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BEATRIZ W. DE RITTIGSTEIN PARA  EL UNIVERSAL
En estos días se cumplen dos años de la rebelión en Egipto que derrocó a Mubarak, tras más de treinta años de dictadura.

Sin embargo, el levantamiento que sacó a la calle a cientos de miles de personas que pedían democracia y un Estado de Derecho, no dio frutos, fue arrebatado por islamistas radicales que, dejando de lado las aspiraciones de libertad, están aplicando otra forma de opresión, la del fanatismo religioso; por ese motivo, los egipcios reaccionaron con una serie de protestas y disturbios que muestran una grave crisis.

Recientemente, el ministro de Defensa, Abdel Fattah al-Sisi, advirtió que “los conflictos políticos, económicos y sociales que afronta Egipto, suponen una amenaza para la seguridad del país”. Y afirmó que las Fuerzas Armadas son “la columna sobre la que se basa el Estado”, lo cual significaría que de seguir la frágil situación, los militares tomarían el poder, echando por tierra la posibilidad de una evolución democrática.

Los Hermanos Musulmanes ganaron las elecciones en 2011. Su partido, “La Libertad y la Justicia”, lidera una alianza de 11 formaciones islamistas, con Mohamed Morsi como presidente del país, quien transita hacia la imposición de la shaaria y su proyecto de renacimiento islámico que intenta aplicar a todos los ámbitos del quehacer nacional; con esa mira ha admitido un texto constitucional totalitario, donde la democracia se reduce a una simple mascarada.

La treta de Morsi: ser electo en comicios propios del sistema de libertades y luego despojarlo de su consistencia hasta convertirlo en un régimen fascista, no está dando resultado. Morsi tendrá que definir si sigue por la vía destructiva o conduce al país hacía los verdaderos cambios que los ciudadanos claman.