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ENRIQUE KRAUZE

Mi amigo Augusto Elías me contó esta anécdota que escuchó, en una alegre tertulia, de labios del ex presidente Miguel Alemán: al poco tiempo de su toma posesión (en diciembre de 1946), el Sindicato de Trabajadores Petroleros emplazó a huelga a Pemex y amenazó con paralizar el suministro de combustible. El gobierno ofreció 10% de aumento con opción de llegar al 15%, pero el sindicato lo rehusó. Sin titubear, Alemán ordenó la movilización del Ejército, cuyos efectivos comenzaron a atender las gasolineras. Los líderes se avinieron al 15%, pero la empresa se mantuvo en el 10% original. El servicio se normalizó. Al poco tiempo, el Presidente y los líderes se reunieron a comer, para “limar asperezas”. Vinieron los brindis. “Pero si nomás lo estábamos calando, Señor Presidente”. “Pues ya me calaron, hijos de la chingada”.

La tentación de “estar calando” a un presidente no era propia de la tradición sindical. En su vocación original (apolítica, anarquista) de limitar los excesos del capitalismo, el sindicalismo mexicano había alcanzado varias conquistas: defendió los derechos de los trabajadores a la huelga, a la libre asociación y contratación colectiva, al salario justo, al descanso dominical, a la jornada de ocho horas, a la prohibición del trabajo infantil, la protección de la mujer, las prestaciones de seguridad y salud. Pero en el México del PRI, el sindicalismo era más que un movimiento laboral: era un socio minoritario del Poder Ejecutivo, que con el tiempo se sentiría lo suficientemente fuerte como para aumentar su participación y desafiarlo.

El pacto corporativo venía de muy atrás. En 1914, a su llegada a la ciudad de México, Álvaro Obregón cedió el aristocrático Jockey Club (la Casa de los Azulejos) a la Casa del Obrero Mundial. No sólo buscaba congraciarse con los obreros: quería incorporarlos a su ejército para oponerlos -real y simbólicamente- a los contingentes campesinos de la Convención de Aguascalientes. Fue un golpe maestro del cual surgieron los “Batallones Rojos” que pelearon en el bando constitucionalista. Según Jean Meyer, aquel episodio presagió las posteriores alianzas en el siglo XX.

Tras la promulgación del artículo 123, Obregón integró a su proyecto político a la recién nacida CROM y a su líder, el fogoso Luis N. Morones, que en el sexenio de Calles (1924-1928) fue, simultáneamente, líder supremo de los obreros y Ministro de Industria, Comercio y Trabajo. Con la llegada de Cárdenas y la fundación de la CTM (1936), se perfiló un nuevo liderazgo, no menos dependiente del gobierno pero más institucional. En un inicio lo representó el intelectual Lombardo Toledano, pero fue desplazado por un dirigente de raigambre obrera, Fidel Velázquez. Controvertido, criticado, su permanencia vitalicia se explica por una vuelta al trabajo sindical: conocía por nombre y apellido a miles (o decenas de miles) de obreros, atendía sus problemas concretos. Su vida personal fue reservada, austera y no se le conocieron actos de corrupción. Pero su secreto residió en el respeto a los límites: no era orador ni ideólogo, y no buscaba el poder: “A diferencia de Morones -me dijo en una entrevista hacia 1996-, yo nunca quise ser presidente de México porque ya era presidente de los obreros de México”.

Las corrientes sindicales de izquierda, ligadas con frecuencia al Partido Comunista (proscrito hasta fines de los setenta), vieron a Fidel Velázquez como el prototipo del líder “Charro” (venal y vendido a los patrones). Se trata de una caricatura. La relación de aquellos sindicatos con la Iniciativa Privada fue, en términos generales, profesional y beneficiosa para los obreros. A diferencia de los campesinos (y a costa de ellos), los obreros ascendieron en su condición económica y social hasta alcanzar los primeros peldaños de la clase media. Quizá por eso no apoyaron el movimiento estudiantil del 68. Este equilibrio entre “los factores de la producción” se explica por una razón evidente: si el sindicato llevaba sus pretensiones a extremos irrealizables, las empresas podían quebrar (y no pocas veces quebraban). Pero en todo caso, las negociaciones eran reales, la tensión no era fingida y los avances tangibles.

El disuasivo de la quiebra no existía, por principio, en el Sector Público: sus instituciones, secretarías, organismos y empresas. La CTM no controlaba sino parcialmente ese universo. Desde los cincuenta, algunos gremios (maestros, petroleros, ferrocarrileros, electricistas) desataron una serie de huelgas encabezadas por líderes legendarios como Othón Salazar, Demetrio Vallejo y Valentín Campa. Sus demandas eran legítimas pero, más que propósitos de negociación laboral, aquellos movimientos albergaban designios revolucionarios que prendieron focos de alerta en el régimen. López Mateos y Díaz Ordaz optaron por reprimirlos; en cambio Echeverría y López Portillo buscaron cooptarlos, corromperlos y neutralizarlos, canalizando inmensos recursos y prebendas a los más rijosos y estratégicos. Al hacerlo, crearon un Frankenstein sindical.

Tras el espectacular (y a la postre fallido) boom del sector en la era de López Portillo, el Sindicato Petrolero “caló” a Miguel de la Madrid: la misteriosa explosión de San Juanico, las amenazas verbales. Esta vez el Presidente se paralizó. El sindicato había arrancado a la empresa contratos que lo convertían, de hecho, en un socio de Pemex. Con el famoso “Quinazo”, Salinas puso un límite pero el sindicato se repuso pronto. Algo similar ocurrió en otras ramas del Sector Público: bajo el supuesto de que el gobierno “no quiebra” y los dineros públicos son infinitos (y con la certeza de que el funcionario venidero “paga la cuenta”) se “negociaron” centenares de contratos colectivos onerosísimos para la nación. El Frankenstein del SNTE fue uno de tantos, pero su dimensión y su tarea le dan un carácter neurálgico: tiene a su cargo la educación nacional.

Elba Esther Gordillo “caló” a presidentes que por debilidad o conveniencia se dejaron calar, pero en esta ocasión la respuesta fue jurídica: violó gravemente la ley. Su caso evidencia la necesidad de separar el sindicalismo del poder y ahondar la Reforma Laboral en dos sentidos: transparencia económica y democracia interna en los sindicatos. Pero la repercusión debe ser mucho más amplia: ningún poder gremial, corporativo, fáctico (no se diga ilícito) puede “calar” el orden legal e institucional de este país.