*JULIÁN SCHVINDLERMAN

Cinco décadas atrás, en octubre de 1962, la Iglesia dio inicio al Concilio Vaticano II del cual emergería años más tarde el pronunciamiento religioso católico más extraordinario de todos los tiempos en relación a los judíos. Sus orígenes se hallaban en el Holocausto y la repercusión que éste tuvo en el modo en que Roma comenzó a ver su relación histórica con un pueblo al que estaba profunda y dramáticamente vinculada.

Dos hombres fueron especialmente responsables de su gestación, uno judío y el otro católico: Jules Isaac y Angelo Roncalli. El primero era un intelectual francés sobreviviente de la Shoá que había perdido a casi toda su familia durante la Segunda Guerra Mundial. El segundo había sido nuncio en Estambul durante la guerra y había realizado esfuerzos notables para salvar vidas judías. Se lo conocería tiempo después como el Papa Juan XXIII. Una reunión que ambos mantuvieron en julio de 1960 en la Ciudad del Vaticano resultó instrumental para poner en marcha un proceso religioso crucial. El Sumo Pontífice instruyó al cardenal Augustín Bea, presidente de la Secretaría para la Promoción de la Unidad Cristiana, que redactase un documento sobre la relación de la Iglesia Católica con el pueblo judío reflejando la nueva visión. De todos los procedimientos y abordajes del Concilio, esta declaración católica sobre los judíos resultaría ser el asunto más controvertido, publicitado, cuestionado y sustantivo; tanto durante sus sesiones como posteriormente.

La historia de la oposición clerical interna que sufrió el proceso es conocida. Menos conocido es el rechazo que éste provocó en las naciones árabes e islámicas, las cuales montaron tal campaña de presión política y religiosa que el pronunciamiento vaticano sobre los judíos quedó severamente afectado. Lo que en sus orígenes iba a ser una declaración católica únicamente sobre su relación con los judíos, terminó transformándose en un documento católico sobre las relaciones de la Iglesia con el Islam, el Budismo, el Hinduismo y, también, el Judaísmo. El denominado “documento judío” pasó a ser el párrafo IV de la “Declaración Nostra Aetate sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas”. El propósito inicial de abordar las relaciones judeo-católicas de manera exclusiva quedó desvirtuado por las presiones de varios países árabes y musulmanes.

Las aprehensiones árabes y musulmanas se basaban principalmente en el doble temor a que Israel y la Santa Sede establecieran relaciones diplomáticas y a que una exoneración católica del crimen del deicidio socavara la base teológica de la condena al pueblo judío a deambular en el exilio, dotando así validación religiosa cristiana a la presencia judía en Palestina, algo que estas naciones estaban combatiendo con tenacidad.

Ya durante la primera sesión del Concilio, entre octubre-diciembre de 1962, fue distribuido anónimamente, entre todos los Padres Conciliares, un panfleto judeófobo de novecientas páginas de extensión. Titulado Il Comploto contro la Chiesa, alegaba que existía una quinta columna hebrea dentro del clero y justificaba los crímenes de Hitler contra los judíos. Puestos a investigar, los servicios secretos de Italia e Israel detectaron que el gobierno egipcio estaba detrás de la movida.

Durante la segunda sesión, entre septiembre-diciembre de 1963, se debatió el pronunciamiento sobre el pueblo judío y los prelados árabes cristianos presentes protestaron enfáticamente. El Patriarca Cóptico de Alejandría, el Patriarca del Rito Sirio de Antíoco, el Patriarca Latino de Jerusalem, el Patriarca Armenio de Cilicia, entre otros, ejercieron una gran influencia para retardar o anular la aprobación del documento. El presidente de Indonesia y el embajador de Egipto ante la Santa Sede apelaron directamente al Papa mientras que desde Damasco el primer ministro sirio instigó a las comunidades católicas locales a que intercedieran ante el Papado. Manifestaciones populares contrarias a Nostra Aetate surgieron en las capitales del Medio Oriente junto a amenazas contra los cristianos de la región. Nuevos panfletos antijudíos fueron circulados en Roma llenos de denuncias sobre la presunta infiltración sionista en los rangos de la Iglesia.

