EXCELSIOR

09 de octubre 2012.-Pedro Friedeberg (Florencia,1936) mantiene su naturaleza excéntrica aun en su contra. Dice que excéntrico es quien asiste a un estadio de futbol, no él, que juguetea con colores y formas geométricas; quien prefiere mirar televisión y no disfrutar de sus dibujos provenientes de sueños.

Pero mientras ofrece una entrevista a Excélsior, a propósito de la Medalla de Bellas Artes que recibirá hoy, se divierte al probarse diferentes sombreros para posar frente a la cámara fotográfica. El negro, dice, es un sombrero que llevaba un conejo dentro.

Todavía rechaza el arte de protesta, a los artistas sin estudios, a la estética que no aporta, a toda creación posterior al surrealismo, pues siempre ha afirmado que luego del movimiento protagonizado por André Breton, el arte es vano y repetitivo.

Confiesa que le gustan todos los colores menos el verde; que en sus composiciones se apropia de figuras hechas por la naturaleza y que trata de rescatar objetos del arte antiguo, el que sí le gusta.

Así es Friedeberg. Una lluvia de ideas, frases, recuerdos que a primera impresión parecieran aislados, pero en realidad son el pensamiento de uno de los artistas contemporáneos de mayor trayectoria, que lo mismo hace dibujo, pintura, que escultura y diseño.

“Son 53 años dedicados al arte, sólo porque me gusta el arte”, afirma quien a los tres años de edad llegó a la Ciudad de México, luego de que su familia saliera de Italia al estallar la Segunda Guerra Mundial.

Seguro en cada palabra que emite, Friedeberg advierte que su arte es para descansar la mirada: “Mi arte –dice– es para disfrutar”. Pues son composiciones que transitan en lo abstracto tal vez por provenir de un sueño, de un recuerdo o de lo que mira alrededor.

Así nació su obra emblemática, la silla-mano que hizo en 1962 y de la que ha vendido más de cinco mil copias; pero que ahora ya lo harta. Cuenta que una noche soñó con esa figura y entonces pidió a un carpintero que materializara esa fantasía y al principio le gustó, pero ahora ya le cae “gorda”.

“La han hecho en acrílico, en madera con hoja de oro, en vidrio, en pequeño. Ya me cae gorda”, enfatiza.

Y es que la estética de Friedeberg no se reduce al diseño de muebles. Trabaja pintura, escultura, dibujo y collage que se caracterizan por la saturación de elementos –animales, figuras, letras– y símbolos referentes a objetos antiguos como códices aztecas o conceptos religiosos.

“Me gusta la caligrafía, los colores blanco, negro y violeta como el de Tamayo, menos el verde. También tomo figuras y formas de la naturaleza porque la naturaleza hace arte sólo que no lo sabemos, es un ciclo”, expone quien entre cada comentario entreteje bromas, sarcasmo y crítica.

Quien ha expuesto en México, Estados Unidos, Barcelona, Israel y Canadá recuerda que dejó sus estudios de arquitectura en la Universidad Iberoamericana por encontrar aburridas las construcciones lineales que le impedían una libre creación, la que sí encontró en el arte que Mathias Goeritz le enseñó.

“Mi primera exposición la promovió Remedios Varo en 1959 en la galería Diana, que estaba sobre Reforma, cuando los autos se estacionaban sobre la avenida. Ahí llevé unos dibujos que ahora ya no me gustan, luego expuse en la Galería Protec y después en la galería del señor Souza”, revive.

Quien se define como 51 por ciento mexicano y el resto italiano pronto se integró al círculo de artistas surrealistas. Fue amigo de Leonora Carrington, Alicia Rahon y Remedios Varo con quienes integró Los Hartos, grupo basado en principios del Dadaísmo que rechazaba el arte político y nacionalista como el muralismo.

“Me quedé en México por flojera, pero también porque sólo aquí aceptan cualquier tipo de arte, el que no hace nada, el que apoya a los necesitados. Yo creo que no me festejarían tanto en otro país”, refiere quien integra las colecciones del Museo de Arte Moderno de Nueva York, el Louvre en París, el Museo de Israel, el Museo Nacional de Arte Moderno en Bagdad y el Museo Ommar Rayo en Colombia.

Friedeberg, a quien le gustaría tener siete vidas, dice faltarle mucho por crear: “Todavía tengo mucho por hacer, libros, pinturas, mucho trabajo”, concluye el artista de 76 años.