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*IGOR BARRENETXEA MARAÑON/NOTICIASDEGIPUZKOA.COM

No todo está dicho. No todo está desvelado. No todos los valores que encarnan la humanidad plena y justa están conseguidos. El pasado nos observa porque la batalla es una lucha encarnizada que no acabará nunca, debemos advertirlo y de ninguna manera resignarnos. La historia y los registros de la memoria nos muestran la verdad de aquel horror en el que el Tercer Reich hitleriano pretendió exterminar a pueblos enteros, someter a sociedades a la esclavitud, celebrar la impunidad y el crimen como garantía de un nuevo y criminal orden mundial. Recordarlo no es suficiente, hay que ir más allá, por la propia dimensión terrorífica de tales hechos. El 27 de enero de 1945 las primeras tropas soviéticas liberaban, para su consternación, el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau. A partir de ahí nos dimos cuenta de que nada sería lo mismo. Se desvelaba la naturaleza brutal y despiadada del sistema de campos de la muerte que había acabado con la vida de seis millones de judíos, medio millón de gitanos y otros tantos millones de otras comunidades humanas de Europa.

A este plan de limpieza se le conoce como Holocausto. El mundo dejó de ser lo que era para darse cuenta de que la modernidad podía traer aparejada el construir una maquinaria sofisticada, o no tanto, pero sí industrial, de aniquilación humana. Millones de seres humanos fueron gaseados e incinerados, como si nunca hubiesen existido al convertirlos en polvo, con el fin de intentar borrar el registro de su existencia para siempre. El nazismo quiso, además, tapar y ocultar el sangriento registro de muertes cuando la suerte de la guerra ya les era adversa, obviamente sin conseguirlo, para mostrar una doble y aún más terrible inmoralidad por la falta de arrepentimiento y reconocimiento de lo sucedido. Seguimos siendo los guardianes de este recuerdo que, a veces, hasta nos parece increíble que haya podido suceder (pero, sí, no debemos dudar de ello, por estremecedor y amargo que resulte). Por eso, los campos de exterminio y de concentración que se conservan a modo de realidades imperecederas (como Auschwitz, Treblinka o Dachau) nos muestran la cara de lo que el historiador Marc Mazower califica como “la Europa negra”.

No podemos ignorar tales hechos ni tampoco minimizarlos, la posibilidad de que esto se repita no es ninguna exageración. Ya se ha dado en otros lugares, con medios más burdos, pero con el mismo fin vengativo. La Shoah se ha convertido en el paradigma del episodio más oscuro de inhumanidad en Europa, de ahí que debemos rescatarlo como un pilar básico para educar a las generaciones venideras. Estados Unidos e Israel se han apropiado de su simbolismo, por diversos motivos, pero su enseñanza ha de ser universal, no puede ser patrimonio de un país, de una religión o de unos individuos. No existe ninguna verdad estática, porque se trata de alertar y garantizar la dignidad humana, de reivindicar aquellos valores de integración, respeto y tolerancia que todo totalitarismo busca desterrar o ignorar. Europa ha de recuperar este legado, con mayor obcecación ante la coyuntura negativa, para impedir el avance de los partidos de ultraderecha o xenófobos que han aflorado, como si otro fuera el culpable de nuestras desgracias, apelando al egoísmo humano, al narcisismo colectivo y a la paranoia de que los inmigrantes no merecen un trato justo.

El Holocausto nació en un clima muy distinto, es cierto, pero sus principios aún se defienden como si las razas (en un darwinismo racial) tuvieran algo que ver con el valor (o no) de las personas. Recordar no solo significa no olvidar. No solo es erigir memoriales o releer las historias o el relato pavoroso de los supervivientes, sino plantearnos nuevos retos, tanto pedagógicos como formativos para alertar a la conciencia y que de ningún modo se adormezca. La historia humana puede convertirse en un bucle si la dejamos. Los fascismos de nuevo cuño, como señala Robert Paxton, si rebrotaran con la misma fuerza que en los años 20 y 30 del siglo pasado, no lo harían con la misma simbología ni los mismos discursos que cuando emergieron, pero esa posibilidad existe y hemos de estar preparados para reconocerlos y enfrentarnos a ellos, desvelando sus nuevas caretas para no permitir que ganen espacio ni que corrompan o destruyan la democracia, como sucedió en su día.

Por eso, cuando las fronteras imaginarias son sustituidas por otras de muros y alambradas, cuando las reacciones de las personas están contaminadas por el prejuicio o por las diferencias culturales, cuando la incapacidad de las personas por reconocer la pluralidad y libertades de las sociedades se acentúan, entonces, los riesgos que afloran se acrecientan.

El fascismo, no nos equivoquemos, no fue solo un movimiento de fanáticos sedientos de sangre, sino también de hábiles demagogos capaces de lograr el favor de las élites sociales y de una masa social suficiente para desplegar su siseo de serpiente e hipnotizarnos con sus cantos de sirena. Son ideologías seductoras, pero nihilistas en su fondo, porque enaltecen las pasiones humanas hasta el extremo, porque buscan o se aprovechan de los miedos para ocupar un espacio a donde los partidos tradicionales no llegan. Este fue el motivo que hizo posible que el nazismo alemán y el fascismo italiano triunfaran. Por supuesto, fue posible en aquellas sociedades en donde la democracia no se había enraizado con fuerza o ya se había debilitado. Pensemos en ello.

Pero, en todo caso, no confundamos la derecha con el fascismo ni tampoco utilicemos este término gratuitamente para tildar a todos aquellos que se comportan o actúan de una manera contraria a nuestros deseos, haciendo que pierda entidad y significado, y con ello el temor a que se repita. La Shoah nos hablará siempre de un principio de humanidad que debemos portar como una señal inequívoca de peligro.

*HISTORIADOR E INVESTIGADOR DEL INSTITUTO EUROPA DE LOS PUEBLOS-FUNDACIÓN VASCA