sus interpretaciones doctrinales excluyentes (cualquiera que sea la religión de que se trate) y el respeto a los derechos humanos elementales tal como éstos fueron enunciados a partir de la emergencia del laicismo como postura normativa del Estado que se pretende respetuoso de las libertades individuales y del pluralismo social en sus diversas manifestaciones.

Numerosos ejemplos de la actualidad siguen mostrando cómo el dominio de las instituciones religiosas en los mandos políticos de una sociedad promueve por lo general tiranías y cómo por otra parte las religiones se pervierten y pierden su sustancia espiritual y su generosidad al tener en sus manos el control de los instrumentos gubernamentales. Por desgracia esta es una situación que aún en pleno siglo XXI no parece estar en vías de superación a pesar de lo que la experiencia histórica ha enseñado al respecto.