Ente septiembre-noviembre de 1964 ocurrió la tercera sesión del Concilio, en la cual la declaración sobre los judíos siguió siendo debatida, y no estuvo exenta de indignadas protestas árabes y musulmanas. La Liga Árabe instruyó a sus representantes en Roma a que se reunieran con obispos y les advirtieran de las consecuencias políticas asociadas a la aprobación del “documento judío”. Cuando los Padres Conciliares aprobaron preliminarmente un texto que condenaba al antisemitismo y declaraba errado acusar a los judíos de deicidas, diez parlamentarios cristianos jordanos enviaron un mensaje al Papa diciendo que ello era “una puñalada en el corazón del cristianismo”. El canciller jordano aseguró que ahora Israel acentuaría su “política agresiva” y el ministro sirio de asuntos religiosos predijo que la decisión católica “elevará a los sionistas a mayores crímenes contra los pueblos palestinos”. La República Árabe Unida publicó un texto denominado El Israel Espurio que alertaba sobre los ardides sionistas contra el Vaticano, encargó traducciones a varios idiomas y una distribución internacional, e instruyó a que se filmara una película titulada Los judíos y Jesús con el objeto de frustrar una posible exoneración de la responsabilidad judía en el asesinato de Jesús. Otros nuevos libros fueron publicados en los que se acusaba a los israelíes de matar cristianos en Libia, Chipre e Italia y de complotar junto al dramaturgo alemán Rolf Hochhut, autor de El Vicario, contra la figura de Pío XII.

Finalmente, entre Septiembre-diciembre de 1965 aconteció la cuarta y última sesión del Concilio y ella encontró al alcalde musulmán de Jerusalem, entonces en manos de Jordania, anunciando que, por acuerdo de las comunidades cristianas, las campanas de la Iglesia del Santo Sepulcro doblarían en señal de protesta por el progreso habido respecto de la declaración católica sobre el pueblo judío, e informando que se había enviado un cable al Papa recordándole “los crímenes judíos contra los árabes de Palestina”. Otro texto judeófobo apareció en Italia culpando a los judíos por la revolución bolchevique y negando la Shoá. “Esta verdad”, proclamaba su autor, “está comenzando a aparecer en la prensa egipcia, siria y jordana. Vaya y pregunte a los árabes quiénes son los judíos, y usted realmente aprenderá cuanto odian a Jesús”. Aun cuando el Concilio ya había concluido, la OLP publicó un libro antisionista, en junio de 1966, bajo el título Nosotros, el Vaticano e Israel.

El Papado resistió lo más que pudo este embiste fenomenal y prevaleció al final del camino en publicar una declaración transformadora y fundamental acerca de su relación con el pueblo judío. Pero los árabes y los musulmanes triunfaron en lograr acotar la magnitud del pronunciamiento, en forzar a la Iglesia a rodearlo de expresiones sobre otras religiones y en minimizar el alcance de la delicada cuestión del deicidio. Sin dudas ello también fue resultado de la oposición católica interna y de otros factores, pero los líderes políticos y religiosos árabes y musulmanes hicieron su aporte no menor para que las relaciones entre católicos y judíos no prosperasen todo lo que ambos pueblos mayoritariamente deseaban. Con todo, y a pesar de esta obstrucción decidida, el vínculo judeo-católico floreció en las décadas siguientes a punto tal que los cincuenta años del inicio de Nostra Aetate son hoy en día causa de celebración.

*Autor de Roma y Jerusalem: la política vaticana hacia el estado judío (Debate: 2010). Profesor en el Centro de Estudios de Religión, Estado y Sociedad del Seminario Rabínico Latinoamericano Marshall T. Meyer.