ESTHER SHABOT/EXCELSIOR

Las predicciones preelectorales no se cumplieron aun cuando Benjamin Netanyahu volverá casi seguramente a ser primer ministro de Israel. Y no se cumplieron porque el Likud Beitenu, partido de Netanyahu, no obtuvo las suficientes bancas parlamentarias para formar un gobierno como el anterior, dentro del cual maniobraba cómodamente conduciendo a un bloque de derechas cuya homogeneidad ideológica le facilitaba las cosas. De las 42 bancas que sumaban Likud e Israel Beitenu, la actual alianza de ambos sólo consiguió 31, con lo que Netanyahu se verá forzado a incluir en el nuevo gobierno a fuerzas políticas de orientación distinta a la que reinó durante la cadencia que termina. El partido Yesh Atid (Hay Futuro), encabezado por el ex periodista Yair Lapid, la gran sorpresa en estos comicios al haberse posicionado en segundo lugar con 19 bancas, es considerado el nuevo miembro que se integrará al gobierno. Su plataforma electoral, sin ser de izquierda, se diferencia de la línea de Netanyahu en asuntos importantes.

Quedan claras así varias cuestiones: Netanyahu sufrió un golpe demoledor al perder buena parte de la fuerza que creía segura en sus manos cuando decidió adelantar las elecciones; aun con el crecimiento notable del partido de ultraderecha nacionalista llamado Habait Hayehudí, el bloque de partidos de derecha y derecha extrema que Netanyahu comandaba no suma los suficientes escaños para formar gobierno; la alianza con Lapid le resulta así imprescindible y ello le obligará a compartir poderes y a modificar lineamientos políticos en función del peso de esta nueva alianza; Yair Lapid y su bancada, que tuvieron como eje de su plataforma las demandas económicas de una clase media en aguda crisis, lo mismo que el reclamo de un reparto equitativo de las responsabilidades ciudadanas —entre ellas el reclutamiento de los ultraortodoxos al servicio militar o al servicio nacional— le planteará a Netanyahu la necesidad de afrontar estos temas sin eludirlos como fue común en su gestión que termina.

Lo que por el contrario aún no queda claro es quiénes de los tradicionales socios de Netanyahu en el bloque de la derecha permanecerán en el nuevo gobierno y quiénes pasarán a la oposición. Tampoco puede preverse la habilidad y capacidad de Yair Lapid y su gente para promover su agenda y contrarrestar lo que se le opone. Estos recién llegados al poder tienen la virtud de ser en efecto caras nuevas que refrescan el ambiente, pero que por el otro lado, carecen de experiencia en las lides políticas para nadar y sobrevivir con éxito entre tiburones políticos avezados. Resulta también incierto qué es lo que Yesh Atid querrá y podrá hacer dentro del gobierno para abordar con seriedad los temas relacionados con los palestinos, las negociaciones de paz, la construcción de asentamientos judíos y las relaciones internacionales de la nación. Todos estos asuntos que han estado en crisis durante los últimos cuatro años son vitales para el futuro del país y ciertamente es un enigma si la nueva configuración del gobierno, con Lapid dentro, dará un giro sustantivo en cuanto a ellos, al igual que es impredecible la capacidad de presión que podrán ejercer al respecto quienes estén en la oposición.

Como ocurre con cualquier nación que mediante comicios elige y cambia periódicamente a sus liderazgos, el inicio de una nueva cadencia genera expectativas e interrogantes que sólo el tiempo resolverá. Así es también en el caso israelí. Pero lo que sí es un hecho es que el resultado de las elecciones del pasado 22 de enero mostró que las apreciaciones previas de que la sociedad israelí estaba volcada de manera mayoritaria hacia posiciones de derecha y derecha extrema no eran correctas. Para su fortuna, los segmentos liberales y moderados superaron su tradicional apatía y se volcaron a las urnas expresando su desencanto con el estado de cosas prevaleciente. Tales segmentos lograron con ello recuperar una imagen de sí mismos que creían perdida y en ese sentido han conseguido rescatar la esperanza de cambio.